La mayor parte del libro está dedicada a la política de España en Marruecos, en particular, a criticar a Santiago Alba que proponía una estrategia "civilista" consistente en no atacar nunca a los rifeños - sólo defenderse - y reducir progresivamente la presencia militar española a las plazas de soberanía - Ceuta y Melilla negociando ésta con Abd el Krim. Era una estrategia que no podía ser exitosa porque Abd el Krim, naturalmente, se aprovechaba de ella para aumentar continuamente sus exigencias en la negociación con España y un repliegue en esas condiciones conduce a una matanza de las propias tropas por el enemigo. Pero los españoles somos famosos por mantenella y no emmedalla cuando de políticas desastrosas para el bienestar general se trata. Siempre es culpa de que no se han aplicado las políticas con suficiente intensidad. El resultado fue que, finalmente, el ejército, dirigido por Primo de Rivera y con el apoyo de toda la Sociedad barcelonesa y buena parte de la española, dio un golpe incruento (Sánchez lo habría amnistiado) que convirtió a Primo en dictador por siete años.
El otro tema que ocupó a las instituciones de la Constitución de 1876 en el año 1923 fue el del terrorismo sindical anarquista. Y, en fin, el separatismo catalán. Aquí van algunos párrafos de un libro que se lee como una novela y que es la crónica de un año - más - en el que la incipiente democracia española vivió en peligro por la incapacidad de la extrema izquierda y de los nacionalistas para cooperar con el resto de la sociedad.
la decepcionante conferencia de Pestaña (secretario general de la CNT) en el Ateneo de Madrid, que le había abierto las puertas en noviembre de 1922 pensando que se encontraban ante una figura «de orden» dentro de aquella organización. Los ateneístas se dieron de bruces con la realidad cuando Pestaña, recién recuperado de un atentado, justificó el terrorismo asegurando que «los sindicalistas no son unos angelitos», que «debían defenderse cuando son atacados» y que solo actuarían «dentro de la ley, siempre que la ley se respete». No otra había sido, para el conferenciante, la actitud de los mismos liberales «hace cien años». Un liberal de izquierdas, Adolfo Marsillach, tuvo que recordarle a Pestaña en un artículo en El Imparcial que la represión de la que se quejaba «fue consecuencia de la actuación perturbadora del Sindicato Único (el de la CNT), y que el terrorismo blanco, o como quiera llamársele, fue una resultante del terrorismo rojo». «De aquellos vergonzosos días a los de hoy», inquiría Marsillach, «¿ha pasado tanto tiempo para que se pueda decir desde la cátedra del Ateneo de Madrid que los sindicalistas se han limitado a defenderse? Es posible subvertir la realidad hasta tal punto?»
... tanto liberales como conservadores intentaron llegar a algún tipo de modus vivendi con la CNT y atenuar su «revolucionarismo» con contactos oficiosos y concesiones en materia laboral, que las sociedades patronales y de propietarios percibían con cada vez mayor hostilidad. Y como esas concesiones no disminuían el número de huelgas, ni el violento exclusivismo sindical de los cenetistas, y como tampoco contribuían a mejorar el estado del orden público, tanto los patronos como los sindicatos contrarios a los anarquistas y los partidos más importantes de Barcelona comenzaron a volverse hacia el Ejército. Los Gobiernos le habían ido implicando progresivamente en el mantenimiento del orden público ante la cronicidad de la violencia y el terrorismo, la insuficiencia de los efectivos policiales y la impotencia de los tribunales.
El poderío de la CNT y el empleo de la violencia para imponer sus condiciones a los patronos y obreros renuentes —con el fin de obligar a estos últimos a incorporarse al sindicato, cotizar y obedecer sus instrucciones— y para intimidar al poder público con extensas huelgas revolucionarias, provocaron la confluencia de sus adversarios,
En definitiva, los problemas de eficacia y efectividad que lastraban aquella monarquía constitucional surgían menos de la fortaleza de sus adversarios que de la división de sus partidarios, que debilitaba los instrumentos de gobierno a disposición del sistema. Aunque no se hubieran estrechado las bases de apoyo a aquel régimen, su creciente falta de articulación en agrupaciones políticas cohesionadas, capaces de responder con eficacia a las demandas y los problemas de un electorado más politizado y exigente, neutralizaba este apoyo como factor de estabilización y relegitimación de la monarquía liberal.
