Gilson y Kraakman publicaron hace muchos años un artículo en el que expusieron, por primera vez, por qué los mercados de capitales – las bolsas – son mercados eficientes, es decir, cuáles son los mecanismos que aseguran que los precios de las acciones son “buenos” precios en el sentido de que resumen toda la información que tienen los participantes sobre el valor de las empresas cuyas acciones cotizan en esos mercados. Gilson y Kraakman defendieron su artículo original 20 años después y ahora han vuelto a la carga para defender su artículo de hace treinta años. Lo hacen con el siguiente argumento: hay que distinguir la bondad de una teoría de la utilización pública (por los reguladores y los legisladores) de la misma. Cuanto más atractiva sea la teoría (por simple y por su aparente capacidad explicativa), más riesgo hay de que se utilice para justificar cualquier política y, por tanto, que el fracaso de esas políticas se atribuya a lo erróneo de la teoría.
Como todas las buenas teorías, esta teoría es una tautología: si las cotizaciones reflejan toda la información pública disponible sobre una empresa, el precio resultante ha de ser necesariamente un “buen” precio. Lo novedoso de aquel primer artículo de Gilson y Kraakman era que se exponían muy certeramente los mecanismos a través de los cuales las informaciones de las que disponían los que participan en el mercado se incorporaban a los precios o cotizaciones y por qué dicha incorporación se producía con gran rapidez. Los participantes en el mercado tenían incentivos muy potentes para operar – comprar o vender – en el mercado en función de la información nueva obtenida y para hacerlo con la mayor rapidez posible. Naturalmente, si hay información relevante (es decir, que afecta a los rendimientos esperados de un activo y, por tanto, al valor de las acciones de una compañía) que no se publica o los mecanismos a través de los cuales esa información se incorpora a los precios no funcionan perfectamente, no hay ninguna garantía de que todos los precios de todas las acciones reflejen exactamente su valor. Poner de manifiesto estas imperfecciones ha sido objeto de numerosas investigaciones más o menos productivas.
La teoría de la eficiencia de los mercados de capitales ha recibido enormes críticas tras la crisis de 2007. Pero, en realidad, las críticas no hacen sino poner de manifiesto que no hay mercados perfectos y, por lo tanto, es una crítica errónea. Tampoco existen mercados perfectamente competitivos y no por eso los modelos que “suponen” que el mercado que se estudia es un mercado de competencia perfecta son inútiles. Son modelos. Cuando los juristas – especialmente – critican las doctrinas económicas incurren en ese error. Ningún economista defiende que los mercados reales funcionen como lo haría un mercado de competencia perfecta. Lo que hacen los economistas – y por eso son útiles los modelos – es describir cuáles son los incentivos y las posiciones de los sujetos que participan en un mercado y qué consecuencias cabe esperar de dichos incentivos. Los resultados varían pero, a falta de datos completos y exactos sobre el comportamiento de cada uno de los individuos y de los efectos que la interacción de dichos comportamientos tiene, esos modelos nos permiten saber mucho más acerca de los efectos que las reglas jurídicas y las instituciones pueden tener sobre el bienestar social. Y, desde luego, los mercados “saben” mucho más que los reguladores y los operadores individualmente considerados, de manera que es una mala idea tirar al niño cuando queremos desaguar la bañera. Un ejemplo: si se trata de determinar el valor de una empresa, por ejemplo, a efectos de establecer el “precio equitativo” que el que está obligado a formular una OPA tiene que ofrecer o a efectos de entregar su cuota de liquidación al socio que se separa o es excluido de una sociedad o a efectos de determinar el “valor razonable” de unas acciones en aplicación de una cláusula estatutaria que limita su transmisibilidad, no cabe duda de que el precio de cotización es un indicador mucho más valioso de dicho precio que el que pueda determinar un “experto” en finanzas utilizando los métodos de valoración al uso.
Los autores distinguen la eficiencia informativa de las cotizaciones y la eficiencia “fundamental”. La primera es la que hemos explicado: que nadie puede obtener beneficios extraordinarios comprando o vendiendo acciones porque las cotizaciones incorporan toda la información pública disponible. No cabe arbitraje. La segunda se refiere al valor que resulta de capitalizar los rendimientos esperados del activo, esto es, de las acciones. Los trabajos de Shiller demuestran que, a menudo, las cotizaciones no reflejan el valor fundamental de las acciones. Pero esto no es novedad. Es decir, no se puede criticar la doctrina de la eficiencia informativa de los mercados aduciendo que los precios del mercado no son eficientes fundamentalmente. Haría falta probar que se pueden obtener ganancias supracompetitivas comprando y vendiendo acciones sobre la base de información pública. De lo que se sigue, razonablemente, que cuanto más eficiente sea un mercado en términos informativos (cuanta más información sobre la compañía se incorpore a los precios de sus acciones) más se aproximará la cotización al valor fundamental (el que resulta de una capitalización precisa de los rendimientos esperados del activo) de las acciones.
