miércoles, 13 de abril de 2016

Tweet largo: la responsabilidad del PP en la repetición de las elecciones

Cuando me he enterado de que repetir las elecciones nos cuesta 192.000.000 euros, ha crecido mi indignación con respecto a Rajoy y al PP. Según su tesis, el responsable de que se repitan las elecciones son Sánchez y el PSOE por negarse a la gran coalición con el PP y seguir tonteando con Podemos para que le permita gobernar sobre la base del acuerdo con Ciudadanos.

Aceptémoslo. Sánchez es un irresponsable al que sólo hay que agradecerle que pusiera en marcha el reloj para la disolución del Parlamento. Con 90 diputados no se puede aspirar a dirigir ningún cambio, sobre todo, cuando el siguiente de los grupos con el que te quieres coaligar tiene 69 y quiere acabar con la soberanía del pueblo español. Por favor, dejen de repetir que el PSOE y Podemos se han podido poner de acuerdo en gobiernos autonómicos y locales: ¡no es lo mismo!

Pero Rajoy es el segundo responsable de que se repitan las elecciones y no ha hecho todo lo que estaba en su mano para evitarlas sin tener que dar el gobierno a una coalición de izquierdas separatistas. Para comprobarlo, basta recordar la estrategia de Sánchez: llega a un acuerdo de contenidos con Ciudadanos y se presenta ante Podemos con 130 diputados en lugar de 90. Confiando en que Podemos prefiere tener al PSOE en el Gobierno a que siga el PP, la presión sobre Podemos aumenta. Podemos se ha zafado de ella como ha podido – mal –. Las encuestas lo reflejan así.

¿No podría haber hecho lo mismo el PP? Si el PP quería presionar  a Sánchez – o al que le sustituya al frente del PSOE – para que permita un gobierno del PP, ¿no hubiera sido exigible al PP que llegara a un acuerdo con Ciudadanos y se presentara al PSOE con un programa apoyado por 163 diputados? ¿no habría sido mayor la presión sobre el PSOE para permitir ese gobierno que la que puede ejercer el PP pidiéndole que se sume a una gran coalición sin incluir necesariamente a Ciudadanos?

Aceptemos que, para poner en marcha esa estrategia, el PP tenía que esperar a que el PSOE se estrellara en su autoengaño respecto de la posibilidad de que Podemos aceptara gobernar con Ciudadanos y renunciara al referéndum regional y demás gaitas alocadas incluidas en su programa. Pero y ¿ahora? ¿Por qué el PP no negocia con Ciudadanos y Rajoy se presenta a la investidura con 163 votos? ¿Por qué no lo intenta? La presión sobre el PSOE sería enorme y Sánchez quedaría como el responsable de que se repitan las elecciones, sobre todo si el programa acordado por el PP con Ciudadanos se asemeja lo suficiente al firmado entre el PSOE y Ciudadanos. ¿Cómo justificaría Sánchez no abstenerse en ese caso? ¿Cómo justificaría que haya reprochado a Podemos su falta de cooperación cuando el PP le pida la misma cooperación que Sánchez pide a Podemos?

¿Simplemente diciendo que con el PP ni a ganar dinero? Sánchez no tiene ningún argumento moral para rechazar al PP. Lo de la política económica no se lo cree ni él. Si el gobierno de España en 2012 hubiera sido del PSOE, el PSOE habría hecho lo mismo que el PP, como se demostró en 2010 durante el último gobierno de Zapatero. Y en cuanto a la corrupción, el PSOE es un partido tan corrupto como el PP, aunque su corrupción sea distinta. El PSOE es responsable del mayor despilfarro de fondos públicos de la historia de España. El PSOE es responsable de que el atraso histórico de Andalucía no se haya corregido. El PSOE es responsable del disparate de insolidaridad y deslealtad en que se ha convertido el Estado autonómico. El PSOE es responsable de la pérdida de influencia exterior de España y de las regulaciones más intervencionistas e ineficientes de nuestro sistema económico. Y es responsable del déficit público desbocado. ¿Qué le va a reprochar al PP que no pueda el PP decir: ¡pues anda que tú! ¿Que sus dirigentes actuales no se han enriquecido en la política? ¡Claro! porque son nuevos. Pero los antiguos en CCAA y ayuntamientos son tan chorizos o poco chorizos como los del PP y solo los han sacado de los puestos orgánicos y políticos “con calzador” (Zarrías, por poner un solo ejemplo).

Rajoy es cada vez más el obstáculo a la formación de un gobierno. Si de verdad quiere formar un gobierno, tiene que acordar un programa con Ciudadanos y presentárselo al PSOE para que explique a los ciudadanos – el PSOE – que está en contra. Y debe decirle al PSOE que, o eso, o gran coalición. Es un second best. El first best es que ese gobierno lo dirigiera Soraya Sáenz de Santamaría y Rajoy se fuera a su casa antes de que acabe ocurriendo lo inevitable: que se demuestre, una vez más, que nadie puede estar durante 20 años al frente de un partido tan corrupto sin enterarse ni beneficiarse de nada.

La gran coalición no es ni siquiera el second best. El PSOE debe quedarse en la oposición. Es imprescindible para España que tengamos un partido de recambio si ocurre alguna catástrofe y el PP tuviera que dejar el gobierno. O sea, el PSOE está legitimado para no gobernar en gran coalición con el PP y es lo que más conviene a España.

Una vez se le escapó a Celia Villalobos, en su carácter de consorte, que las encuestas no valen nada hasta que falta poco para las elecciones. Nada desearía más que las encuestas que se realicen en las próximas semanas muestren una caída importante del PP y del PSOE. Quizá sólo entonces, la gente inteligente y decente que queda en ambos partidos se dé cuenta de que con líderes como los actuales, el PP y el PSOE están consiguiendo acabar con el bipartidismo a pesar de los tremendos errores que está cometiendo Podemos.

martes, 12 de abril de 2016

Tweet largo: por qué los españoles somos tan poco meritocráticos

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Fuente: Encuesta de valores BBVA

De la meritocracia me he ocupado en algunas otras entradas mías y de otros. EL PAIS ha publicado un resumen de un trabajo de unos investigadores españoles que relacionan la experiencia de estar parado y los sentimientos o preferencias meritocráticos. Cuando una persona ha sufrido la experiencia del paro se vuelve menos meritocrático en el reparto de las ganancias de la cooperación y tiende a repartir igualitariamente los beneficios de un juego cooperativo (la ganancia que resulta de las economías de escala o de producción conjunta que se obtienen cuando en lugar de trabajar por separado lo hacemos en equipo). Los niños que juegan con otros niños – o sea, los niños – reparten igualitariamente hasta que captan que hay unos que contribuyen más que otros al éxito del juego (o hasta que perciben que unos tienen más talento o son más generosos y nos gustaría volver a jugar con ellos en lugar de hacerlo con otros) y cuando captan que los individuos contribuyen en cantidad y calidad diferente a la ganancia común, reparten meritocráticamente: a cada uno en función de lo que haya aportado al bien común (aquí para niños asiáticos).

