No hay que gastar muchas palabras para resaltar la importancia que tiene el deber de lealtad de los administradores en el Derecho de Sociedades o, más generalmente, en todo el Derecho Privado. El deber de lealtad, como obligación de cualquier agente de anteponer los intereses de su principal a los propios constituye una de las reglas (rectius, estándar o cláusula general) más fundamentales del Derecho Privado. Su concreción resulta, igualmente, una de las tareas más difíciles de las asignadas a los estudiosos, no solo a los juristas sino a los filósofos morales, a los economistas, a los psicólogos y a los biólogos. La cooperación entre los seres humanos requiere “poder confiar” en que aquellos de quienes nos servimos para extraer las ventajas de la especialización se comportan lealmente cuando las condiciones en las que se realiza la contratación no son las ideales. En condiciones ideales, la posibilidad de que un contratante haga prevalecer sus intereses sobre los de la contraparte es inidónea para producir daños a la contraparte. La contraparte, simplemente, no celebrará el contrato si el precio no cubre los riesgos asociados al conflicto. Pero no utilizamos la expresión “conflicto de interés “ para referirnos a que, en los contratos bilaterales, normalmente, las partes tienen intereses opuestos. Tiene que darse una situación típica en la que la contraparte no puede protegerse denegando el consentimiento a la pretensión conflictuada del otro. Típicamente, cuando el objeto del contrato incluye el suministro de información o asesoramiento o la realización de un encargo por cuenta de otro. No en todos estos casos se impone un deber de lealtad al que informa, asesora o realiza el encargo. Si el que recibe la información, el asesoramiento o el que encarga la gestión puede protegerse frente a la posibilidad de que el que informa, asesora o ejecuta el encargo haga prevalecer su propio interés sobre el del principal, no hay que imponer deber de lealtad.