Hay una cierta monótona uniformidad en los destinos de los hombres. Nuestras existencias se desarrollan según leyes viejas e inmutables, según una cadencia propia uniforme y vieja. Los sueños no se realizan jamás, y apenas los vemos rotos, comprendemos de pronto que las mayores alegrías de nuestra vida están fuera de la realidad. Apenas los vemos rotos, nos oprime la nostalgia por el tiempo en que bullían dentro de nosotros. Nuestra suerte transcurre en este alternarse de esperanzas y nostalgias...
... Mi amiga dice a veces que está harta de trabajar y que le gustaría mandarlo todo a freír espárragos. Quisiera encerrarse en una taberna para beberse todos sus ahorros, o bien meterse en la cama y no volver a pensar en nada y dejar que vengan a cortarle el gas y la luz, dejar que todo se vaya a la deriva poco a poco. Dice que lo hará cuando yo me marche. Porque nuestra vida en común durará poco: yo me marcharé pronto y volveré a casa de mi madre, con mis hijos, una casa en la que no me estará permitido llevar los zapatos rotos. Mi madre me cuidará, me impedirá usar alfileres en vez de botones y escribir hasta las tantas de la noche. Y yo, a mi vez, cuidaré a mis hijos, venciendo la tentación de mandarlo todo a freír espárragos. Volveré a ser grave y maternal, como siempre me ocurre cuando estoy con ellos, una persona distinta de esta de ahora, una persona a la que mi amiga no conoce en absoluto. Miraré el reloj y tendré en cuenta la hora, estaré vigilante y atenta en todas las cosas, y me preocuparé de que mis hijos tengan los pies siempre secos y calientes, porque sé que así debe ser si se puede, al menos en la infancia. Más aún, acaso, para aprender luego a andar con los zapatos rotos, es conveniente llevar los pies secos y calientes cuando se es niño.
De Hannah Arendt, Entre el pasado y el futuro,
... dentro de un cosmos en el que todo era inmortal, el carácter de mortal fue lo que se convirtió en el sello distintivo de la existencia humana. Los hombres son «los mortales», lo único mortal que existe, porque los animales existen sólo como miembros de su especie y no como individuos. El carácter mortal del hombre estriba en el hecho de que la vida individual... con una historia vital reconocible desde el nacimiento hasta la muerte, surge de la vida biológica... Esta vida individual se distingue de todas las demás cosas por su movimiento rectilíneo. Esto es la mortalidad: moverse en una línea recta en un universo donde todo, sí es que se mueve, lo hace dentro de un orden cíclico. Cuando los hombres persiguen sus metas, labrando la tierra fértil, obligando al viento libre a hinchar sus velas, surcando las olas siempre móviles, cortan un movimiento que no tiene objetivo y que gira dentro de sí mismo. Cuando Sófocles, en el famoso coro de Antígona, dice que no hay nada que inspire más reverencia que el hombre, continúa poniendo como ejemplo las actividades humanas que, con un propósito definido, violentan a la naturaleza porque perturban lo que, en ausencia de los mortales, constituiría la eterna quietud de ser para siempre que descansa o gira dentro de sí misma... Situaciones, hazañas o acontecimientos singulares interrumpen el movimiento circular de la vida cotidiana en el mismo sentido en que la vida de los mortales interrumpe el movimiento circular de la vida biológica. El tema de la historia son estas interrupciones: en otras palabras, lo extraordinario... Todas las cosas que deben su existencia a los hombres, como los trabajos, las proezas y las palabras, son perecederas, están infectadas, por decirlo así, por el carácter mortal de sus autores. Sin embargo, si los mortales consiguen dotar a sus trabajos, proezas y palabras de cierto grado de permanencia y detener su carácter perecedero, estas cosas, al menos en cierta medida, integran el mundo de lo perdurable y dentro de él ocupan un puesto propio, y los mortales mismos encontrarían su puesto en el cosmos, donde todo es inmortal a excepción del hombre. La capacidad humana que permite lograr esto es la memoria, Mnemosine, a quien por tanto se consideró madre de todas las otras musas... Con Heródoto, palabras, proezas y acontecimientos -es decir, las cosas que sólo deben su existencia a los hombres - se convirtieron en el tema de la historia... Pero lo que se produce entre los mortales directamente, la palabra hablada y todas las acciones y proezas... jamás pueden superar el momento de su realización, jamás podrían dejar ninguna huella sin la ayuda de la memoria.