Pues bien, que los españoles seamos tan poco meritocráticos (aunque no en los deportes) en comparación con otras sociedades europeas puede estar relacionado con nuestra menor capacidad para cooperar.

¿Por qué somos menos cooperadores?


Unos dicen que es porque tenemos menos confianza “generalizada” en los demás. Yo creo que es porque somos más heterogéneos genéticamente que esas otras sociedades, aunque ambas cosas están, a su vez, relacionadas entre sí. Pero lo que importa ahora es explicar por qué cooperamos peor que otros grupos humanos porque es evidente que los grupos que funcionan meritocráticamente – el mercado es razonablemente meritocrático – son más ricos y disfrutan de mayor bienestar. Y la explicación puede encontrarse en cómo solucionamos los problemas de la cooperación. Cuando de cooperar se trata, el grupo ha de resolver dos problemas:

El primero es el de coordinar la conducta de los distintos miembros del grupo para realizar la actividad común asegurándose de que todos cumplirán con lo que les toca. Es el problema de seleccionar a los miembros del grupo y castigar a los gorrones. A veces, la mejor forma de hacerlo es, simplemente, expulsar del grupo al gorrón. A veces es necesario matar al gorrón aunque, en general, basta con un castigo menos brutal.

El segundo es el de repartir las ganancias de la cooperación entre los miembros del grupo. Y aquí es donde, creo, los españoles somos muy “malos” jugando juegos cooperativos.

Por un lado, por esa heterogeneidad a la que me refería antes. Que un primo tuyo se lleve más de lo que le toca te importa poco si compartes genes con él. No digamos un hermano o un hijo. Pero que un extraño se lleve más de lo que le toca – a costa de que tú te lleves menos – no es algo que se acepte alegremente. Cuanto menos relacionados genéticamente estemos con nuestros conciudadanos, más difícil nos resultará ser generosos en el reparto de la ganancia. Recuérdese que mientras el juego de cooperar es un juego de suma positiva, el juego de repartirse las ganancias de la cooperación entre los miembros del grupo es un juego suma cero: lo que se lleve uno, no se lo lleva otro.

Por otro lado y, quizá, más significativo, la estructura económica de España reduce las ganancias sociales de la utilización de criterios meritocráticos. España ha sido tradicionalmente un país de mucho paro y de mucho trabajo poco cualificado. Estas dos características reducen la capacidad de convicción del argumento meritocrático. Si hay mucho paro, encontrarse en paro o tener trabajo no se percibe como una situación de la que uno sea responsable. Es cuestión de suerte y de contactos. Y si es cuestión de suerte ¿por qué el que tiene trabajo ha de llevarse el producto de su trabajo y no repartirlo con el que no ha tenido tanta suerte si ambos pertenecemos al grupo? Es la mentalidad del grupo de cazadores-recolectores:
“Si hoy has cazado tú y yo no lo he hecho, el producto de tu esfuerzo, talento, habilidad y suerte ha de repartirse igualitariamente conmigo. Porque mañana puede ocurrir lo contrario y no hay pruebas de que el resultado – la pieza cazada – no sea producto de la suerte. Es más, en mi experiencia, es producto de la suerte porque cazar no es tan difícil o porque – dice la mujer – yo me he quedado en el campamento cuidando de los niños y recolectando frutos para que podamos comer si volvéis con las manos vacías”
En segundo lugar, si el trabajo cualificado no abunda (incluyamos la creación de una empresa que sea algo más que autoempleo), de nuevo, los sentimientos meritocráticos perderán fuerza. El esfuerzo y el talento no se ven recompensados mas que para los que tienen suerte, que son unos pocos de entre los que tienen talento y se esfuerzan. La mayoría no encuentra mas que un trabajo que requiere escasa cualificación. De nuevo, la mayoría desarrollará sentimientos antimeritocráticos en el reparto de la ganancia de la cooperación y exigirán que los que se han esforzado, tienen talento y han tenido suerte de encontrar puestos cualificados y bien pagados repartan lo conseguido con su esfuerzo, talento y suerte con los demás. Distinguir entre los “demás” y repartir sólo con los que han tenido mala suerte a pesar de su esfuerzo y talento es demasiado pedir.

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Mario Conde, Rajoy y los santos inocentes

La condena de Mario Conde por el caso Banesto fue una bendición para la democracia española. Por primera vez, se condenaba a prisión a un financiero que había robado largo y tendido a la empresa que gestionaba con grave perjuicio para los contribuyentes que tuvieron que rescatar el banco. Pero a Mario Conde lo condenaron “sólo” por estafa y apropiación indebida en las llamadas operaciones de las cementeras de Banesto (cobró comisiones por la venta de empresas del grupo Banesto). El fiscal no logró probar que había robado mucho más y no fue condenado por las operaciones Isolux, Carburos Metálicos, Promociones Hoteleras y Artificios Contables (v., ABC 28 de diciembre de 2003). El caso de Mario Conde demostró que en España no había (total) impunidad. El carácter de “outsider” del sistema político de Conde permitió su condena, como la de Gil – tras su muerte – y la de todos los de Marbella.

La segunda revolución es la de meter en la cárcel a los miembros del establishment político. Ya hay varios políticos centrales del PP en la cárcel y – muchos menos de los que debieran – del PSOE especialmente de Andalucía y, de aquí a 2025, seguirán cayendo condenas a políticos cada vez más próximos a los que han dirigido la política española en los últimos 30 años.

Rajoy se ha quedado sin argumentos. La detención de Mario Conde por intentar traer de vuelta el dinero robado a Banesto y que dijo que no tenía, prueba que Rajoy tiene que marcharse. La lista de políticos – ¡174! – que han sido imputados y luego absueltos no nos dice nada de la honradez de la clase política.

El problema del sistema judicial es que salvo que el delito sea violento, son más los absueltos o nunca investigados indebidamente que los condenados debidamente.

A Mario Conde le pillaron por un “detallito”, no por todos los delitos que cometió. Gracias a la dureza de nuestro Código Penal, lo condenaron a 20 años de cárcel y eso porque en el Supremo duplicaron la pena. A Hormaechea lo condenaron por prevaricación a pesar de que era vox populi en Santander que cobraba comisiones por cada obra que se realizaba allí (fuera verdad o no que lo hacía y a falta de prueba sobre tales cobros). Y así, sucesivamente. Y luego, todos insolventes y todos los delitos prescritos. ¡Menos mal que nos queda el blanqueo que es un delito cuya persecución puede prolongarse mucho en el tiempo!

