domingo, 1 de marzo de 2020

Plácido Domingo, Clara Ponsatí e Iceta



Dice Hugo Mercier en, Not Born Yesterday, (pp 181 ss) en el capítulo titulado Las confesiones de las brujas y otras cosas absurdas pero útiles”
Las declaraciones autoincriminatorias son intrínsecamente creíbles. Debido a que se refieren a nuestras propias creencias o acciones, se supone que sabemos de qué estamos hablando. Porque nos hacen quedar mal, no tendríamos ninguna razón para mentir.
de manera que creer al que confiesa, al que reconoce su culpa, es una buena heurística social. Son declaraciones creíbles. Pero no hay comidas gratis. Los penalistas se han preocupado de los muchos “falsos positivos” que las condenas basadas en confesiones provocan. Y en algunos países, como los EE.UU. y sobre todo Japón, todo el sistema judicial penal parece orientado a obtener una confesión. En los Estados totalitarios, la confesión pública de la heterodoxia es la reina del espectáculo. 

Lo interesante de los trabajos recientes en esta materia por parte de psicólogos evolutivos es que parecen indicar que las declaraciones autoincriminatorias y, en general, la profesión pública de creencias disparatadas cumplen funciones sociales que tienen poco que ver con el reconocimiento de que se ha hecho algo mal o con la contribución al debate público en un “mercado de las ideas”.
 
La gente confiesa delitos que no ha cometido por muy diversas razones que tienen que ver, normalmente, con que “les conviene”. Eso no es novedad y encuentra explicación en un sistema negociado de penas y castigos. La asunción de culpa es siempre una atenuante en cualquier grupo social. Aquí está la clave.

La gente confiesa lo que no ha hecho o profesa públicamente lo que no cree por dos razones sociales básicas. La primera, para hacerse perdonar por el grupo y reintegrarse a él. La segunda, para mostrar su compromiso con un grupo extremista


La primera función de la confesión se ha demostrado una y otra vez en estudios en grupos primitivos tribales. La dependencia del grupo para la supervivencia de los individuos es tal que, cuando se desata un conflicto porque alguien del grupo acusa a otro de haberle causado un daño, han de restañarse las heridas porque, de otro modo, se pone en peligro la estabilidad del grupo. De forma que, una vez que una de las partes comprende que la mayoría del grupo no está a su favor, esto es, que tiene las de perder en términos sociales, acabará (abandonando el grupo o) confesando y pidiendo perdón para restaurar la paz aunque tenga la verdad y la justicia de su lado. Dice Mercier
“la gente podría confesar para recuperar nuestra aprobación, incluso si no han hecho nada malo. En tales casos, debemos creer en los objetivos sociales (están dispuestos a hacer las paces con nosotros) en lugar del contenido (han hecho realmente lo que confiesan). Al final, son estos objetivos los que más importan”
Esta composición de lugar es la que ha construido nuestra psicología. Y, a mi juicio, es el que explica la confesión de Plácido Domingo. Simplemente, se ha rendido. Quiere hacer las paces con la Sociedad y restaurar su relación con el mundo. Acepta el castigo aunque, estoy seguro, no cree que haya hecho nada que merezca tal castigo. Si, además, logra proteger a su familia, miel sobre hojuelas. 

Estoy convencido de que si Plácido Domingo tuviera 50 años en lugar de los 79 que tiene no habría aceptado confesar que se propasó con muchas mujeres cuando era joven. Y que si no fuera por esta razón, no reconocería – como ha pretendido una de las acusadoras – que usó de su influencia en el mundo de la ópera para castigar a las que se negaban a acostarse con él. Pero está muy mayor. Necesita que lo quieran. Ha sido el tenor más querido de la historia y no quiere morirse sin hacer las paces con el mundo. Si el contubernio del feminismo radical no le perdona (incluyo en él al Ministro de Cultura que se ha comportado de forma indecente), no habrá otros Domingos pidiendo perdón. 

La otra función de la expresión de opiniones absurdas, extremistas o disparatadas, sea en forma de apoyo a posiciones como la negación de la Evolución, del Holocausto o la afirmación de que la tierra es plana o sea en forma de halagos ditirámbicos al líder (“flattery inflation”) es la de mostrar nuestro compromiso con el grupo – dice Mercier – “quemando naves”. 

Al sostener semejantes barbaridades, nos estamos convirtiendo en parias para todos los demás grupos sociales excepto para aquél al que queremos pertenecer (nos convertimos en “apestados” para los demás grupos). ¿Qué mayor muestra de compromiso que quemar las naves? o, en términos económicos, que elevar estratosféricamente nuestro coste de oportunidad cerrándonos las puertas de cualquier otro grupo distinto al que mostramos nuestra lealtad? 

