martes, 1 de mayo de 2018

El sueño de la eficiencia produce monstruos

radical

He ojeado el libro Radical Markets de Posner y Weyl. La conclusión: pretenden los autores que, con un adecuado diseño de los mercados, podemos eliminar los costes de transacción. Supongamos que tenemos un sistema de precios completo, esto es, el precio de cada bien es conocido por todo el mundo, es único para cada objeto. O, para ser justo con los autores, supongamos que podemos diseñar los mercados de forma que podamos conocer el valor que el propietario de cada bien asigna a los bienes de su propiedad y que este valor es de conocimiento público. El mercado realizará su magia eficientista y los intercambios se sucederán hasta que los bienes estén asignados al que los valora más. Repitan el proceso con los votos en las elecciones políticas, las acciones y la deuda que emiten las compañías, los trabajadores que se desplazan a cualquier lugar del mundo donde su fuerza de trabajo vale más, los datos que obtienen las compañías tecnológicas del uso que hacemos de internet etc.

El problema quizá sea que para reducir suficientemente los costes de transacción (es decir, los de encontrar a la contraparte, los de redactar el contrato y los de asegurar el cumplimiento del contrato) hay que suponer la existencia de unos mercados tan completos que no vemos qué ventaja tiene esta idea de “mercados radicales” sobre las ideas clásicas acerca de los modelos de competencia perfecta y el equilibrio general. De hecho, el término “transaction costs” no aparece en el índice de materias. Al final, este tipo de subastas constantes y ubicuas sólo funciona en mercados financieros donde las transacciones se liquidan por compensación (no hay liquidación en especie) y, simplemente, cambia diariamente – o cada segundo – el saldo de cada una de las cuentas.

Un mundo en el que la propiedad de todos los bienes estuviera siempre “en venta” sólo podría funcionar si no se produce una transferencia efectiva del uso de los bienes, sino una mera transferencia contable o financiera o, en otros términos, un mundo en el que se disocien la propiedad (en el sentido de la titularidad residual) y el uso y disfrute de los bienes. Los costes de transferir efectivamente la posesión y el disfrute de los bienes se comerían cualquier ganancia de eficiencia en la transmisión del recurso a quien lo valora más. Obviamente, tales costes no existen en el caso de los mercados financieros anónimos. Y esa es otra de las grandes ventajas de la corporación – de la sociedad anónima –: los dueños – titulares residuales – cambian e intercambian su propiedad en un mercado anónimo pero la posesión y explotación de los activos permanece bajo la posesión y el control de los mismos individuos que orientan su actuación a maximizar su valor.

Por eso, donde es más útil este tipo de propuestas es en aquellas circunstancias en las que el problema que hay que resolver es el de fijar el precio de una transacción prescindiendo del uso y disfrute de las cosas objeto de la transacción, es decir, típicamente, cuando se trata de realizar una transacción financiera como ocurre cuando se trata de fijar el valor a efectos del pago de impuestos como una proporción del valor de la cosa o de fijar la prima en un contrato de seguro que ha de ser, lógicamente, una proporción del valor del objeto asegurado y, en particular, de lo que costaría reproducir el bien destruido por el siniestro o cuando se trata de transacciones que tienen lugar en situaciones de monopolio bilateral (como en el que están encerrados los socios de una joint venture). Es decir, en situaciones, precisamente, donde los costes de transacción más significativos son los que tienen que ver con la fijación del precio porque no se dan las condiciones de una transacción voluntaria.

Por eso, lo que más me ha interesado es lo de Harberger que no conocía y que tiene que ver con lo de la Crema, un sistema de seguros de incendio de carácter mutualista desarrollado históricamente en Andorra. Dijo Harberger en 1962 (p 57) que para establecer impuestos sobre la propiedad – el IBI – lo más difícil es averiguar el valor del terreno o del inmueble. Y un sistema imbatible para ello es preguntar al dueño, es decir, que el dueño diga cuánto vale el terreno pero, como en el juicio de Salomón, tendrá el dueño que pasar por el precio que establezca en el sentido de que vendrá obligado a vender el terreno a cualquiera que esté dispuesto a pagar el valor fijado por él. De esta forma, si el dueño fija un valor disparatadamente alto sobre el de mercado, pagará un impuesto sobre la propiedad elevado. Si fija uno demasiado bajo, se arriesga a que cualquiera le obligue a vender. En definitiva, este sistema parece interesante cuando el “fallo del mercado” es que, por tratarse de bienes idiosincráticos, no tenemos buenos precios de mercado y hemos de inventarnos algún procedimiento para determinar el precio. La historia de Demóstenes que narran los autores (p 55) lo confirma.
“cualquier miembro de la clase litúrgica podía desafiar a cualquier otro ciudadano que él creyera que era más rico a un intercambio o antidosis. El retado tendría que optar entre aceptar que era más rico – que formaba parte de los 1000 más ricos – y, por tanto, pagar el impuesto o entregar al retador todo su patrimonio a cambio del patrimonio de éste. El sistema incentivaba a todos a ser honestos… si el retado decía que era más pobre que los 1000 más ricos de la ciudad para evitar tener que contribuir a las cargas litúrgicas, podría acabar obligado a deshacerse de todas sus posesiones a cambio de las de otro más pobre”
Pero, quizá, los autores han olvidado que la propiedad cumple funciones sociales más amplias que la de asignar los bienes al que los valora más. La propiedad, como institución, sirve a la reducción de los conflictos sobre los bienes y, siendo obvio que no hace falta ser propietario para poder disfrutar del uso de los bienes, ni eso es aplicable a los bienes que se consumen, ni esa es la única función de la propiedad.

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