Rajoy, tu lista de “justos” no vale nada. Saca la lista de sinvergüenzas a los que ni siquiera se ha investigado y que la tienes, igual que tienes la lista de los 174 justos. Basta con que se la pidas a tu tesorero. Susana Díaz debería sacar la lista de todos los de su partido que se han enriquecido con los ERE y los cursos de formación. Artur Mas debería sacar la lista de todos los de Convergencia que han saqueado las arcas públicas catalanas. El PSOE de Galicia debería expulsar a su secretario general y no readmitirlo hasta que viniera con una lista y con las pruebas. Por no hablar de Valencia.

lunes, 11 de abril de 2016

¿Por qué tenemos tipos de interés negativos?

De Macroeconomía, no conozco ni el vocabulario (de Microeconomía sé un poco). Pero para entender lo que pasa, hay que intentarlo, así que resumo a continuación una interesante entrada del profesor Manuel J. Hidalgo, de la Universidad Pablo de Olavide de Sevilla sobre los efectos de la política monetaria. En una frase: ¿es la fijación de los tipos de interés a corto plazo por parte del banco central la causa o el efecto de las condiciones económicas? El profesor Hidalgo ha tenido una animada discusión en twitter con Daniel Lacalle a partir de la columna de éste en El Español.

Aquí va mi resumen de la entrada del profesor Hidalgo

1. La  fijación de tipos de interés negativos por parte de los bancos centrales es el efecto, no la causa. La causa viene dada por las condiciones económicas, en concreto, la ausencia de “activos seguros” (el profesor Hidalgo remite a este post que lo explica con una claridad meridiana) que den una rentabilidad positiva en los que invertir los ahorros, sean líquidos y estables en su valor.

2. “Un aumento de los tipos provoca un deseo de trasladar consumo a períodos posteriores, reduciendo el consumo presente”. Para que lo entendamos los juristas: si por mis ahorros me ofrecen un tipo de interés más alto, tendré incentivos para no consumirlos hoy. Si me ofrecen tipos próximos a cero – y mucho más si son negativos – tendré incentivos para gastar los ahorros y no para prestarlos a nadie.

3. Los bancos centrales “ajustan su tipo de intervención elevándolo en el caso en el que la inflación sea más elevada de lo esperado o el gap sea excepcionalmente alto y positivo, o reduciéndolo en el caso contrario”. O sea, si los bancos centrales creen que habrá inflación, suben los tipos de interés para reducir los incentivos de la gente a gastar. Si la Economía está produciendo por encima de su capacidad, lo propio.

4. Las dos ideas anteriores conducen a que la fijación de los tipos de interés por parte de los bancos centrales sea, en general, un efecto de las condiciones económicas y no causa de las mismas. Lo que varía es la intensidad con la que el Banco Central reacciona frente a las condiciones económicas. Por ejemplo, parece que la FED reacciona menos vigorosamente a un repunte de la inflación que el BCE porque la primera está dispuesta a aceptar algo más de inflación a cambio de no aumentar el desempleo.

5. Así las cosas, los bancos centrales pueden dar “sorpresas” a los mercados si reaccionan con más intensidad de la esperada ante un cambio en las condiciones económicas, esto es, suben o bajan los tipos de interés en mayor medida de lo que cabría esperar. En esa situación, sus decisiones (la política monetaria) influye sobre las condiciones económicas y “parece” que es la política monetaria la causa de éstas. Pero los bancos centrales no son magos y quieren ser predecibles, de manera que, en general, se limitan a “ajustar sus tipos a las condiciones económicas” y no a “provocar cambios en las mismas mediante políticas monetarias no esperadas”.

6. Los estudios empíricos indican que, por ejemplo, la confianza empresarial (las perspectivas de los empresarios respecto de sus futuras ventas) provoca “un impulso importante sobre los tipos a corto plazo” (explica la variación en más de un 50 %) y que no lo hace el tipo fijado por el banco central a corto plazo. De modo que las decisiones del banco central “pueden explicarse como una reacción a los cambios en la actividad (mediante el efecto que sobre esta ejerce la mejora de las expectativas)” Y más concretamente, “los tipos del mercado explican las variaciones a muy corto plazo, 0-4 meses, las expectativas toman el testigo para los meses siguientes”

7. Y acaba Hidalgo preguntándose si los bancos centrales no querrían hacer algo más que reaccionar a las condiciones económicas. Por qué no querrían influir sobre esas condiciones. Y contesta que los bancos centrales han aprendido la lección histórica sobre lo que pueden conseguir y lo que no pueden conseguir. Y parece que lo que pueden conseguir es suavizar los ciclos económicos: hacer que las recesiones sean menos profundas y las burbujas menos voluminosas utilizando el objetivo de inflación como ancla: “La experiencia histórica parece demostrar que esta filosofía ha sido exitosa”.

O sea que la pregunta que da título a esta entrada se responde diciendo que son las condiciones económicas y no los bancos centrales los que provocan que los tipos de interés sean negativos. De manera que es un error afirmar que los bancos centrales están “forzando” a los bancos privados a dar crédito en cantidades mayores que los que las condiciones económicas demandan.

El problema que causa los tipos de interés negativos es la escasez de activos seguros (“cosas” que pueda la gente comprar con sus ahorros para mantener el valor de éstos y obtener alguna rentabilidad con seguridad de que podrán “venderlas” a un precio no inferior al que pagaron por ellas). Como la deuda pública sigue siendo el único activo seguro en las expectativas de la gente, los Estados pueden financiarse a tipos de interés negativos a pesar del aumento de la deuda pública emitida. Los value investors creen que esta situación no puede mantenerse durante mucho tiempo y que, al final, toda esa deuda pública se pagará con dinero de papel lo que provocará inflación y, en consecuencia, subida de los tipos de interés que volverán así a ser positivos. Tal cosa sería una bendición para los deudores – y para los países endeudados – y para los que hayan invertido en activos distintos de la deuda pública (oro, materias primas, tierras…) que aumentarán de valor en términos de dinero. Si eso ocurre, si se convierte en dinero una parte significativa de la deuda pública de los países del euro, España habría tenido un “jubileo” cortesía de los alemanes. Para las opciones de los bancos centrales y de los que diseñan la política económica, v., el post de David Beckworth al que remite el profesor Hidalgo.

domingo, 10 de abril de 2016

Instrucciones de los socios a los administradores sobre el nivel de implicación política de la compañía

En esta entrada sobre los deberes de los administradores y las actividades de lobby hacíamos referencia a la sentencia Citizens United del Tribunal Supremo norteamericano que había considerado protegido por la libertad de expresión el gasto de las empresas en tales actividades. Se recordará, el Tribunal Supremo consideraba que, en realidad, son los accionistas de tales compañías los que ejercen, a través de la corporación, su propia libertad de expresión.