Si esa es la función de tales profesiones de fe, cuanto más delirantes, absurdas, increíbles e inaceptables sean las posiciones profesadas públicamente, mayor valor tendrán como expresión de fidelidad al grupo. Clara Ponsatí y su discurso en Perpignan iniciado con “Buenos días a los jóvenes que ganaron la batalla de Urquinaona” (es un buen ejemplo de este grupo de casos. Naturalmente, Arcadi Espada la toma por una demente que debería estar en un “sanatorio, custodiado, pero sanatorio”. Ponsatí no está (del todo) loca (recuerden, son todo rangos o “espectros”). Está quemando las naves con cualquier otro grupo en Cataluña que no vaya “a por todas”. Nada de raro que inmediatamente Puigdemont anunciara la “batalla final” contra el Estado. 

Se explica así la ley de hierro de los grupos que no están en el centro de la Sociedad: se vuelven cada vez más extremos porque las profesiones de compromiso y lealtad totales con el grupo exigen manifiestaciones cada vez más delirantes. Hasta que las palabras no son suficientes y se ha de mostrar el compromiso con acciones: usar la violencia. Es lo que pasó con el nacionalismo vasco y es lo que pasará con el nacionalismo catalán.

La misma lógica se aplica a las declaraciones autoincriminatorias que se utilizan para quemar puentes. No debemos asumir que la gente intuitivamente tiene las opiniones aparentemente trastornadas o malvadas que profesa. Sin embargo, debemos tomar en serio su objetivo social, a saber, rechazar los grupos que constituyen la mayoría de la sociedad en favor de una coalición marginal. De manera que si queremos que abandonen sus puntos de vista tontos u ofensivos, no deberíamos fiarnos de que funcione intentar convencerlos de los errores lógicos, empíricos o morales de estos puntos de vista. Al contrario, tenemos que considerar cómo tratar a las personas que sienten que su mejor oportunidad de prosperar es integrarse en grupos que han sido rechazados por la mayor parte de la sociedad. 
La gente no es estúpida. Por regla general, evitan hacer declaraciones autoincriminatorias sin motivo. Estas declaraciones sirven a un propósito, ya sea para redimirse a sí mismo o, por el contrario, para antagonizar a tantas personas como sea posible.

La otra forma de hacer profesión de fe y lealtad al grupo pasa por el halago al líder


Es fácil pensar en Kim Jong Il (de quien se decía por los norcoreanos que tenía capacidad para teletransportarse y para controlar el tiempo atmosférico). Pero en términos menos ridículos, se puede pensar en Leire Pajin con Zapatero o en Iceta con Pedro Sánchez. La primera habló de “acontecimiento histórico” para referirse a una reunión – completamente intranscendente según luego se vio – entre Zapatero y Obama. El segundo atribuyó a Sánchez la tarea colosal de librarnos del PP. Ambos – Pajín e Iceta – mostraron, con esos exagerados elogios al líder, su compromiso con él. Quemaron sus naves. Si Zapatero o Sánchez acaban en el basurero de la historia del PSOE, allí estarán Pajín e Iceta (bueno, Zapatero está más cerca de la cárcel que de los libros de Historia). Pero si el proyecto de Sánchez triunfa, Iceta acompañará al líder aunque se haya puesto en público ridículo. ¿Qué mejor forma de mostrar el compromiso con el líder que el ridículo público? Así lo explica Marquez (2018) citado por Mercier
Estas señales de apoyo pueden ser llamadas "halagos", dado su carácter típicamente insincero y excesivo. Por lo tanto, los gobernantes tienen buenas razones para desconfiar de ellas. Para ser creíble como señal de lealtad, la adulación debe ser costosa, comprometiendo al adulador de manera creíble con el líder de manera que no pueda renegar fácilmente, incluso si este coste se mide sólo en términos de una pérdida de estatus para el adulador. Por lo tanto, debemos esperar que cuando el poder está muy personalizado y la competencia intrapartidaria por los recursos asignados al liderazgo es feroz, la adulación tenderá a ser aún más excesiva y poco sincera, ya que el hecho de que todo el mundo esté adulando al líder significa que los elogios "ordinarios" tienden a devaluarse como simple verborrea" y a descontarse en su valor. La "inflación" de la adulación debería conducir a un típico fenómeno de culto.
La propaganda cumple aquí menos una función de persuasión que de coordinación: describe lo que la gente tiene que hacer ver que cree si quiere evitar la sanción social y, por lo tanto, los tipos de señales de apoyo al líder que hay que producir por parte de determinados públicos en respuesta a la propaganda. Además, la propaganda puede ser producida en sí misma como una señal de apoyo a un líder por las élites que tienen razones para temer que otros las denuncien por falta de lealtad.

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