Siempre hemos creído que los límites a la libertad de configuración estatutaria (de incluir en los estatutos de una SA o una SL lo que los socios tengan por conveniente) eran los generales de la autonomía privada (art. 1255 CC) y los – desgraciadamente – específicos del
art. 28 LSC, que añade a los generales, los “principios configuradores del tipo social elegido”.
El carácter imperativo de las normas legales mientras no se pruebe lo contrario y la prohibición general de renuncia a los derechos
No entendemos el interés que tienen muchos de nuestros autores en extender, aún más, la limitaciones a la autonomía privada por vía interpretativa. Creíamos que odiosa sunt restringenda y que las normas imperativas ya reflejan las preocupaciones del legislador por proteger a terceros de los efectos perjudiciales que los pactos contractuales puedan tener. Calificar una norma como imperativa solo se justifica porque los intereses de terceros se vean afectados o porque el socio minoritario no pueda protegerse frente a la decisión mayoritaria, precisamente, por el carácter mayoritario de ésta. En relación con esto último, ha de tenerse en cuenta que, en alguna medida, el socio puede – y debe – protegerse frente al riesgo de quedar en minoría incluyendo en los estatutos la norma que proceda (mayorías reforzadas, derecho de separación…).
Pues bien, en un trabajo reciente, se lee que la autonomía estatutaria para incluir causas de separación viene limitada no solo por los límites generales a la autonomía privada y estatutaria, incluyendo la necesaria unanimidad de los socios, sino también por “la propia configuración legal del derecho de separación y del fundamento que justifica su existencia” de los cuales “se desprenden diversos límites que no pueden ser sobrepasados”.
Obsérvese que esto es una apelación a las “esencias”, a la “naturaleza de las cosas”. La doctrina define cuál es “la configuración legal” del derecho de separación y cual es el “fundamento que justifica su existencia” como le viene en gana y, también arbitrariamente, decide cuándo se han sobrepasado los límites deducidos de tales esencias.
Porque, por definición, la “configuración legal” del derecho de separación ya nos determinará si un pacto estatutario al respecto es contrario a una norma imperativa de esa “configuración legal”. ¿En qué se basa el autor para añadir limitaciones a la autonomía estatutaria que no están en la Ley ni en los principios configuradores del tipo social elegido?
El siguiente sesgo contra la autonomía privada se traduce en el carácter imperativo de las causas legales de separación, carácter imperativo que la doctrina deduce de una interpretación a contrario del art. 347 LSC. Esto es, se deduce que los socios no pueden modificar o suprimir causas legales de separación del hecho de que el art. 347 LSC permita expresamente la supresión, adición o modificación de las causas estatutarias de separación.
De su propia enunciación se deduce que el argumento es erróneo porque presume lo que ha de ser demostrado, esto es, que el art. 346 LSC es imperativo. Que el art. 347 LSC diga lo que dice es una obviedad. Sería ridículo que los socios, que han incluido en los estatutos una causa de separación, no pudieran ¡modificar los estatutos! y suprimirla. Por tanto, que el art. 347 LSC se refiera a “estas causas” (las estatutarias) no dice nada respecto a que las causas legales de separación deban considerarse inmodificables por vía estatutaria. Como dice la doctrina alemana, un argumento a contrario solo podría extraerse de una norma que no recoja una regla o principio general. "Si se trata de un principio jurídico general, el argumento a contrario es inadmisible" (Bydlinski, Zöllner).