En el asunto Friedrich vs. California Teachers Association, un grupo de catedráticos de Derecho de Sociedades ha presentado un escrito ante el tribunal como Amici Curiae en defensa de los demandados. El núcleo del argumento de los profesores es que, en contra de la doctrina sentada en Citizens United, los accionistas no están en condiciones ni tienen los incentivos para controlar el gasto que realizan los que controlan la compañía en actividades políticas. Ni la posibilidad de vender las acciones ni la de sustituir a los administradores son eficaces a tal efecto. Y es que el Derecho norteamericano prohíbe a los accionistas inmiscuirse en la gestión de la compañía: “un objetivo central del Derecho de Sociedades es dar a los administradores y directivos capacidad jurídica para actuar en sentidos claramente contradictorios con los deseos de los accionistas… los administradores, los directivos, los empleados y demás agentes de la compañía no son agentes de los accionistas y no tienen por qué obedecer a los accionistas”. Los gastos de la empresa en actividades políticas están sometidos a la business judgment rule (art. 227 LSC) de manera que los administradores no incurren en responsabilidad frente a la sociedad por destinar parte de los recursos societarios en tales actividades.

Lo interesante, a este lado del Atlántico, es que los accionistas de una sociedad cotizada española sí que pueden intentar convencer a sus consocios que la actividad de lobby o de captura de rentas o de capitalismo clientelar que están poniendo en práctica los administradores no les parece bien e instruirlos para que la abandonen o la modifiquen. En Europa, tenemos “strong owners” que pueden dar instrucciones desde la junta de accionistas al consejo de administración (art. 161 LSC), pueden incluir propuestas de acuerdos y pueden pedir información a los administradores sobre cualquier asunto “pertinente” y lo son todos los que quedan reflejados en las cuentas anuales cuando se trata de aprobarlas.

Aunque los asuntos de “gestión” están mejor asignados a los administradores que a los socios-propietarios en una organización que separa la propiedad del control, es probable que las actividades de lobby sean un caso en el que la eficiencia de un precepto como el art. 161 LSC se pone de manifiesto. Porque, obviamente, el art. 161 LSC es una norma dispositiva: los administradores han de actuar de acuerdo con su leal saber y entender en interés de la sociedad (art. 228 LSC) en tanto no reciban instrucciones expresas por parte de los accionistas, instrucciones que han de ser seguidas por los administradores salvo que, como cualquier otro acuerdo de la junta, sean contrarias a la ley, a los estatutos o al interés social, en cuyo caso, los administradores pueden estar obligados a no seguirlas o a impugnar judicialmente el acuerdo correspondiente. Pero en el caso de las actividades de lobby no es probable que la instrucción de la Junta a los administradores de dejar de gastar dinero en presionar o influir en los políticos sea ilegal, antiestatutaria o contraria al interés social. Al mismo tiempo, los administradores deben disponer de libertad para decidir cuándo y cuánto gastar en tales actividades, de manera que la regla española, considerando legítima tal actividad pero permitiendo a los accionistas dictar instrucciones al respecto, es eficiente.

Por un lado, estas actividades generan riesgo (“político”) porque aumentan las posibilidades de que la compañía cometa delitos de corrupción o se vea envuelta en hechos que reduzcan la reputación de la empresa y puede generar una cultura en la empresa en la que el cumplimiento de las normas sea una cuestión secundaria. Todo lo cual, como hemos explicado en otras entradas, reduce el valor de las empresas.

Por otro, los accionistas pueden tener preferencias “fuertes” y bien informadas respecto del nivel de riesgo jurídico y político que quieren asumir. De manera que instrucciones de este tipo por parte de los accionistas mandan una clara señal al Consejo de Administración respecto de la selección de los ejecutivos y directivos de la compañía que los accionistas prefieren (más aversos al riesgo) y concretan lo que los accionistas entienden por “interés social”, en la medida en que señalan qué vías pueden utilizar legítimamente los administradores para aumentar los beneficios y cuáles les están vedadas.

El argumento de los profesores es más “potente” en relación con sociedades no cotizadas que tienen accionistas minoritarios o dispersos. Aunque, intuitivamente, los accionistas de una sociedad cerrada no tienen posibilidades de “salida” si son minoritarios porque no hay un mercado para participaciones minoritarias, suelen tener más “voz” y posibilidad de influir en las decisiones societarias. Sin embargo, aducen ejemplos y estudios que mostraron que el valor de las acciones de compañías comparables aumentaba en un 25 % cuando empezaban a cotizar. Dado que el precio de cotización refleja el valor que tienen las acciones en manos de accionistas minoritarios o dispersos, se deduce que el “descuento por falta de liquidez” que sufre un accionista minoritario de una sociedad cerrada es muy elevado.

Pero incluso en las sociedades cotizadas, la información que facilita la contabilidad sobre las actividades de lobby es escasa y a posteriori, sobre todo cuando esos gastos adoptan la forma de pagos a grupos de presión (asociaciones o corporaciones que defienden intereses sectoriales) o a empresas que prestan servicios relacionados con la gestión de las relaciones públicas o la influencia política en general (incluyendo los despachos de abogados). Los autores añaden que los ciudadanos individualmente ya no poseen directamente acciones en las sociedades cotizadas, sino que lo hacen a través de inversores institucionales (fondos de inversión, aseguradoras, fondos de pensiones) de manera que las posibilidades de influir sobre las actividades políticas de la compañía mediante el ejercicio del voto son todavía menores. El inversor institucional, como agente de los inversores individuales, preferirá centrar su capacidad de influencia sobre los administradores en otras materias en las que pueda estar seguro que todos sus “principales” están de acuerdo y, en cuestiones políticas, lo razonable es suponer que habrá un importante desacuerdo entre dichos inversores individuales, de manera que los administradores se ven libres de cualquier presión y pueden hacer lo que mejor les parezca. Más aún cuando esos inversores institucionales son los titulares de las acciones (no meros depositarios por cuenta de inversores individuales).

El lado oscuro de estar demasiado incentivado

Es difícil hacer lo que debes cuando se te rifan y te pagan un salario variable según resultados

La competencia por los trabajadores más productivos puede interactuar con la estructura de incentivos en el interior de las empresas y minar los comportamientos éticos en el trabajo

La razón se encuentra en que tampoco hay comidas gratis cuando se trata de establecer el sistema de remuneración de los trabajadores. Por ejemplo, un bonus enorme y ligado al resultado de las operaciones realizadas por el trabajador en plazos cortos de tiempo puede inducir a conductas arriesgadas y deshonestas por parte de ese trabajador que no tiene en cuenta las pérdidas a largo plazo (I’ll be gone you, You’ll be gone); puede tener incentivos enormes para jugar juegos de suma cero, esto es, realizar operaciones o intercambios que no aumentan la riqueza de la Sociedad sino en los que las ganancias de uno son pérdidas de otro porque lo que determina el salario es la generación de ingresos en el corto plazo y no la satisfacción de los intereses de los clientes. 

Esto es posible porque hay una parte de la actividad del empleado que es medible (volumen de ventas, facturación, operaciones médicas realizadas…) y otras que no lo son (riesgos asumidos, reglas infringidas, respeto por el trabajo de los demás…) y no lo son porque no se puede observar si el trabajador cumple o incumple, de manera que “esas tareas se realizan por el trabajador, simplemente, porque está internamente motivado a hacerlas”. Si el trabajador es remunerado de acuerdo con lo que se puede medir y si esa remuneración – variable – es grande en términos absolutos o relativos, el trabajador tendrá incentivos para desatender las reglas si cumplirlas reduce su expectativa de remuneración variable.