La doctrina de la eficiencia informativa resiste bien su aplicación a la burbuja inmobiliaria. La existencia de una burbuja era una información pública. Todo el mundo sabía que había una burbuja. Lo que no sabían los que podrían haberse puesto cortos en los valores que se desplomarían si la burbuja estallaba es cuándo se produciría el estallido. Si se ponían “cortos” con demasiada antelación, el mercado podría estar alcista durante más tiempo del que podrían haber aguantado los que se hubieran puesto “cortos” y arruinarlos (como ocurrió con LTCM). De hecho, cuentan los autores que, cuando los inversores pudieron ponerse cortos frente a los valores que incorporaban los créditos hipotecarios de baja calidad comprando “protección” frente a la pérdida de valor de estos valores, lo hicieron y adelantaron el estallido de la burbuja en más de un año provocando, casi inmediatamente, una bajada en la cotización de aquellos valores, lo que resulta más llamativo por cuanto eran los valores emitidos a partir de 2005 los que incluían préstamos de peor calidad y con mayor riesgo de impago y todo ello en un entorno en el que los precios de las viviendas seguían subiendo y, por lo tanto, ocultaban la pérdida de valor – el mayor riesgo de impago – de los créditos hipotecarios correspondientes. Añádase la enorme demanda de valores con triple AAA, lo que requería emitir enormes cantidades de títulos de los que pudiera separarse una “rodaja” que mereciera tal calificación y se comprenderá que el mercado siguiera proporcionando ese tipo de títulos. Pero esta evolución demuestra que la eficiencia informativa de los mercados no lo hizo “tan mal” en la crisis. La explicación que dan los autores sobre por qué las cajas alemanas – Landesbanken – compraron los CDO es magnífica y, al respecto, no hubo un mercado secundario muy líquido ya que los que compraban los títulos lo hacían para tenerlos hasta su vencimiento y los adquirían en el mercado primario, esto es, directamente de los emisores, no de alguien que habiéndolo suscrito, lo vendiese en el mercado y, respecto de éstos, los inversores institucionales se fiaron de la reputación de los bancos de inversión que pusieron en circulación esos valores y en los modelos utilizados por éstos para calcular su riesgo).
La teoría de la eficiencia de los mercados de capitales ha recibido enormes críticas tras la crisis de 2007. Pero, en realidad, las críticas no hacen sino poner de manifiesto que no hay mercados perfectos y, por lo tanto, es una crítica errónea. Tampoco existen mercados perfectamente competitivos y no por eso los modelos que “suponen” que el mercado que se estudia es un mercado de competencia perfecta son inútiles. Son modelos. Cuando los juristas – especialmente – critican las doctrinas económicas incurren en ese error. Ningún economista defiende que los mercados reales funcionen como lo haría un mercado de competencia perfecta. Lo que hacen los economistas – y por eso son útiles los modelos – es describir cuáles son los incentivos y las posiciones de los sujetos que participan en un mercado y qué consecuencias cabe esperar de dichos incentivos. Los resultados varían pero, a falta de datos completos y exactos sobre el comportamiento de cada uno de los individuos y de los efectos que la interacción de dichos comportamientos tiene, esos modelos nos permiten saber mucho más acerca de los efectos que las reglas jurídicas y las instituciones pueden tener sobre el bienestar social. Y, desde luego, los mercados “saben” mucho más que los reguladores y los operadores individualmente considerados, de manera que es una mala idea tirar al niño cuando queremos desaguar la bañera. Un ejemplo: si se trata de determinar el valor de una empresa, por ejemplo, a efectos de establecer el “precio equitativo” que el que está obligado a formular una OPA tiene que ofrecer o a efectos de entregar su cuota de liquidación al socio que se separa o es excluido de una sociedad o a efectos de determinar el “valor razonable” de unas acciones en aplicación de una cláusula estatutaria que limita su transmisibilidad, no cabe duda de que el precio de cotización es un indicador mucho más valioso de dicho precio que el que pueda determinar un “experto” en finanzas utilizando los métodos de valoración al uso.