Y la autora se aplica, a continuación, a demostrar que el art. 346 LSC es imperativo. Y dispara con obuses de gran calibre: “Una norma jurídica, por principio, es siempre imperativa (es decir, de obligado cumplimiento) salvo que ella se proclame como facultativa”. Con ello, se alcanza un punto en el que la discusión deja de ser posible, puesto que hay una discrepancia básica, referida a los cimientos del razonamiento y la interpretación del Derecho. La autora no se apoya en autoridad alguna para hacer tal afirmación. Y, es obvio, la afirmación es incorrecta si no se tiene en cuenta el sector del Derecho en el que nos encontremos. Por ejemplo, las normas penales son imperativas. Sin duda. Pero las normas de Derecho Contractual son dispositivas (que no “facultativas”) en el sentido de que están ahí para auxiliar a los particulares en sus transacciones privadas y, por tanto, pueden ser sustituidas por reglas más adaptadas a sus intereses por los contratantes. Por ejemplo, el art. 1720 CC, dice taxativamente que
Todo mandatario está obligado a dar cuenta de sus operaciones y a abonar al mandante cuanto haya recibido en virtud del mandato, aun cuando lo recibido no se debiera al segundo.
Es obvio, sin embargo, que mandante y mandatario pueden pactar que el mandatario entregue solo una parte de lo recibido en virtud del mandato o pactar que no deba rendir cuenta alguna si devuelve al mandante lo entregado por el mandante o lo recibido del tercero. Y no hay duda de que la norma “se expresa de manera terminante sin ninguna condición para su aplicación y sin ninguna salvedad sobre su eficacia vinculante” lo que obligaría a entender que “es, por principio, imperativa”.
Pero es que, además, la opinión de la autora es contraria a la sostenida por la jurisprudencia que ha afirmado, en general, el carácter dispositivo de las normas aplicables a las sociedades limitadas y, recuérdese, la regulación del derecho de separación de la LSC procede, en su mayor parte, de la LSRL.
El siguiente obús lo lanza la autora contra otra obviedad: que la libertad contractual es un derecho fundamental y, por tanto, que las limitaciones públicas al derecho han de justificarse. Nosotros lo hemos deducido del art. 10.1 CE trayendo la doctrina constitucional alemana que se ha formulado sobre bases constitucionales muy semejantes. La autora concede que, en todo caso, las limitaciones a la libertad contractual deben ser proporcionadas. Pero, al dar por supuesto que cualquier norma es imperativa aunque no proteja derechos de terceros ajenos al contrato y aunque la norma no haya dicho expresamente que no cabe el pacto en contrario, deja las puertas abiertas a cualquier argumento doctrinal que no legal para afirmar el carácter imperativo y la limitación de la autonomía privada.
Y las consecuencias desorbitadas a la que conduce el razonamiento de la autora se aprecian inmediatamente: los individuos no son libres de renunciar a la protección que le ofrecen las normas legales.
Si ello fuera así la utilidad de la norma sería escasa o nula ya que, aunque se requiera consentimiento unánime, el socio minoritario en muchos casos se vería obligado a consentir forzado por las circunstancias o por la presión ejercida por la mayoría (sea en el momento de constituir la sociedad o en otro posterior), si quiere participar o continuar en la sociedad. De ahí que el legislador en éste, como en otros muchos casos, pretenda tutelar al socio aún en contra de su libre voluntad
Y, en nota, se alega la prohibición de la esclavitud como ejemplo de una norma que protege a los individuos incluso contra su voluntad. Como se ve, esta interpretación de las normas es contraria al modelo de individuo que está en la base de la Constitución, alguien libre e igualmente digno. Es contrario a la dignidad de los individuos impedirles configurar sus relaciones con otros particulares como tengan por conveniente y, no es ya paternalista, sino directamente contrario a la dignidad humana que el Estado – o los profesores de Derecho – digan a los particulares cuándo pueden y cuándo no renunciar a los derechos que las normas les atribuyen. El Código Civil lo refleja específicamente cuando afirma (art. 6.2) que la “exclusión voluntaria de la ley aplicable y la renuncia a los derechos en ella reconocidos sólo serán válidas cuando no contraríen el interés o el orden público ni perjudiquen a terceros.
