Dice Richard Epstein que la tradición jurídica occidental, particularmente la encarnada por los juristas romanos, identificó como principios fundamentales que sostienen cualquier sociedad próspera y ordenada y considerados parte del derecho natural: el respaldo de la razón humana, su adopción universal en diversas culturas y su perdurabilidad dentro de los sistemas jurídicos. Estos principios se resumían en el precepto inmortal recogido por Justiniano: "vivir honestamente, no dañar a nadie, dar a cada cual lo suyo" "honeste vivere, alterum non laedere, suum cuique tribuere".
Y añade que, como los peces que no saben qué es el agua, sólo nos apercibimos de que debemos al cumplimiento generalizado de esas reglas nuestra prosperidad cuando observamos la violación sistemática de estas normas básicas, por ejemplo por quienes matan o agreden violentamente a otros o , quienes incumplen sus obligaciones, no pagando sus deudas completa y tempestivamente. Unos y otros socavan los cimientos de una sociedad integrada y cooperativa y la economía en la que pueda existir el 'crédito'. Mantener un sistema estable es relativamente sencillo cuando pocos se desvían de estas normas fundamentales gracias a una combinación de presiones sociales y sanciones jurídicas. Sin embargo, reconstruir el tejido social una vez que un gran número de individuos viola estos preceptos simples se convierte en una tarea monumental, a menudo desesperada e imposible.
La defensa de la propiedad privada, considerada por pensadores como Tomás de Aquino como "necesaria para la vida humana", surge precisamente como un antídoto contra los problemas endémicos de la propiedad común. Epstein se remite a Tomás de Aquino, quien recordaba que "entre aquellos que poseen algo en común y sin división, surgen frecuentes disputas".
Lo que le sirve a Epstein para señalar que aprovecharse de los demás es un problema crónico en todas las actividades cooperativas, pero la magnitud del problema se dispara en situaciones de propiedad común entre individuos sin vínculos previos. La ausencia de lazos de afecto o lealtad elimina cualquier contrapeso a las fuerzas del interés propio, dando lugar al temido "problema de la acción colectiva". Los problemas de coordinación y de los aprovechados son tan significativos que el derecho romano limitó estrictamente la propiedad común a bienes como las aguas y el aire, regímenes de acceso abierto con dos características clave: nadie tenía responsabilidades de gestión, y no existían derechos de disposición, ya que todos en estado de naturaleza podían participar. Cuando la gestión de bienes como las aguas públicas se hizo necesaria, se desarrolló la doctrina del fideicomiso público, asignando al estado complejas (y a menudo problemáticas) responsabilidades de control. (desaparecen las sociedades de publicanos por el aumento de la "capacidad estatal" bajo el Imperio).
Dice Epstein que estos problemas de la propiedad común no se resuelven fácilmente ni siquiera en acuerdos privados. Sin embargo, es indudable que son mucho más manejables cuando la propiedad surge de acuerdos voluntarios que crean intereses concurrentes. Los copropietarios pueden elegirse mutuamente, monitorear a sus dependientes (como en un hogar) para prevenir la aparición de aprovechados, y establecer mediante pactos (a menudo bajo formas societarias) quién tiene autoridad para realizar transacciones que vinculen a los demás. Esto permite gestionar y disponer de la propiedad con menores conflictos que los inherentes a las asociaciones forzadas. Parece evidente que Epstein se está refiriendo a sociedades y corporaciones como las dos formas de organizar patrimonios que tienen como beneficiarios a un grupo.
La consecuencia lógica de proteger la propiedad es la libertad de contratar, continúa Epstein: ningún grupo, tribu o nación puede prosperar si los individuos sufren inseguridad personal, si los derechos de propiedad son indefinidos o ignorados, si las promesas pueden romperse a voluntad, si el matrimonio no cuida de los más pequeños y si las interacciones son ordinariamente violentas.
