foto: @thefromthetree
Empieza el profesor de Oxford su “voz” sobre la sociedad anónima advirtiéndonos de cuál debe ser el criterio superior de interpretación de las normas legales – en este caso italianas – que regulan la sociedad anónima: favorecer la creación, desarrollo y competitividad de las empresas. Este objetivo – recogido en la ley de bases que implementó la reforma del Derecho de Sociedades en 2001 en Italia - obliga al intérprete a adoptar
una visión funcional del Derecho
de Sociedades, esto es, concebir el Derecho como una “institución al servicio de la Sociedad en su conjunto… como un instrumento para satisfacer de la mejor manera posible los intereses de los destinatarios de las normas”. No para ahormar las conductas de los ciudadanos a unas pautas arbitrariamente establecidas por el legislador. No podemos estar más de acuerdo.
Tras exponer los rasgos fundamentales de la sociedad anónima como sociedad de estructura corporativa y el significado de la atribución de personalidad jurídica, las consecuencias de la separación patrimonial (del patrimonio social respecto del patrimonio de los socios y – lo que no siempre se tiene en cuenta – del patrimonio de los que actúan por cuenta del patrimonio social, esto es, el patrimonio de los administradores) y la reducción en términos de costes de contratar que tal separación patrimonial permite obtener, examina con algo más de detalle el problema de la responsabilidad limitada.
Coincidimos plenamente con dicho análisis salvo en su afirmación de que la responsabilidad limitada permita desplazar los riesgos de la empresa hacia los acreedores involuntarios. Como hemos expuesto en otro lugar, los administradores y socios de control de una sociedad anónima o limitada no son limitadamente responsables frente a los acreedores extracontractuales. Sólo lo son frente a los acreedores contractuales que, como su nombre indica, pueden contratar dicha responsabilidad si así lo desean. Pero si alguien resulta dañado por una sociedad anónima, siempre tendrá acción indemnizatoria no sólo contra el patrimonio social sino contra los individuos, dentro de la organización a los que sea imputable el daño personalmente. Dado que, dentro de la organización societaria, hay individuos que soportan deberes de garante respecto de la producción de daños a terceros por la “organización”, la situación de los acreedores extracontractuales no es peor que en la que estarían colocados si no existiese responsabilidad limitada de los socios. Es más, aunque la responsabilidad de los socios fuera ilimitada (como ocurre con las sociedades de personas), un tercero que sufre un daño como consecuencia de la actuación de un miembro de la organización societaria no tendría acción contra cualquiera de los socios. No, desde luego, contra aquellos socios que no hubieran participado de ninguna forma en la conducta dañosa. Sí que la tendrían contra el patrimonio social y contra el de aquellos miembros de la organización a los que sea imputable el daño. En realidad, el desplazamiento de los riesgos empresariales y su puesta a cargo de los terceros dañados en la Revolución Industrial no se produjo a través de la “invención” de la responsabilidad limitada (la responsabilidad limitada es muy anterior en el tiempo a la Revolución Industrial) sino por la subjetivización de la responsabilidad extracontractual. Con la Revolución Industrial, se abandonó la responsabilidad objetiva y se generalizó la exigencia de “culpa o negligencia” para imponer la obligación de indemnizar los daños lo que permitió al Derecho eximir de responsabilidad a las empresas industriales por los daños que su actividad causaba, sobre todo, a los trabajadores, a los que compraban en masa sus productos y a las comunidades próximas a las factorías.