Un sistema de capitalización se basa en la idea paternalista – pero bien fundada empíricamente – según la cual los individuos no tienen incentivos para ahorrar para la vejez, básicamente por el
descuento hiperbólico que la evolución nos ha “regalado”. La gente no ahorra lo bastante para la vejez, de manera que obligamos a todos a ahorrar. Cuando llegamos a viejo, nos dan en forma de pensión, lo que hemos ahorrado a lo largo de nuestra vida. Con los cálculos actuariales adecuados, las compañías de seguro fijan la “prima” que tenemos que pagar, el número de años mínimo que tenemos que pagarla y la cuantía de la pensión que recibiremos.
El problema es que ninguna compañía de seguros está en condiciones de garantizar una determinada cuantía de la pensión (“defined benefits”) que pagará al asegurado cuando alcance la edad de jubilación. Y no puede hacerlo porque, aunque invierta prudentemente las primas, el contrato de seguro es a tan largo plazo que la compañía de seguros no está en condiciones de asegurarse una rentabilidad determinada y constante para esas inversiones. Hay riesgos sistémicos que no son asegurables: devaluación de la moneda, recesiones, dislocaciones del sistema económico, burbujas de activos etc. De ahí que el Estado tenga que aparecer como “asegurador de última instancia” cuando “todo lo demás falla”.
La solución, en los sistemas de capitalización, es sustituir el mecanismo del seguro – donde la “indemnización” que recibirá el asegurado está predeterminada – por el del ahorro puro y duro. La compañía de seguros actúa como gestor de nuestros ahorros y nos devuelve, llegada la jubilación, lo que fuimos aportando que habrá invertido prudentemente. Si morimos antes de jubilarnos, nuestros herederos reciben lo que haya en la bolsa. De ese modo, los riesgos de que no se alcance una rentabilidad suficiente para los ahorros pesan sobre el ahorrador.
En un sistema así, cada “palo aguanta su vela”. El Estado se limita a proteger a los ahorradores supervisando lo que hacen las compañías de seguro para que los esquemas Ponzi no se desarrollen y se pierda la confianza de los ahorradores. Y no hay redistribución.
Estos sistemas, sin embargo, no garantizan que los viejos cobren una pensión. Y, en ningún Estado social de Derecho se permite que haya viejos sin ingresos mínimos. De forma que, junto al sistema de capitalización, el Estado ha de garantizar la existencia de un sistema de pensiones “no contributivas” que abone una pensión a los que no han ahorrado, a los que han confiado sus ahorros a un gestor poco escrupuloso o torpe y a los que no han ahorrado lo suficiente como para generar una pensión mínima.
El sistema de reparto se basa en la solidaridad intergeneracional. En realidad, es un sistema en el que los jóvenes de cada generación mantienen a los de la generación anterior. Pero como todos los sistemas de reparto, se “montan” a partir del modelo del contrato de seguro, se vincula el nivel de ahorro – las cotizaciones al sistema – al nivel de la pensión. De esta forma se asegura que los jubilados no ven reducido drásticamente su nivel de ingresos cuando pasan a ser pensionistas, porque su pensión está calculada como un porcentaje de los ingresos que recibían cuando estaban en activo. Pero esta relación no tiene nada que ver con el hecho de que hayan cotizado más y por más años una vez que la cuantía de la pensión (multiplicada por el número de años que se recibe) supera la suma de lo cotizado – de lo ahorrado e invertido por la compañía de seguros –.
Un sistema de reparto más “sincero” se financiaría exclusivamente vía impuestos. Es decir, dejando de engañarnos acerca de que las pensiones públicas son como un contrato de seguro en el que la compañía de seguros es el Estado. Esta sinceridad reduciría los costes del trabajo (el empleador no pagaría el 30 % del salario en cuotas a la Seguridad Social) y reflejaría exactamente el nivel de solidaridad que una Sociedad quiere alcanzar. Los incentivos para ahorrar quedarían intactos (si la pensión estatal me parece baja, ahorraré por mi cuenta) y se eliminaría los efectos del sesgo de los seres humanos al descuento hiperbólico. De cada uno según su capacidad, a cada uno según sus necesidades. El Estado es, además, el mejor asegurador – the cheapest risk bearer – de los riesgos sistémicos que afecten a toda la Economía de un país. No solo es el mejor. Es el único que está en condiciones de asegurar esos riesgos.
Por eso, las discusiones acerca de la reforma del sistema de pensiones es tramposa y la idea de extender el cálculo de la pensión a toda la vida cotizada, también. Dado que las cotizaciones para pensiones son obligatorias y pagadas en 2/3 partes por el empleador, no se incentiva en absoluto a la gente a ahorrar porque se le diga que, cuanto más cotice, mayor pensión tendrá.
Lo que la Comisión de Expertos ha propuesto es, en realidad, ligar el gasto total en pensiones del Estado al PIB. Y esa es la vía correcta. La Sociedad debe decidir qué parte del PIB quiere dedicar a pensiones y corregirlo cada cinco años. Y, a continuación, distribuir esa parte del PIB en pensiones que deberían ser todas iguales y garantizar, exclusivamente, la cantidad que se considere que es la mínima necesaria para llevar una vida digna teniendo en cuenta el nivel de los salarios (en España, probablemente, en torno a los 1000 € al mes). Y, para todo lo demás, el mercado, esto es, las compañías de seguro, los planes de ahorro, etc.