Los autores distinguen la eficiencia informativa de las cotizaciones y la eficiencia “fundamental”. La primera es la que hemos explicado: que nadie puede obtener beneficios extraordinarios comprando o vendiendo acciones porque las cotizaciones incorporan toda la información pública disponible. No cabe arbitraje. La segunda se refiere al valor que resulta de capitalizar los rendimientos esperados del activo, esto es, de las acciones. Los trabajos de Shiller demuestran que, a menudo, las cotizaciones no reflejan el valor fundamental de las acciones. Pero esto no es novedad. Es decir, no se puede criticar la doctrina de la eficiencia informativa de los mercados aduciendo que los precios del mercado no son eficientes fundamentalmente. Haría falta probar que se pueden obtener ganancias supracompetitivas comprando y vendiendo acciones sobre la base de información pública. De lo que se sigue, razonablemente, que cuanto más eficiente sea un mercado en términos informativos (cuanta más información sobre la compañía se incorpore a los precios de sus acciones) más se aproximará la cotización al valor fundamental (el que resulta de una capitalización precisa de los rendimientos esperados del activo) de las acciones.
La doctrina de la eficiencia informativa resiste bien su aplicación a la burbuja inmobiliaria. La existencia de una burbuja era una información pública. Todo el mundo sabía que había una burbuja. Lo que no sabían los que podrían haberse puesto cortos en los valores que se desplomarían si la burbuja estallaba es cuándo se produciría el estallido. Si se ponían “cortos” con demasiada antelación, el mercado podría estar alcista durante más tiempo del que podrían haber aguantado los que se hubieran puesto “cortos” y arruinarlos (como ocurrió con LTCM). De hecho, cuentan los autores que, cuando los inversores pudieron ponerse cortos frente a los valores que incorporaban los créditos hipotecarios de baja calidad comprando “protección” frente a la pérdida de valor de estos valores, lo hicieron y adelantaron el estallido de la burbuja en más de un año provocando, casi inmediatamente, una bajada en la cotización de aquellos valores, lo que resulta más llamativo por cuanto eran los valores emitidos a partir de 2005 los que incluían préstamos de peor calidad y con mayor riesgo de impago y todo ello en un entorno en el que los precios de las viviendas seguían subiendo y, por lo tanto, ocultaban la pérdida de valor – el mayor riesgo de impago – de los créditos hipotecarios correspondientes. Añádase la enorme demanda de valores con triple AAA, lo que requería emitir enormes cantidades de títulos de los que pudiera separarse una “rodaja” que mereciera tal calificación y se comprenderá que el mercado siguiera proporcionando ese tipo de títulos. Pero esta evolución demuestra que la eficiencia informativa de los mercados no lo hizo “tan mal” en la crisis. La explicación que dan los autores sobre por qué las cajas alemanas – Landesbanken – compraron los CDO es magnífica y, al respecto, no hubo un mercado secundario muy líquido ya que los que compraban los títulos lo hacían para tenerlos hasta su vencimiento y los adquirían en el mercado primario, esto es, directamente de los emisores, no de alguien que habiéndolo suscrito, lo vendiese en el mercado y, respecto de éstos, los inversores institucionales se fiaron de la reputación de los bancos de inversión que pusieron en circulación esos valores y en los modelos utilizados por éstos para calcular su riesgo).
Los autores concluyen que no necesitamos recurrir, en general, a las disonancias cognitivas o a otros errores de juicio o sesgos cognitivos de los participantes en el mercado para explicar el comportamiento de éste durante la crisis. Es suficiente con recurrir a la disponibilidad de información pública y a las “fricciones” que acompañan a los mercados competitivos. Si algo se ha aprendido de la crisis en relación con la eficiencia informativa de los mercados es, precisamente, cuán sensibles son éstos a cualquier fricción o limitación. Sobre esta base, los autores analizan cómo la utilización correcta de la doctrina de la eficiencia informativa de los mercados puede mejorar la calidad de la regulación. Por ejemplo, intensificando las obligaciones de transparencia o, más en detalle, obligando a negociar los títulos complejos en mercados de tipo bursátil y no por medio de negociaciones opacas y privadas
Gilson, Ronald J. and Kraakman, Reinier, Market Efficiency after the Financial Crisis: It's Still a Matter of Information Costs (February 11, 2014)