Dentro de una organización – una empresa –, los encargados de que se cumplan las reglas tienen un trabajo poco agradecido. Su función es hacer de señorita Rottenmeier y asegurarse de que todos hacemos lo que los que han diseñado la organización dicen que hay que hacer. En una de las que yo participo, han organizado un sistema de premios y castigos simbólicos (alabanza y unos libros para los que cumplen bien y reproche público para los que cumplen tarde y mal) para estimular el cumplimiento tempestivo y puntual de las obligaciones formales de registro de las tareas realizadas y los tiempos empleados (llenar el time sheet). Los ganadores y los perdedores en ese concurso son casi siempre los mismos. Es decir, parece que este sistema de incentivos no altera las conductas. Eso no lo hace necesariamente ineficiente. Puede que el tiempo medio de retraso en registrar el trabajo realizado para que se pueda cobrar al cliente se haya reducido, lo que significaría que el sistema ha funcionado porque los más diligentes son más diligentes y los menos diligentes son un poco menos impuntuales de lo que lo serían si no se hubiera implantado este sistema de premios y castigos.
Pero si los tiempos medios no se reducen o si se observa que ya no se reducen más, es señal de que la cuestión está madura para ser mejorada creando un mercado donde se intercambien esas tareas por dinero o por otros “bienes” o “males”.
El problema para las organizaciones que ponen en marcha mecanismos como el descrito para incentivar a los miembros a cumplir diligentemente con sus obligaciones es que no pueden saber si la imposición de esa obligación es eficiente en el sentido de que el beneficio para la organización del mejor cumplimiento de sus obligaciones por los miembros es superior al coste que tiene para los miembros cumplir más diligentemente dicha obligación.
Supongamos que para Ticio rellenar al final del día el time sheet le produce “urticaria” y estaría dispuesto a cobrar un 5 % menos de su sueldo por no tener tal obligación. Para Cayo, sin embargo, rellenar el time sheet no tiene coste alguno. Casi lo agradece porque le permite distraerse de los asuntos que le han encargado. Pues bien, en tales casos, si la organización obliga a Ticio y a Cayo a rellenar diligentemente el time-sheet obtendrá un beneficio cuya envergadura podría determinarse en términos de más rápido cobro de las facturas y más completo cobro de todo el trabajo invertido por los abogados en los asuntos facturados. Lo que no se ha metido en el time-sheet no puede meterse en la factura. Y un coste que, en el caso de Ticio es del 5 % de su sueldo y en el de Cayo es cero. O sea que al beneficio descrito habría que reducirle el coste indicado. Pero la organización no hace tal cálculo porque el coste de Ticio no lo soporta la organización, de manera que ésta no tiene en cuenta todos los costes y beneficios de implantar el procedimiento para inducir el diligente cumplimiento por parte de todos los miembros.
Y para averiguar el coste de producir los bienes es para lo que los humanos inventamos los mercados y los intercambios. El precio de mercado informa a todos quién es el que puede producir el bien intercambiado a menor coste. Al fin y al cabo, los mercados se inventaron para intercambiar bienes cuya valoración por los distintos individuos era diferente. ¿Cuándo está indicado pues recurrir a mercados – o crearlos si no existen – cuando tengamos indicios de que la valoración del “bien” o del “mal” es diferente para cada uno de los individuos que forman el grupo. Por eso son tan poco eficientes los mercados financieros. Porque no es previsible que la actitud ante el riesgo sea muy diferente de un individuo a otro. De ahí que los mercados financieros no tengan por objeto principal asignar riesgos a los que pueden soportarlos a mejor coste sino especular. La acusación de que los mercados financieros son más parecidos a casinos que a mercados donde se intercambian bienes o males es ajustada.
Pero no es solo que la creación de un mercado esté indicada cuando la valoración del bien o del mal objeto de intercambio sea diferente, es que la creación de mercados en el seno de las organizaciones puede ser necesaria para internalizar los costes de las decisiones organizativas, para proporcionar a los que toman las decisiones, de “precios” de sus decisiones, precios que incluyan no solo los costes y beneficios que la implementación de la decisión tiene para la organización, sino también para los individuos que la forman. Porque, al estar en el seno de una organización, los contratos entre los miembros de la organización no son tan completos como para que cualquier coste o beneficio que experimentan quede “preciado” en el salario o en la retribución que los titulares de los factores de la producción reciben de la empresa a cuya disposición ponen éstos.
Esta idea quizá es útil para explicar muchos rasgos de las organizaciones. Por ejemplo, explicaría por qué son especialmente eficientes (en función del fin común que se persiga por sus miembros a través de la organización) las organizaciones cuyos miembros son muy homogéneos. Podemos suponer que el “coste” de cumplir con las reglas es bajo y uniforme para todos ellos. También explicaría por qué muchas organizaciones tienen un “exceso de organización”, es decir, demasiados procedimientos formalizados, demasiados protocolos de actuación, demasiadas previsiones, demasiada formación etc: puede ser que no incluyan en el cálculo coste/beneficio de tales reglas de decisión el coste que su cumplimiento tiene para los miembros de la organización.
Como siempre, todo es irrelevante si el mercado de productos en el que las organizaciones a las que nos referimos actúan es tan brutalmente competitivo que las que son, simplemente, un poco menos eficientes que las demás son expulsadas expeditivamente del mercado.