Así pues, la carga de la argumentación corresponde a los que afirmen que una renuncia a un derecho debe considerarse ilícita porque es contraria al interés u orden público o porque perjudica a terceros. Si el legislador no ha establecido claramente el carácter irrenunciable del derecho que consagra (en cuyo caso, el problema será de inconstitucionalidad de la norma por limitar la autonomía individual desproporcionadamente), la carga de argumentar que el derecho no es renunciable corresponde a los que así lo afirmen. Y no se aprecia ninguna razón de orden público o de protección de terceros que impida al socio de una sociedad limitada renunciar a su derecho a separarse de la sociedad porque ésta, por ejemplo, traslade su domicilio social al extranjero.
Para comprobar lo absurdo de la posición que criticamos, imagínese que unos particulares constituyen una sociedad y piensan que, en el futuro, el centro de actividad estará en Bélgica y, por tanto, que les convendrá trasladar la sede social a Bruselas ¿no han de poder renunciar a separarse de la sociedad en tal caso? ¿han de arriesgarse a que uno de los socios, oportunistamente, se separe cuando la mayoría decida trasladar la empresa a Bélgica? ¿qué interés público o de terceros hay en prohibir la cláusula estatutaria correspondiente?
Olvida, además, la autora que la prohibición de abuso de derecho protege al socio que ha renunciado a un derecho en los estatutos si la alegación de la cláusula estatutaria por parte de la mayoría es contraria a la buena fe.
Lo más “simpático” de la postura que criticamos es que, una vez que han dado por sentado que la norma es imperativa e inasequible a la renuncia individual, obliguen a los que piensan distinto a promover una reforma legislativa. Nuevamente, se trata de una petición de principio: si la norma es dispositiva, la cláusula estatutaria que la derogue es válida y no necesitamos reformar la norma. Pero, claro, si decimos que la norma es imperativa y que no puede derogarse ni siquiera con el consentimiento unánime de los socios, decir que los que piensan distinto están haciendo propuestas de lege ferenda es una obviedad.
La exageración llega a considerar igualmente ilícita la derogación de la norma en un pacto parasocial cuando el Tribunal Supremo ha declarado recientemente que estos pactos no están sometidos al Derecho de sociedades de capital sino exclusivamente a los límites a la libertad contractual en general (
STS 23-X-2012)
Límites no escritos a la libertad estatutaria: “los principios configuradores (no del tipo social elegido sino) de la institución”
La libertad individual y estatutaria se limita, además, apelando, no a los principios configuradores del tipo social (de la SL o de la SA) sino a los propios principios configuradores del derecho de separación. Esto es lo del barón de Münchhausen. Primero decimos qué es y como está configurado el derecho de separación y, a continuación, prohibimos a los particulares dibujar de otra manera la institución. Si, además, la concepción del derecho de separación es incorrecta – como sucede a menudo – entonces se sigue cualquier disparate respecto de lo que está prohibido y lo que no.
El problema con la concepción del derecho de separación criticada estriba en que estos autores se empeñan en proteger algo que no es digno de protección: a saber, la continuidad de la empresa. Es obvio que el derecho de separación se reconoce como una medida eficiente para garantizar, por un lado, la desvinculación del socio y, por otro, tutelar el interés de los demás socios en continuar con la sociedad sin tener que disolverla (que es lo que ocurre en las sociedades de personas). Pero no hay un interés público en que las sociedades no se disuelvan y que las empresas continúen. Las empresas son de propiedad privada y la gente hace con sus cosas lo que le parezca. Por tanto, en el derecho de separación no hay más intereses que los de los socios (y los de los acreedores tutelados con las normas sobre capital y sobre liquidación).
En consecuencia, no puede extraerse límite alguno para la autonomía estatutaria del pretendido interés en mantener la continuidad de la empresa. Porque la autora no estará dispuesta a afirmar que ese interés haya de prevalecer – empresas rentables – frente a la voluntad de ¡la mayoría! de proceder a la disolución y a la liquidación. Si no puede limitarse el derecho de la mayoría a disolver, mucho menos el derecho de todos los socios a decidir cuándo uno de ellos puede separarse o no de la sociedad. No hay una sola norma en nuestro Derecho de Sociedades que permita a los acreedores obligar a los socios a no reducir el patrimonio social, a no “descapitalizar” (en sentido impropio). Si la cifra de capital no se toca y el patrimonio social cubre el capital, los acreedores no tienen nada que decir. Si los socios deciden repartirse el patrimonio social, tienen derecho a hacerlo y no tienen que preguntar a los acreedores sobre si el reparto “pone en peligro la continuidad de la empresa” (sin perjuicio de la responsabilidad ex 1902 CC).
