Las normas que fijan las mayorías necesarias para considerar aprobado un acuerdo de un órgano colegiado son exasperantes para los juristas que pretenden que su trabajo es un trabajo intelectual. La razón es muy simple: es imposible cubrir las lagunas recurriendo a argumentos de calado, o sea, basados en la finalidad de la norma. Al final, al margen de los argumentos de interpretación de carácter lingüístico – literal sólo queda la esperanza de la analogía. Y aún así.
El caso del art. 198 LSC es paradigmático. Pero también lo es el del art. 249 LSC que regula la delegación de facultades por el consejo de administración a favor de un consejero delegado o de una comisión ejecutiva y establece que el acuerdo correspondiente sea aprobado, para ser válido, por dos terceras partes de los componentes del consejo. O sea, no de los concurrentes a la reunión, sino de los componentes del consejo. Y, en el párrafo 3, el precepto reitera esa mayoría como necesaria para la aprobación por el consejo del contrato que necesariamente ha de celebrarse entre la sociedad y el nombrado consejero-delegado, el cual, “deberá abstenerse de asistir a la deliberación y de participar en la votación”.
Una interpretación simple de las normas que se acaban de transcribir conduciría a la conclusión siguiente: para determinar si se ha logrado la mayoría de dos tercios de los miembros del consejo, hay que descontar al consejero-delegado. La razón: la aplicación analógica de lo previsto en el art. 190.2 LSC que, para el caso del socio en conflicto de interés, prevé que se descuente su participación en el capital social “para el cómputo de la mayoría de los votos que en cada caso sea necesaria”
¿Problema resuelto? A mi juicio, sí. Por tres razones.
La primera se refiere a la ratio de la norma que impone esta mayoría exorbitante para la aprobación del contrato con el consejero-delegado. La idea del legislador es que, si se requiere una mayoría de dos tercios de los miembros del órgano para delegar las facultades del consejo, la misma mayoría debe exigirse para aprobar el contrato con el delegado debido a la estrechísima conexión entre la aceptación de la delegación y la remuneración que recibirá el delegado. No puede decirse que el consejo de administración cumpla correctamente sus tareas de supervisión si aprueba la delegación pero no aprueba, con la misma mayoría, la remuneración del delegado.
La segunda es que el consejero-delegado, de acuerdo con el tenor del art. 249.3 LSC in fine, ni siquiera puede participar en la reunión (“deberá abstenerse de asistir a la deliberación…) lo que significa que el legislador no lo considera ‘miembro del órgano colegiado’ a efectos de ese acuerdo.
La tercera y definitiva, a mi juicio, se refiere a la identidad de razón con el art. 190.2 LSC. En efecto, el consejero-delegado puede participar y votar la delegación de facultades (v., art. 228. c) que excluye del deber de abstención los conflictos ‘posicionales’: “designación o revocación para cargos en el órgano de administración u otros de análogo significado” pero no puede ni participar ni votar el acuerdo de aprobación de su contrato, porque, ahora sí, se encuentra en un evidente conflicto transaccional (es parte de ese contrato y participaría en la formación de la voluntad de la sociedad de ‘consentir’ ese contrato). En el caso del art. 190.2 LSC, el legislador ha dejado claro que, cuando un miembro de un órgano colegiado de una corporación está en conflicto de interés y se le priva del derecho de voto, la determinación de las mayorías exigidas para considerar adoptado el acuerdo se realiza excluyendo al miembro conflictuado.
¿Por qué el legislador no ha hecho una referencia al art. 190.2 en el art. 249.3? Porque mientras en el caso de la junta el problema que resuelve el art. 190.2 LSC será, normalmente, relevante y, a veces, decisivo, no ocurre lo mismo en el Consejo de Administración. Así, lo normal es que el socio en conflicto de interés sea un socio con una participación significativa – en sociedades cerradas los socios tienen por lo general una participación significativa – y, no infrecuentemente, un socio con una participación mayoritaria. Si el legislador le prohíbe votar, será muy difícil, si no imposible, alcanzar las mayorías de votos favorables que se requieren a menudo en la ley para determinados acuerdos (v., art. 199 LSC). Este es un efecto pernicioso de las normas que prohíben votar en corporaciones en las que el voto no se emite por cabezas sino en proporción a la participación en el capital social. El otro es que se mayorice a la minoría. Pero en el Consejo de Administración, cada consejero tiene un voto, de manera que la prohibición de votar dirigida por el legislador a uno de ellos no debería dificultar la consecución de las mayorías requeridas aunque éstas sean elevadas. Piénsese en un consejo de 12 miembros. Los dos tercios de 12 serían 8 y los dos tercios de 11 serían también 8 (si calculamos por exceso). En un consejo de 9 serían 6 y si excluimos al consejero-delegado, dos tercios serían también 6. Pero, como ocurre en la mayoría de las sociedades cerradas, cuando el consejo de administración tiene 3, 4 ó 5 miembros, qué regla de cómputo apliquemos se vuelve relevante.
En fin, aún en el caso de que no se aceptase la tesis aquí expuesta, no debería haber inconveniente alguno en que si la mayoría de dos tercios de los miembros no se ha conseguido porque alguno de los consejeros – distinto del consejero-delegado – no ha asistido a la reunión, se pueda recoger a posteriori su voto favorable.
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