La riqueza no se crea ni se destruye, sólo cambia de manos
La esencia de lo que los populistas consideran que es la Economía se resume – dice Rubin – en que la Economía se ocupa de distribuir la riqueza, no de producirla. La riqueza está ahí, la cantidad de riqueza no viene influida por lo que la gente piense o haga y de lo que se trata es de distribuirla. Es el mundo de los
juegos suma-cero. No se trata de maximizar la riqueza de todos. Se trata de repartir lo que haya, respecto de lo cual, cada uno se comporta egoístamente.
Y es que no es intuitivo pensar en términos de juegos de suma positiva; en las ventajas de la cooperación, esto es, de la especialización y del intercambio; en términos de incentivos… “Hay que aprender” a pensar en esos términos. Es posible que un cerebro formado en una economía de subsistencia como es el de todos los animales incluido el ser humano tienda a configurar las relaciones económicas como las hemos descrito en el primer párrafo. Incluso el hecho de que los economistas sean más optimistas que el público en general, puede corresponderse con la mejor comprensión por parte de los primeros de que las relaciones económicas son juegos de suma positiva.
Hemos dicho
en otra entrada que los científicos aceptan que estamos especialmente adaptados para descubrir el engaño y que castigamos con ganas al que nos engaña, aunque el castigo tenga un coste para nosotros. O sea, somos muy buenos en lo que a la justicia conmutativa se refiere (vean el video de este mono cuando recibe un premio inferior al de su compañero por idéntica tarea y comparen con la
parábola de los viñadores) y eso cuadra con una economía de subsistencia donde los intercambios tienen lugar dentro de grupos pequeños. El altruismo es coherente porque facilita la supervivencia.
Pero la Economía de los cazadores-recolectores no dejaba hueco para el intercambio beneficioso más allá del altruismo que incrementaba las posibilidades de supervivencia de los miembros del grupo porque (en grupos pequeños) ni existía especialización y división del trabajo ni existía el intercambio. El carácter nómada impedía la acumulación de capital y, por tanto, desincentivaba la producción de cualquier cosa que no se pudiera llevar encima, lo que reducía los avances tecnológicos notabilísimamente.
De eso hemos hablado mucho en el blog. (
aquí,
aquí,
aquí). Pero es que
el Mercantilismo fue la ideología dominante hasta la Ilustración. Hasta el siglo XVIII no descubrimos la mano invisible que lleva a los que cooperan desde el egoísmo a generar riqueza. Y no solo en los siglos XVI y XVII. Todos los imperios se basaban en apoderarse de los territorios y riquezas de otras poblaciones, en la expansión. Desde Mesopotamia hasta el Imperio Británico.
¿Por qué había de extrañarnos que la gente siga concibiendo las relaciones económicas en términos de juegos suma cero si eso es lo que habían experimentado durante toda su vida todas las generaciones humanas hasta la Revolución Industrial? La idea de que l
a riqueza no se crea ni se destruye, sólo cambia de manos era algo bien asentado en las cabezas de los cazadores-recolectores y la gente no tuvo motivos para cambiar de “opinión” porque lo que la realidad les ofrecía es que, efectivamente, la única forma de aumentar la riqueza de uno era privando a otros de ella, por la fuerza, o dando otra cosa a cambio que se presumía –
precio justo – de igual valor objetivo que la entregada.
Si nos costó miles de años entender que la riqueza se crea a través de la especialización y el intercambio – la cooperación – y del avance tecnológico resultante, ¿debe extrañarnos que esas ideas tan poderosas y elementales se enfrentaran a concepciones teorizadas erróneas pero muy difundidas y con gran éxito popular? Dice Rubin “las teorías competidoras de la Economía neoclásica son erróneas por lo que debemos preguntarnos por qué se aceptan”. Y la respuesta – aparte de los intereses particulares de algunos en que así sea – se encuentra en que estas concepciones erróneas sobre la riqueza encajan bien con nuestro cerebro de cazadores-recolectores. El psicoanálisis, la frenología o la homeopatía se han abandonado, pero mucha gente inteligente – añade – sigue afirmando la validez, en plano de igualdad, de las teorías marxistas sobre el funcionamiento de la Economía. Añadámosle – con Schumpeter – que la creación de riqueza se sustituye por la búsqueda del beneficio, lo que encaja con la idea de extracción de otro y no de producción, y la imagen estará completa.
Las regulaciones que reducen – mucho – la riqueza a cambio de mantenerla – poco – en manos de algunos son aplaudidas por las mayorías. Piensen en la libertad de horarios comerciales y la apertura de centros comerciales o en las barreras arancelarias, por no mencionar otras más controvertidas. O en la concepción mayoritaria entre nuestros juristas acerca de que se “destruyen puestos de trabajo” cuando se facilita la terminación de los contratos de trabajo. Detrás de esas concepciones está la idea de que de lo que se trata es de cambiar de manos algo valioso (el descanso de los pequeños comerciantes, las fábricas ineficientes situadas en el país que se protege con las barreras arancelarias o el puesto de trabajo cuyo salario se ahorra el empleador que despide al trabajador). Y lo propio puede decirse – dice Rubin – de la concepción de los impuestos o del gasto público. Los efectos de la gratuidad de estos bienes sobre la demanda de los mismos por los ciudadanos no entra en la discusión sino para señalar que hay que aumentar los impuestos para sufragarlos.
Rubin concluye que los costes sociales de estas concepciones económicas erróneas son mucho más elevados que los costes de las doctrinas pseudocientíficas y que, por esta razón, deberíamos aplicarnos a corregirlos con más interés de lo que lo venimos haciendo. Por ejemplo – dice – podemos convencer mejor de la bondad de la publicidad de medicamentos si, en lugar de apelar a la mayor información del consumidor gracias a la publicidad, apelamos a que la publicidad aumentará el consumo y, por tanto, los incentivos de los fabricantes para producir nuevos medicamentos.
El problema de los economistas es que un físico puede apelar al método científico para convencer (a los biólogos les costó cien años que se aceptara generalizadamente la evolución) y, por desgracia, un científico social, todavía, no. Pero puede apelar a la razón