Y si la separación del socio conduce a una reducción del capital (nos hemos cansado de repetir que puede articularse a través de la venta de las acciones del socio a un tercero o a la propia sociedad), deberán cumplirse las normas de la reducción de capital, incluida la del capital mínimo y, en último extremo, si los demás socios no están dispuestos a garantizar que dicha cifra no se respeta, a la disolución. No pasa nada. La empresa social no desaparece. Se venderá a quien más la valore y cada socio recibirá su cuota de liquidación.
En esta pendiente hacia un Derecho de sociedades “norcoreano”, y tras haber prohibido a los socios suprimir o modificar las causas legales de separación, estos autores añaden que también hay que considerar prohibido establecer, como causas estatutarias de separación aquellas que “no obedezcan a motivos graves o cualificados”. Obsérvese que, aquí ya el paternalismo alcanza niveles verdaderamente notables. Pero, lo peor para sus patrocinadores, es que el legislador, al establecer la causas que dan derecho al socio a separarse, ha incluido algunas que son ridículas (como la transformación de una SL en SA) o lo son en muchos casos (como la modificación del régimen de transmisibilidad de las participaciones). De manera que aquí, la doctrina se pone doblemente por delante del legislador apelando a la esencia de la esencia.
La ilicitud de la cláusula estatutaria que prevea el derecho del socio a separarse por justos motivos
La afirmación nos deja patidifusos ya que el Código Civil (arts. 1705-1707) regula con una cláusula general de “justa causa” el derecho a disolver la sociedad de duración determinada anticipadamente. Este derecho de denuncia extraordinaria es un derecho de aplicación general en todos los contratos de duración determinada como lo demuestra la regulación del contrato de agencia y, en el ámbito del Derecho de Sociedades, en las sociedades profesionales. El recurso a cláusulas generales (buena fe, justos motivos, abuso de derecho, moral…) es general y permanente en todo el Derecho Privado y su indeterminación no puede justificar la ilegalidad del recurso a las mismas.
Y no vemos por qué le preocupa a la autora que la inclusión de una cláusula general para delimitar cuándo podrá separarse el socio genere “incertidumbre” y pleitos posibles sobre su concurrencia en el caso concreto. De eso, deberían preocuparse los socios, no los profesores de Derecho y, eventualmente, los abogados que aconsejan sobre la redacción de los estatutos sociales. Pero es el colmo del paternalismo prohibir a los particulares incluir cláusulas en sus contratos sobre la base de que “generan incertidumbre”.
No es paradójico, sino coherente con una concepción respetuosa de la libertad de los individuos, afirmar simultáneamente que hay un derecho de separación por justos motivos digan lo que digan la ley y los estatutos y afirmar, a la vez, que los socios – por unanimidad, por desgracia – pueden hacer de su capa un sayo al respecto. Pueden excluir los “justos motivos” como causa de separación con el límite de la prohibición de vinculaciones perpetuas u opresivas, que es un límite de orden público. Pueden concretar los “justos motivos” en forma restrictiva, pueden descartar ciertos “justos motivos” como desencadenantes del derecho de separación.
En contra de lo que piensa la autora, que la norma legal sea la separación ad causam en las sociedades de capital no significa que la autonomía privada no pueda establecer el derecho de los socios a separarse ad nutum. No es contradictoria una cosa con la otra si se entiende la regulación legal, como hemos propuesto nosotros, como supletoria. Lo que el legislador dice es que, “salvo que los socios decidan algo distinto por unanimidad (no por mayoría), los socios de una SA o una SL podrán separarse cuando concurra alguna de las siguientes causas…”
Es un problema estricto de técnica legislativa si la Ley debe recoger una cláusula general de justos motivos exclusivamente o una lista de causas concretas. Parece preferible la técnica de la cláusula general y, como hace la Ley de Competencia Desleal, añadir un listado de concreciones de los justos motivos para orientar la actuación judicial. ¿Qué hay de extraño en eso?