Si hay competencia en el mercado por los trabajadores más productivos, la parte del salario que es variable según los resultados tiende a aumentar en todos los mercados y se observará un nivel de remuneración variable – de bonus – excesivo respecto del óptimo desde el punto de vista del bienestar social porque se reducirá el cumplimiento de las reglas éticas. Por lo que tendría sentido poner un límite a la remuneración variable “siempre y cuando no induzca a los empleadores a sustituir el bonus por otro tipo de pagos para separar a los trabajadores más productivos”

La competencia intensa por los trabajadores más productivos impide a las empresas utilizar incentivos a largo plazo tales como alargar el plazo para cobrar el bonus o entregar las acciones de la compañía o imponer la obligación de devolver el bonus cuando se revelan pérdidas tiempo después de haberlo cobrado (clawback provisions). “Todas las empresas querrían utilizar estos instrumentos en mayor medida, pero, en equilibrio, no pueden permitírselo… en mercados laborales relativamente competitivos… una empresa que eleva la parte variable de sus salarios impone una externalidad negativa sobre las demás porque no internaliza el hecho de que las empresas competidoras, para retener a sus trabajadores con talento, tendrán que hacer lo mismo y distorsionar su estructura de incentivos de asignación de esfuerzo reduciendo así el excedente total generado por su fuerza de trabajo”.

La tesis del paper está basada en que “la intensificación de la competencia por los trabajadores más productivos no está solo aumentando la retribución en los niveles más altos del escalafón, sino también alterando la estructura del salario en dirección a incentivos cada vez más potentes, lo que ha resultado en un cambio en la mezcla de tareas realizadas, mezcla en la que aumentan las que pueden cuantificarse en sus resultados y las de plazo más corto”. Se explicaría así que los bancos de inversión – ante la competencia que representaban por los jóvenes de más talento los fondos de inversión – se lanzaran a realizar operaciones por cuenta propia cuyos beneficios podían entregar a estos jóvenes en forma de bonus.

Si es así, tal vez habría que pensarse si tiene sentido imponerlas obligatoriamente – como se ha hecho en Europa en relación con los ejecutivos bancarios – y si no sería preferible imponerlas como formas de sanciones administrativas que recayesen sobre los directivos personalmente en caso de infracciones normativas cometidas por la empresa. El importe de la sanción al directivo o consejero se calcularía, así, en función del salario – fijo y variable – devengado en los años en los que se cometieron las infracciones.

El valor del paper se encuentra en que, aunque los autores aceptan que los salarios estratosféricos de gestores y ejecutivos de las grandes empresas es la respuesta del mercado al talento y a los resultados que esas personas generan para sus empresas (reforzado por los cambios tecnológicos y la mayor movilidad laboral), “esta escalada de retribuciones basadas en los resultados puede ser la fuente de distorsiones severas y de pérdidas de riqueza en el largo plazo en los sectores en los que se practica e incluso aunque no se tengan en cuenta las externalidades que, sobre el resto de la Sociedad, imponen en algunos de dichos sectores, singularmente, en el sector financiero.

Roland Bénabou  and Jean Tirole,

Bonus Culture: Competitive Pay, Screening, and Multitasking

viernes, 8 de abril de 2016

Cumplimiento normativo y control de la empresa

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En el trabajo que resumimos y comentamos a continuación, los autores nos narran el caso Volkswagen. Como es sabido, se trata de una sociedad cotizada controlada por las familias Piëch y Porsche junto con el Estado federado alemán de Niedersachsen y la familia real de Qatar (las dos familias controlan la mayoría de los derechos de voto). Parecería, a primera vista, que un escándalo semejante de infracción de normas centrales en la conducta de una compañía de automóviles debería surgir, con mayor probabilidad en una compañía de capital disperso que en una compañía con unos pocos accionistas. En efecto, es un lugar común en la literatura sobre gobierno corporativo afirmar que el control sobre los administradores ejecutivos es mucho más intenso en las segundas porque los accionistas tienen mucho que perder y, en consecuencia, tienen intensos incentivos para vigilar estrechamente lo que hacen los ejecutivos. Pero, como veremos, y como hemos explicado en otras entradas, es más probable que la cultura corporativa de cumplimiento de las reglas esté más desarrollada en sociedades de capital disperso que en sociedades de capital concentrado. Estas segundas tienden a desarrollar la cultura de la “familia” y, ya se sabe, en las familias, lo primero es la familia, hay nepotismo, relaciones estrechas y, por tanto, “peligrosas” con los reguladores y los políticos y el cumplimiento de las reglas morales y jurídicas es, por decirlo suavemente, más flexible. Aunque el lema de los accionistas de control de Volkswagen era hacer de ésta la mejor y más grande compañía de automóviles del mundo, ese entusiasmo por los objetivos, compartido sin duda por todos los directivos de la compañía, puede lograrse recta via, o cogiendo atajos. No cabe duda de que, en el caso de Volkswagen, algunos de sus directivos encontraron un atajo. Y tampoco cabe duda de que supieron adaptarse “perfectamente” a las desastrosas políticas de la Unión Europea en relación con la reducción de las emisiones de CO2.

Los autores explican el sistema de gobierno corporativo de las grandes empresas vigente en Alemania. Como es también sabido, los trabajadores, en empresas grandes, eligen representantes que forman parte del “Consejo de Vigilancia”, esto es, el órgano de supervisión de los administradores ejecutivos (“Vorstand” o Consejo de Administración propiamente dicho). En la mayoría de los países, el órgano de administración es unitario, el Consejo es el órgano de supervisión de los administradores ejecutivos pero éstos forman parte del propio Consejo de Administración (arts. 529 bis y siguientes LSC). El Consejo de Vigilancia de Volkswagen tiene 20 miembros, 10 de los cuales han sido designados por los trabajadores.

Los autores sostienen que la participación de los trabajadores en el órgano de supervisión de los ejecutivos puede ser contraproducente a efectos del control de los administradores ejecutivos y de los directivos. Su intuición es plausible: al fin y al cabo, los directivos e ingenieros de Volkswagen que pusieron en marcha el sistema informático para “engañar” a las máquinas que ejecutaban el control de emisiones de los motores diesel son “colegas” de los representantes de los trabajadores que se sientan en el Consejo de Vigilancia y, ya se sabe, cuando se trata de disculpar los errores de un colega – como cuando se trata de los errores de un miembro de nuestra familia – tendemos a ser indulgentes.

Si me das lo mío…

Esta indulgencia es letal cuando se trata del cumplimiento normativo porque, normalmente, son los empleados de cierto nivel los que realizan las conductas reprochables jurídica o moralmente. A diferencia de lo que sucede con los cárteles, donde la participación directa de los administradores es casi siempre la regla, las infracciones normativas tales como casos de corrupción de funcionarios, blanqueo, infracción de derechos de terceros (patentes, actos de competencia desleal) suelen cometerse en los niveles segundo o tercero de la organización. Es decir, los cometen los “colegas” de los que, teóricamente, deben supervisarlos si los trabajadores participan en el Consejo de Vigilancia.