La lógica básica del contrato es que, una vez asegurada la estabilidad en las relaciones sociales, todas las personas son libres de contratar con quien deseen para su ventaja mutua. Este privilegio, abierto a todos dentro de un marco legal general, conduce a un poder descentralizado. En este punto, Epstein destaca que los contratos no solo generan beneficios para las partes que los celebran, sino que lo hacen también para los terceros: "Cada relación de intercambio individual tiende a generar mayores oportunidades para terceros, produciendo una externalidad positiva subestimada que conduce a consecuencias sociales generalmente beneficiosas". Como argumentaba Francisco Suárez, refiriéndose a la objetividad del derecho natural: "Aunque Dios no dicte las prohibiciones o los mandatos que constituyen el derecho natural, seguirá siendo moralmente malo mentir, y honrar a los padres seguirá siendo un acto bueno y debido". Y dice Epstein:
"El fundamento moral es innegable, incluso ante la complejidad ocasional. No es que las personas ignoren los casos difíciles; es que son muy conscientes de la ubicuidad de los casos fáciles donde las normas básicas son claras. La evidencia histórica y económica es contundente: las sociedades que permiten que la tierra y otros bienes salgan del común para convertirse en propiedad privada florecen, mientras que aquellas que se resisten a esa transformación "literalmente ven la fruta pudrirse en la vid".
La aplicación práctica de estos principios en el derecho común revela cómo se busca alcanzar la eficiencia social. El objetivo de cualquier regla social bien diseñada es situar al grupo en la misma posición que lograría mediante acuerdos voluntarios, si los costos de transacción no fueran prohibitivos.
Epstein recurre al caso Bamford v. Turnley, donde vecinos demandaron por los humos de un horno de ladrillos usado para construir una casa. Mientras el juez de instancia consideró que las inmisiones eran lícitas (era "razonable" la ganancia del constructor aunque causara daño a otros, una eficiencia potencialmente eficiente en términos de Kaldor-Hicks, donde la ganancia neta supera la pérdida neta, pero sin compensación),
el juez Bramwell estableció un principio más sólido. Argumentó que existe acción para impedir las inmisiones sustanciales siempre y que el principio de 'hoy por ti y mañana por mi' o 'vivir y dejar vivir" solo se aplica a las inmisiones menores que resultan necesariamente del uso ordinario de los bienes de nuestra propiedad. Bramwell articuló una visión clara del bienestar social: "El público consiste en todos sus individuos, y una cosa solo es de beneficio público cuando produce bien a esos individuos en el balance de pérdidas y ganancias para todos". Su razonamiento, reforzado años después en *Powell v. Fall*, muestra una inclinación hacia el estándar de Pareto: si una actividad es rentable, el propietario debe compensar los daños que causa, asegurando que la víctima no resulte en una situación peor. Si no puede pagar la compensación, la actividad no es socialmente beneficiosa y debe cesar. Esta misma lógica de mejora mutua mediante el intercambio voluntario impregnó el derecho constitucional estadounidense, como en *Coppage v. Kansas*, donde el juez Pitney defendió que la libertad contractual y el derecho de propiedad, aunque generen desigualdades de fortuna como resultado inevitable, son esenciales para el progreso, permitiendo que cada parte gane algo que necesita o desea más urgentemente que lo que ofrece a cambio.
Concluye Epstein que la arquitectura de una sociedad libre y próspera descansa sobre cimientos aparentemente simples pero profundamente racionales: el imperativo ético de vivir honestamente y respetar al prójimo, la institución de la propiedad privada como solución práctica a los fracasos de la gestión común, y la libertad de contrato como mecanismo descentralizado de cooperación y creación de riqueza. Estos principios, validados por la razón, la experiencia histórica y la eficiencia económica, no son meras construcciones legales, sino expresiones del derecho natural que reconoce la realidad de la interacción humana y busca canalizarla hacia el beneficio mutuo y la paz social. Como demostraron tanto los juristas romanos como los jueces del common law siglos después, la clave reside en establecer reglas que emulen, en la medida de lo posible, los resultados que individuos libres y racionales alcanzarían por sí mismos si pudieran transar sin obstáculos.
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