Cambó se reafirmó en que España debía reconstituirse en una «Confederación ibérica» a la que pudiera sumarse Portugal, un objetivo que el embajador francés Defrance juzgaba un ejercicio de «diletantismo»*. No más comprensivo se mostraba el italiano Paulucci: los lligaires sufrían una «monomanía de persecución» con la que tan solo pretendían justificar su propósito de que los cargos públicos y administrativos de Cataluña fueran reservados a sus partidarios «con exclusión del resto de los españoles», pero sin que ello les impidiera «ser funcionarios españoles en las otras partes del reino». Sin embargo, de sus conversaciones con otros diplomáticos y singularmente con el nuncio, Paulucci sacaba una conclusión pesimista: si el Gobierno no se decidía a hacer «concesiones serias» y disminuir su «excesivo centralismo», independiente» «Cataluña escogerá la primera ocasión favorable para declararse
... el ideólogo más relevante de Acció Catalana y antiguo colaborador de Prat de la Riba, Antoni Rovira i Virgili, se esforzaba por desmentirlo una y otra vez. Acció no aceptaría los enjuagues de Cambó, pues no podía haber otra solución duradera que «el reconocimiento pleno, franco, de la completa soberanía política de Cataluña». Rovira puntualizó que la independencia no quería decir «aislamiento», y no se cerraba a considerar una fórmula de «convivencia peninsular» siempre que dejara a salvo la soberanía catalana. Pero no consideraba suficiente la «fórmula federativa» y resaltó además que sus posiciones las compartían las «tres cuartas partes» de los militantes de la Lliga
Antoni Rovira i Virgili, da nombre hoy a la Universidad de Tarragona para vergüenza de España.
Roberto Villa narra un episodio acaecido en septiembre de 1923 pero que podría haber ocurrido en 2023
Había pocas dudas de que Acció y Estat buscaban refrendar sus últimos éxitos electorales capitalizando la fiesta (de la Diada)... se había congregado un gentio imponente en la Ronda de San Pedro para presenciar las ofrendas florales y los discursos de los representantes del Ayuntamiento de Barcelona, la Diputación provincial y la Mancomunidad. Un grupo de jóvenes nacionalistas del CADCI desfiló en manifestación hacia la Ronda portando una estelada, la bandera cuatribarrada con la estrella solitaria tomada de la enseña separatista cubana. Cerca de la una y media de la tarde, esos grupos se apostaron cerca de la estatua y dieron resonantes mueras a España ya Castilla, y vivas a Cataluña libre y a la «República del Rif.
Apenas habían pasado dos semanas desde Tifaruin y aquello les pareció demasiado a unos policías de paisano que trataron de retirar la estelada y detener a los que proferían los gritos. Pero los jóvenes forcejearon con ellos y varios retenes de Seguridad tuvieron que intervenir. El capitán que mandaba la unidad dio los toques reglamentarios para que el grupo se disolviera, pero, como les lanzaron objetos, ordenó cargar. El grueso de los asistentes, que no se había dado cuenta de los sucesos, fue arrollado por el empuje de los nacionalistas en su huida y por la carga policial. El público se dispersó despavorido y se contaron 18 nacionalistas y cinco policías heridos, que hicieron una veintena de detenidos, casi todos, socios del CADCI
Los disturbios se reprodujeron por la tarde, cuando otro grupo de esta organización (Acció Catalana era el partido independentista de Antonio Rovira i Virgili, que da nombre hoy a la Universidad de Tarragona para vergüenza del resto de España) volvió a apostarse ante la estatua de Casanova y comenzó a cantar Els Segadors dirigiendo sus estrofas a los agentes que la custodiaban, a los que convirtieron en alegóricos destinatarios de los «buenos golpes de hoz». La comisión organizadora del homenaje y el jefe del destacamento policial pidieron a los del CADCI que miraran hacia la estatua. El grupo se negó a hacerlo, de modo que los policías les exigieron disolverse y, tras nuevos toques de atención y otros tantos mueras a España, cargaron de forma «violenta y desusada». Sonaron cuatro disparos sin consecuencias. Hubo ocho heridos, entre ellos un guardia, y seis detenidos, a los que se decomisaron dos pistolas y varias armas blancas.
Cuando un diputado ligaire, Pedro Rahola, se presentó en la Delegación de la Policia junto a un concejal de Acció para preocuparse por los detenidos y pedir explicaciones (había habido altercados en Barcelona en una manifestación de los nacionalistas), varios agentes se negaron a franquearle el paso, incluso cuando enseñó su carné de parlamentario. Un indignado Rahola telegrafió a García Prieto (presidente del Gobierno en 1923) para denunciar los hechos: «Los agentes del Gobierno obedecían a una secreta consigna y estaban dispuestos a no respetar el derecho de los ciudadanos catalanes». Rahola acusó al presidente de no permitir «la exteriorización del sentimiento de un pueblo» y terminó advirtiéndole —en frase que atribuyó al general Prim de que «los catalanes no son de la condición del perro, que lame la mano de quien le pega».
La respuesta de García Prieto mostró hasta qué punto era completa la ruptura entre su Gobierno y los nacionalistas en visperas del golpe: subrayó que los «gritos subversivos» y los «ataques a la fuerza pública» no eran «derechos de ciudadanía, sino delitos», y que la frase de Prim era «aplicable a todos los pueblos de España, que tampoco toleran insultos, lamiendo la mano de quien los profiere».
Roberto Villa García, 1923. El golpe de Estado que cambió la Historia de España: Primo de Rivera y la quiebra de la monarquía liberal, 2023
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