Y, lo que es peor, si los supervisados lo saben, se genera un círculo vicioso en el que los supervisados proporcionan menos información de la que debieran a los supervisores que “aceptan” relajar el nivel de supervisión y control. Un equilibrio de baja calidad. No es raro – nos dicen los autores – que el Consejo de Vigilancia tenga 20 miembros. No era raro que las Cajas de Ahorro tuvieran enormes consejos de administración (y que los representantes de los trabajadores en los consejos de las cajas se unieran a la fiesta de gestión disparatada y pillaje que las llevaron a la ruina) a pesar de que todos los Códigos de Buen Gobierno (Principio 10) aconsejan que el número de consejeros sea reducido y que no supere los 15 miembros. Un consejo multitudinario no es operativo y no producirá, normalmente, una supervisión intensa sobre la gestión de la compañía: “sin un consejo de vigilancia fuerte, nadie estaba vigilando lo que ocurría en la empresa”.

Los autores nos indican también que las familias Porsche y Piëch utilizan pirámides y emisión de acciones sin voto para consolidar su control sobre Volkswagen, pero no creemos que esto sea relevante. Aún sin esos mecanismos de refuerzo del control, el interés económico de las familias respecto de la empresa es muy relevante (31,5 %).

Los costes de agencia en las sociedades de capital concentrado son bien conocidos y han sido explicados a menudo, entre nosotros, en particular por María Gutiérrez y Maribel Sáez. Lo que los autores nos explican es que quizá, el causante del escándalo o, mejor, lo que provocó que el gobierno corporativo de Volkswagen no fuera capaz de detectar e impedir la manipulación de los motores diesel fueron los “beneficios particulares del control” del Sr. Piëch, pero no beneficios económicos, sino del tipo que se conocen en la literatura como “amenidades del control”. En otra entrada hemos puesto el ejemplo de la familia que es dueña de un periódico de provincias y para la que es, casi tan importante como ganar dinero, la consideración social que reciben en su ciudad natal. Recuérdese que Adam Smith sostenía que todo lo que hacemos lo hacemos para ganar el respeto de nuestros semejantes. Y Piëch – nos dicen los autores – es un tipo muy ambicioso, como se demostró en la tremenda batalla por el control de la empresa que se saldó finalmente con su derrota a manos de Winterkorn, el presidente del Consejo de Vigilancia que ha dimitido como consecuencia del escándalo. Winterkorn obtuvo el apoyo del gobierno de Baja Sajonia y de algunos miembros de la familia Porsche, suficientes para derrotar a Piëch.

Las “amenidades del control”

se controlan – valga la redundancia – ferreamente en las sociedades de capital disperso a través del llamado mercado de control societario. Si la política empresarial no maximiza los beneficios, vendrá un raider que estará dispuesto a pagar más por la compañía que el valor de su cotización en bolsa porque supone que, echando a los actuales administradores y abandonando las políticas ineficientes (por ejemplo, la <<construcción de imperios>> que es una tentación muy frecuente entre estos “capitanes de empresa” como Piëch). Del mismo modo, en sociedades de capital concentrado en las que haya media docena de accionistas significativos, éstos no permitirán al “capitán” que les embarque, por ejemplo, en una expansión a base de compras o de extensión geográfica de la actividad de la empresa si tal expansión se hace a costa de la rentabilidad de su inversión. Parece que Piëch no tenía quien le vigilara ni, por supuesto, tenía temor alguno a que una OPA hostil pudiera privarle del control. Sin embargo, y como hemos visto, la coalición entre los trabajadores, el Estado de Baja Sajonia y algunos miembros de la familia Porsche consiguió lo que el mercado de control societario no podía: echar a Piëch. Como veremos, nos dicen los autores, estos dos mecanismos de control de los administradores inducen a éstos a comportarse de forma muy diferente. Las OPAs hostiles inducen a los administradores a maximizar la cotización. El control por los trabajadores y el Estado inducen a los administradores a maximizar el tamaño y el empleo.

Según los autores, pues, la obsesión de Piëch por el poder y el tamaño, en un entorno de gobierno corporativo en que nadie osaba discutir sus decisiones, generó el caldo de cultivo para el incumplimiento normativo. Recuérdese que la manipulación de los motores permitió a Volkswagen convertirse en el primer vendedor de coches diesel en los Estados Unidos. Ese crecimiento no hubiera sido posible sin infringir descaradamente las estrictas normas sobre emisiones de NO2 establecidas por las autoridades norteamericanas.

Añaden que tampoco el Estado de Niedersachsen estaba en buena posición, como accionista, para vigilar adecuadamente lo que hacía el “hombre fuerte” de la compañía. A los políticos de la baja Sajonia les preocupa que se mantenga el empleo y la sede de la compañía en su territorio. Los beneficios son secundarios. La Ley Volkswagen reforzaba estos intereses en la gestión de la compañía porque daba al Estado un derecho de veto, una suerte de “golden share” en opinión de las autoridades europeas de competencia. La razón se encuentra en que, mientras la empresa mantenga el empleo, los ejecutivos pueden contar con que el Estado será un accionista “amable” que no pondrá demasiadas objeciones ni hará demasiadas preguntas a los ejecutivos. Exactamente los mismos incentivos que los representantes de los trabajadores.

“Esta mezcla extraordinaria de incentivos parece suficiente para provocar y reforzar una cultura de tolerancia frente a las conductas irregulares y a la falsificación de los volúmenes de emisiones para satisfacer así, las expectativas del Estado de creación de empleo y el objetivo de Piëch de convertir a Volkswagen en una empresa dominante en el mercado”.

Dicen los autores que las autoridades alemanas han protegido a la empresa frente a otros países europeos y la Comisión Europea en relación con la reducción de emisiones. Si el empleo peligra porque se obliga a los fabricantes a reducir las emisiones, los políticos se pondrán del lado de los fabricantes y si no tienen poder para hacerlo directamente es probable que hagan la vista gorda cuando el fabricante hace trampas para conseguir los objetivos correspondientes. Winterkorn, que dependía del apoyo de los trabajadores y del gobierno regional, – nos dicen los autores – no podía poner fin a esas prácticas irregulares sin poner en peligro su propio puesto, prácticas irregulares que habían comenzado bajo el mandato de Piëch, que Winterkorn tenía que conocer pero que Winterkorn no podía terminar sin un enorme riesgo reputacional.

De manera que, concluyen los autores, el gobierno corporativo es también una variable que explica el comportamiento de las empresas. Si las empresas de capital disperso sufren del riesgo de cortoplacismo dada la ligazón entre los salarios de los ejecutivos y la cotización bursátil, las empresas gobernadas por coaliciones formadas por el sector público y los trabajadores sufren el riesgo de prácticas incorrectas.