El caso de las sociedades profesionales, la autora parece identificar erróneamente la ratio del derecho de separación ad nutum que se reconoce a los socios profesionales: no es que no queden “prisioneros” de sus títulos. Es que están obligados a realizar prestaciones accesorias – ejercicio de la profesión – y, por lo tanto, estarían “prisioneros de la sociedad” en un aspecto central de su vida, el ejercicio de su profesión, lo que es incompatible con el respeto al derecho fundamental del art. 35 CE.
Las objeciones de la autora respecto de la exclusión de socios por justos motivos son todavía menos aceptables. Citando a Sánchez Ruiz, afirma que
En segundo lugar, tampoco puede aceptarse de forma acrítica la traslación a nuestro ordenamiento de la construcción doctrinal y jurisprudencial alemana de la exclusión por justos motivos (motivos importantes) basada en la existencia de un principio general del Derecho según el cual los contratos duraderos o por tiempo indefinido siempre pueden ser extinguidos a iniciativa de una de las partes (o de ambas) si concurre un justo motivo. Y ello porque aun considerando que ese principio estuviera vigente en nuestro derecho «no sería fundamento suficiente para la exclusión de socios porque dicho principio cobra verdadero sentido en supuestos donde la finalidad pretendida es liberar a una de las partes de su propio vínculo contractual, mientras que en la exclusión tiene un efecto mucho más drástico, pues implica la facultad (colectiva) de extinguir el vínculo de otro sujeto (el socio excluido)»
Las palabras no sustituyen el razonamiento. Aunque se diga que la exclusión de un socio tiene un efecto “más drástico”, el efecto es idéntico al que se produce en un contrato bilateral: el vendedor, cuando resuelve el contrato de compraventa, extingue su vínculo con el comprador. La mayoría – los demás socios – extinguen su vínculo (societario) con el socio afectado por la exclusión cuando acuerdan ésta. No extinguen el vínculo de otro sujeto con ningún tercero, sino con ellos mismos universalmente expresado en el contrato de sociedad.
Por lo demás, reconocer que se puede excluir a un socio por justos motivos no significa que el socio excluido no pueda acudir al juez para impugnar tal declaración y que el juez no pueda anular la decisión de los demás socios como hacen habitualmente en el ámbito de las asociaciones sin que nadie haya dudado nunca del derecho a la tutela judicial del socio expulsado o, en el ámbito de la resolución contractual, respecto al derecho del contratante a considerar "mal resuelto" el contrato por la contraparte.
En fin,
equiparar la exclusión a la expropiación al socio excluido de su derecho de propiedad sobre las acciones o participaciones es disparatado. La expropiación implica que el Estado se apropia de un bien de un particular por causa de utilidad pública. La exclusión no es mas que una forma específica de resolución parcial de un contrato. Nadie ha dicho jamás que cuando la Ley permite al vendedor resolver el contrato de compraventa con el comprador por incumplimiento de éste, esté expropiando a éste de su derecho a la entrega de la cosa. Y, como la autora tiene que reconocer, la legitimidad constitucional del
squeeze out es un argumento
a fortiori, puesto que en el caso en el que se permite al socio mayoritario obligar al minoritario a venderle su participación, no concurre ninguna justa causa en la persona del minoritario que justifique la obligación de venta, por lo que la legitimidad constitucional del
squeeze out es muy inferior a la de la exclusión por justos motivos y todos los tribunales constitucionales que se han ocupado del
squeeze out han admitido su legitimidad.
Carmen Alonso Ledesma, “La autonomía de la voluntad en la exclusión y separación de socios”, RDM, 287 • Enero-Marzo 2013