Cuenta Lupoi que Baldo concebía al fiduciario como alguien “encargado de una misión” benéfica, en beneficio del principal o de un tercero indicado por éste de manera que le estaba vedado retener ninguno de los bienes que se le hubieran confiado.
En el caso de los testamentos, en la Edad Media “la institución romana del heredero había caído en desuso… y los que ejecutaban el testamento (bajo nombres como comisarios, fideicomisarios, manufideles, distributores)… eran denominados ‘ministri’, es decir, meros instrumentos de la voluntad del testador”. Por el contrario, la regla romana era que fuera el heredero el que ejecutara la voluntad del causante y, cuando la herencia había sido gravada, el “heredero o legatario gravado con un fideicomiso podía retener una cuarta parte de los bienes antes de entregarlos” al beneficiario. Es la cuarta falcidia.
Por el contrario, cuando alguien distinto del heredero o legatario se encargaba de ejecutar el testamento, la estructura fiduciaria del encargo (v., art. 1720 CC) impedían que éste obtuviera beneficio alguno de su cumplimiento. La regla primaria de las relaciones fiduciarias: ningún beneficio (no profit). Dice Poloi que es el “fideicommissum confidentiale”, o sea, basado en la confianza, o sea, fiduciario.
¿Cómo se llega al trust? Poloi dice que hay muchas vertientes que convergen hasta configurar el trust moderno (una clara explicación en C.H. van Rhee, ‘Trusts, Trust-like Concepts and Ius Commune’, European Review of Private Law, 3/2000, p. 453-462). Una de ellas era la transmisión indirecta de derechos sobre tierras en la Edad Media. El vasallo que deseaba transmitir sus derechos a un heredero suyo no podía hacerlo directamente. Tenía que reintegrar sus derechos a su señor que se comprometía a conceder los mismos derechos reintegrados al sucesor de su vasallo (“al ops”, “ad opus”) quien reiteraba las promesas al señor que hubiera hecho el primero. El vasallo reintegraba los derechos al Señor en la confianza de que éste los reconocería al tercero indicado por el vasallo y que el tercero renovaría las promesas del vasallo original.
Otra raíz tiene que ver con las corporaciones: derechos o privilegios atribuidos, no a un individuo, sino a un cargo, de manera que “cualquiera que ocupara el cargo podía reclamar los derechos correspondientes pero no para sí mismo sino ad opus”.
La tercera es la de los franciscanos. Como hacían voto de pobreza, la tierra o las rentas de éstas que recibieran sólo podían usarse para cubrir sus necesidades y las de la “misión” de la orden.
La cuarta es la entrega de bienes en depósito para ser entregados al propio depositante o a un tercero.
Lo llamativo, dice el autor, es que no estamos ya en instituciones feudales relativas a derechos sobre tierras e inmuebles, que es el ámbito por excelencia donde se desarrolló el trust en la Edad Media, sino que las relaciones ‘de confianza’ se refieren a bienes muebles (o a dinero entregado para rezar por el alma del donante). Aquí se desarrolla la quinta vertiente de la fiducia: la que se alcanza mediante acuerdos contractuales (‘entente’) que implican la transmisión de la propiedad de bienes por parte del fiduciante al fiduciario en la confianza de que éste destinará los bienes a cumplir con la promesa realizada. “Por ejemplo, los feoffees estaban obligados a transmitir la tierra a la persona indicada por el feoffor”. Hay más.
Pero la conclusión del autor es que mientras el ius commune – el derecho civil del continente – había yuxtapuesto la propiedad y la obligación – ‘custos y minister’ – el derecho inglés desarrolló la institución del trust que suponía una ‘unificación’ de derecho real y obligación.
La unificación tenía lugar gracias a la ‘confianza’, confianza que los ingleses habían extraído del derecho canónico “inextricablemente unido al ius commune”. “La confidentia implicaba promesas y acuerdos, una ‘entente’ común entre partes, es decir, tenía una vertiente contractual que las doctrinas de la época, en el continente y en Inglaterra no podían encajar en ninguna teoría del contrato. Bartolo utilizó la idea de la ‘confidit de fide haeredis’, es decir, la confianza puesta y otorgada cuya defraudación implicaba sanciones canónicas y, en el continente, sanciones jurídicas también”. De ahí – concluye Lupoi – que Francis Bacon pudiera decir que “en pocas palabras, el usus est dominium fiduciarium. El use es una propiedad en confianza (‘Use is an ownership in trust’).
Lupoi termina “no existió nunca un sistema de civil law en Europa tras la caída del Imperio Romano de Occidente. Lo que existió fue un método de análisis del derecho, en realidad, más de uno… no era Derecho Romano ni Derecho Imperial. El ius commune era una mezcla única de derecho canónico adaptado al derecho consuetudinario o simplemente actualizado por falta de fuentes antiguas, de doctrinas romanas revisadas que la comunidad jurídica conocía a través de la práctica del derecho canónico, las decisiones de los tribunales y las opiniones de los doctores. Y las conexiones con el derecho romano, incluido el caso de la confidentia, eran muy débiles”