 

La conclusión

de los autores resulta plausible. Hay dos tipos de datos que apuntan en esa dirección. Por un lado, lo que hemos dicho más arriba acerca de la mayor propensión de las empresas familiares y las controladas por uno o unos pocos accionistas para incurrir en incumplimientos normativos y prácticas corruptas. Por otro, el hecho de que muchas de las grandes empresas alemanas se hayan visto inmersas en escándalos semejantes al de Volkswagen. Baste recordar el caso Siemens o el caso Daimler-Benz o el hecho de que eran las principales encausadas en los cárteles internacionales. Es probable que las cosas hayan mejorado mucho en los últimos años. Alemania está cumpliendo con la Convención de la OCDE sobre corrupción internacional y en el ámbito de los cárteles, las empresas alemanas han sido sustituidas como “sospechosas habituales” por empresas japonesas y coreanas, que comparten modelo de gobierno corporativo con Alemania.

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Elson, Charles M. and Ferrere, Craig K. and Goossen, Nicholas J., The Bug at Volkswagen: Lessons in Co-Determination, Ownership, and Board Structure (November 25, 2015). Journal of Applied Corporate Finance, Vol. 27, No. 4, 2015

El pago de la cuota de liquidación del socio

Por Mercedes Agreda

Se trata de la RDGRN de 29 de febrero de 2016

En el marco del enfrentamiento entre los dos socios de una sociedad en liquidación y ante la imposibilidad de enajenar los bienes (bloqueo), el liquidador otorga una escritura por la que se adjudica a uno de ellos un conjunto de bienes (entre los que se incluye una finca) en pago de la cuota de liquidación.

El balance de liquidación – formulado por el liquidador - no había sido aprobación por la junta. Se pacta que la transmisión es definitiva, pero que si no llega a aprobarse el balance final de liquidación en un determinado plazo se modificará el título de atribución y se convertirá en compraventa.

El registrador de la propiedad rechaza la inscripción de la transmisión de la finca por entender que se está llevando a cabo una liquidación de la sociedad sin que conste el consentimiento del otro socio ni la aprobación del balance final y sin que la escritura de liquidación haya sido previamente inscrita en el Registro Mercantil. El liquidador y el socio recurren y alegan que el negocio jurídico constituye una enajenación de los bienes sociales por parte del liquidador al amparo del art. 387 LSC.

Tras analizar el contenido del documento, la DGRN concluye que el negocio jurídico llevado a cabo es una atribución patrimonial en pago de la cuota de liquidación de acuerdo a un balance final formulado pero no aprobado. Por tanto, constituye un pago anticipado de cuota de liquidación prohibido por el ordenamiento jurídico.

Admite que las partes podrían haber llevado a cabo una compraventa (no se impide la enajenación de activos a favor de los socios en el marco de las operaciones de liquidación –sin perjuicio de la posible responsabilidad si con ello están llevando a cabo una liquidación anticipada y encubierta en perjuicio de los demás socios-), pero no fue el caso.

El art. 390 LSC obliga a los liquidadores a someter a la aprobación de la junta general el balance final de liquidación, así como el informe sobre la operaciones de liquidación y la propuesta de reparto del haber social. Además, el art. 391 LSC establece que la división del patrimonio resultante de la liquidación se practicará con arreglo a las normas establecidas en los Estatutos o, en su defecto, fijadas por la junta general. Hasta ese momento, no se puede llevar a cabo el pago de la cuota de liquidación. Tampoco es posible sujetar la transmisión propuesta a la condición de que el balance final sea aprobado por la junta “porque implica poner en condición lo que es un requisito legal”. Por tanto, la DGRN desestima el recurso y confirma la calificación del registrador.

En el mismo sentido, en relación con otra de las fincas transmitidas, véase la resolución de la DGRN de 3 de marzo de 2016.

¿Cuál es la fecha relevante para determinar si una obligación es anterior o posterior al acaecimiento de la causa de disolución a efectos de responsabilidad de administradores por las deudas sociales?

Por Mercedes Agreda

En el año 2006 dos sociedades (Hicsa y Luma) firman un contrato de opción de compra sobre varias fincas, con condición resolutoria. Se cumple la condición resolutoria y en octubre de 2008 Luma (la optante) solicita la resolución del contrato, reclamando la devolución de las cantidades entregadas.

Se dictó sentencia firme estimando las pretensiones de Luma. Sin embargo, no pudo ejecutarse porque Hicsa no disponía de fondos suficientes para devolver las cantidades entregadas. Ante la imposibilidad de cobrar lo adeudado por Hicsa, Luma reclama el pago a los administradores (responsabilidad de los administradores por las deudas sociales contraídas con posterioridad a que la sociedad estuviera en causa de disolución ex art. 367 LSC).

Hay que destacar que fue precisamente la resolución del contrato de opción instada por Luma y la reclamación de las cantidades entregadas la que dio lugar a que Hicsa se viera incursa en causa de disolución.

El juez de lo mercantil estimó íntegramente la demanda y condenó a los administradores al pago. Los administradores recurrieron y la Audiencia Provincial estimó el recurso. En su razonamiento, concluye

(i) que la causa de disolución concurrió al cierre del ejercicio 2008 y

(ii) que la obligación de pago surgió con anterioridad al acaecimiento de la causa legal de disolución, al entender que la fecha que debe tomarse como fecha de la obligación de pago es la fecha de la firma del contrato de opción de compra (2006) y no la fecha de la resolución del mismo (octubre 2008).

Luma interpuso recurso de casación alegando que la obligación social reclamada era posterior a la causa de disolución.

 

El TS diferencia entre la relación jurídica (en este caso, el contrato de opción) y las obligaciones que surgen de la misma (en este caso, la obligación de pago que trae causa del ejercicio de la acción resolutoria).

Y entiende que la obligación de Hicsa no nació en el momento de la firma del contrato de opción (tal y como entendió la AP) sino cuando, cumplida la condición resolutoria, Luma hizo uso de la facultad resolutoria y requirió a Hicsa la devolución de las cantidades entregadas:

La función de la norma [art. 367 LCS] es incentivar la disolución o la solicitud de concurso de las sociedades cuando concurra causa legal para una u otra solución porque, de no adoptar las medidas pertinentes para conseguir la disolución y liquidación de la sociedad o su declaración en concurso, según los casos, si la sociedad sigue desenvolviendo su actividad social con un patrimonio sustancialmente menor a su capital social y que se presume insuficiente para atender sus obligaciones sociales, los administradores deberán responder solidariamente de cuantas obligaciones sociales se originen con posterioridad, tanto las de naturaleza contractual como las que tengan otro origen.

Dentro de ese ámbito general, como concreción de esta función, tiene efectivamente un efecto desincentivador de la asunción de nuevas obligaciones contractuales por parte de la sociedad, pero no es su función única.