Viktor Klemperer: The Lesser Evil
Krause, que trabajó en un campo, habla del fusilamiento de una larga fila de niños judíos. Los bajaron de un camión en camisón. A los soldados alemanes les habían conseguido aguardiente antes de ponerles a disparar a los niños en la nuca. Un niño se dio la vuelta, lo que hizo que uno de los soldados perdiera la cabeza y disparara en todas direcciones. - A un judío le sacaron un ojo, le metieron algodón en la cuenca y le hicieron que siguiera trabajando.
Walter Benjamin, Desembalando mi biblioteca (sobre los coleccionistas de libros)
¿Lo propio del coleccionista es no leer libros? ¡Lo nunca visto! Pues bien, no. Los expertos podrán confirmarles que es lo más habitual, y basta recordar a este efecto la respuesta que Anatole France... tenía preparada para los beocios que, tras admirar su biblioteca formulaban la inevitable pregunta: "-¿Y ha leído vd. todo esto, sr France? - Ni la décima parte ¿Acaso come ud. todos los días en su vajilla de Sevres?"
Irene Vallejo, El infinito en un junco, 2010
El lector se convertía en el intérprete... (de)... una partitura muy básica... por eso aparecían las palabras una detrás de otra en una cadena continua sin separaciones ni signos de puntuación —había que pronunciarlas para entenderlas—. Solía haber testigos cuando se leía un libro. Eran frecuentes las lecturas en público... Quizá por esa razón, los primeros en leer... en silencio... llamaron poderosamente la atención. En el siglo IV, Agustín se quedó tan intrigado al ver leer de esta forma al obispo Ambrosio de Milán, que lo anotó en sus Confesiones... Al leer —nos cuenta...—, sus ojos transitan por las páginas y su mente entiende lo que dicen, pero su lengua calla...
Según los cálculos del historiador Peter Watson, si suponemos que cada piel ocupara un área de medio metro cuadrado, un libro de (pergamino) ciento cincuenta páginas exigiría el sacrificio de entre diez y doce animales. Otros expertos asignan cientos de pieles a un solo ejemplar de la biblia de Gutenberg. Producir copias en pergamino de una obra, que era la única forma de favorecer su supervivencia, suponía un gasto enorme, al alcance de muy pocos. No es extraño que poseer un libro, incluso un ejemplar corriente, fuera durante largo tiempo privilegio exclusivo de nobles y órdenes religiosas. En una biblia del siglo XIII, el escriba, agobiado por la escasez de material, anota al margen: «Oh, si el cielo fuera de pergamino y el mar fuera de tinta»
El ritmo... es... un aliado de la memoria... La épica griega fluye en hexámetros, que crean un peculiar ritmo acústico a través de combinaciones de sílabas largas y breves. El verso hebreo, en cambio, prefiere los ritmos sintácticos: «Hay un momento para todo y un tiempo para cada cosa bajo el cielo: un tiempo para nacer y un tiempo para morir; un tiempo para plantar y un tiempo para arrancar lo plantado; un tiempo para matar y un tiempo para curar; un tiempo para destruir y un tiempo para edificar…». Se diría que estas frases del Eclesiastés cantan y, de hecho, el músico Pete Seeger compuso una canción, inspirada en ellas —Turn! Turn! Turn! (To everything there is a season)—
Los expertos piensan que la invención del alfabeto griego no fue un proceso anónimo a cargo de una colectividad sin nombre ni rostro. Fue un acto individual, deliberado e inteligente que exigió una gran sofisticación auditiva para identificar las partículas básicas —consonantes y vocales— que componen las palabras. Un acontecimiento único que se realizó en un momento determinado y en un único lugar...
Wegner piensa que si recordamos dónde encontrar informaciones importantes, incluso sin retener el conocimiento concreto, estamos ampliando las fronteras de nuestro territorio mental. Es el fundamento de su teoría de la memoria transactiva. Según Wegner, nadie recuerda todo. Almacenamos información en las mentes de otros —a quienes podemos acudir a preguntar—, en los libros y en la gigantesca cibermemoria.
Esto sucedió en tiempos en que sólo los muertos sonreían, / alegres por haber hallado al fin reposo, / y como un apéndice inútil, Leningrado colgaba / del portón de sus cárceles, mecido por el viento...