Por tal razón, no es correcto remitirse, en base al razonamiento expresado por la Audiencia, para determinar si la obligación es anterior o posterior al acaecimiento de la causa legal de disolución, «al momento en el que la sociedad asumió la obligación de la que trae causa la posteriormente declarada», puesto que en tal caso lo que es anterior (o para ser más precisos, no es posterior) al acaecimiento de la causa legal de disolución no es la obligación de la que se pretende hacer responsables solidarios a los administradores, sino la relación jurídica previa de la que tal obligación trae causa o con la que está relacionada.”

“En el caso de una obligación restitutoria derivada del ejercicio de una facultad resolutoria, tal obligación no nace cuando se celebra el negocio que se pretende resolver, por más que tenga una relación directa con el mismo, sino del acaecimiento del hecho resolutorio y del ejercicio por el interesado de la facultad resolutoria derivada del mismo. Es ese el momento temporal que debe tomarse en consideración para determinar si la obligación es o no posterior al acaecimiento de la causa legal de disolución.”

A pesar de lo anterior, la solución adoptada por el TS fue la misma que la de la Audiencia, esto es, la no responsabilidad de los administradores: en este caso, la obligación de pago nació con el ejercicio por Luma de la facultad resolutoria en octubre de 2008, mientras que, como se ha dicho antes, según resultó fijado por la Audiencia la causa de disolución tuvo lugar al cierre del ejercicio 2008 (hecho que no fue cuestionado por los administradores).

Es la Sentencia del Tribunal Supremo de 10 de marzo de 2016

jueves, 7 de abril de 2016

Canción del viernes en jueves y entradas en el Almacén de Derecho


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I

La convocatoria jurisdiccional no es ineluctable

Esta Sentencia de 5 de julio de 2007 refleja claramente la necesidad de dejar de concebir las sociedades como artefactos administrativos o programas informáticos. Son contratos y su cumplimiento de buena fe, una obligación de todos los socios y administradores. El control de legalidad de las inscripciones y la limitada cognición del procedimiento registral no pueden resultar en una ventaja para los contratantes incumplidores (turpitudinem suam allegans)

En el motivo cuarto se acusa "infracción por aplicación errónea del art. 100 de la Ley de Sociedades Anónimas ( RCL 1989, 2737 y RCL 1990, 206) sobre obligación y facultad de convocar la Junta General de Accionistas, que recae en el Consejo de Administración, en concordancia con el art. 14 de los estatutos sociales del C.D. Castellón, SAD. en el mismo sentido, que conforme al art. 6.3º del Código Civil ( LEG 1889, 27) es de cumplimiento imperativo. Se infringe también la doctrina jurisprudencial de la Sala Primera del Tribunal Supremo que en sentencias de 26 de febrero de 1.053, 28 de abril de 1967, 13 de mayo de 1976 y 27 de diciembre de 1993 ( RJ 1993, 10152) , entre otras, ha establecido de forma pacífica que es nula de pleno derecho la convocatoria de la Junta General de Accionistas de una sociedad anónima que no se realice por el órgano de administración, y nulos los actos y acuerdos que se tomen en la Junta General y las posteriores".

El motivo se desestima.

Constituyen presupuestos fácticos de contemplación ineluctable que la sociedad demandada atravesó una situación social y económica caótica y crítica, los consejeros nombrados en la Junta de 29 de julio de 1996 (cualquiera que sea la valoración jurídica que pueda merecer, y que en este proceso resulta intranscendente) habían renunciado en documento de 5 de agosto de 1997, y dejado la actividad correspondiente, y la Junta General de 30 de agosto de 1997 fue convocada en el BORME de fecha 14 anterior, con la única finalidad de designar nuevo Consejo de Administración (que se acordó por unanimidad), por los Srs. Cristobal que, aunque había dimitido, seguía siendo Presidente del Consejo en el Registro Mercantil y Carlos Daniel, que se hizo cargo "de facto" de la Presidencia y gestión de la sociedad al producirse la renuncia antes aludida.

A la vista de dichos presupuestos posiblemente habría sido solución deseable, y en rigor más conforme al ordenamiento jurídico, que la convocatoria de la Junta hubiera tenido lugar en forma judicial. Sin embargo, teniendo en cuenta las circunstancias concurrentes, y que son valoradas en las sentencias de instancia (cuyo contenido se asume por este Tribunal), procede rechazar la impugnación formulada.

A las diversas vicisitudes sufridas por la sociedad; la errática (en calificación benevolente) actitud seguida por los actores (que compran acciones de la sociedad pocos días antes de hacerse nombrar administradores, para posteriormente renunciar a los cargos, pedir la nulidad de la compra en otro proceso -155/97 Jdo. 1ª Instancia núm. 7 de Castellón-, y alegar ahora que la renuncia se debió a coacciones, cuando uno de ellos fue quién convocó a los otros para tal actuación); la buena fe de los convocantes de la Junta, específicamente apreciada por la resolución recurrida, y la protección de terceros de buena fe, también especialmente aludida por la Sentencia de la Audiencia, debe añadirse, como otra razón relevante que justifica la decisión adoptada por los juzgadores de instancia, que la nulidad pretendida introduciría una perturbación en la situación jurídica de la sociedad, que habiendo superado la situación jurídica calamitosa en que se encontró, con un absoluto cierre registral, ha conseguido recomponer la actividad jurídica normal; sin advertirse, por lo demás, que la eventual nulidad pueda tener interés, o reportar utilidad para nadie, ni siquiera para los aquí actores, pues su pretensión "indirecta" de recuperar la condición de administradores, aparte de no plantearse adecuadamente, chocaría con la voluntad expresada en el documento de 5 de agosto de 1997 de renunciar a dicho cargo y abandono del mismo.

¡Gracias, César!

Consejo de administración incompleto


Azul, @thefromthetree

Por  Mariano Úcar y Lucía Astarloa.

 

Un consejo de administración formado por tres miembros, en el que uno dimite, puede adoptar todo tipo de acuerdos, incluida la convocatoria de la junta con un orden del día con cualquier contenido


Hasta la fecha, existía un debate doctrinal acerca de la posibilidad de que un consejo de tres vocales en el que únicamente dos de ellos permanecen en el ejercicio del cargo pudiera funcionar y adoptar acuerdos de gestión y administración.

Sin embargo, la reciente resolución de la DGRN de 14 de marzo de 2016 (BOE del 6 de abril de 2016) reconoce, por primera vez, la posibilidad de que un consejo de tres miembros, que se queda con un número de vocales en el cargo por debajo del mínimo legal como consecuencia de la dimisión presentada por uno de ellos, pueda no sólo constituirse válidamente, sino adoptar todo tipo de acuerdos necesarios para el correcto funcionamiento de la sociedad. Y ello sin perjuicio
de la obligación de los consejeros restantes, en cumplimiento de su deber de diligente administración (artículos 167 y 225 del texto refundido), de promover su cobertura de la forma más adecuada para los intereses sociales”.

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