@thtefromthetree
Taken to the extreme, crony capitalism can become fascism
La idea básica es que si la business judgment rule (art. 226 LSC) protege a los administradores que actúan informada y desinteresadamente en el mejor interés de los accionistas, esta protección frente a cualquier responsabilidad debe decaer cuando los administradores persiguen fines distintos del de la maximización del valor del patrimonio social. Y la razón se encuentra en que, en tal caso, no estarían actuando libres de cualquier conflicto de interés. Entiéndase bien que la referencia a libres de de cualquier conflicto de interés en el art. 226 significa algo más amplio que lo que significa en el art. 228 LSC, donde el legislador impone al administrador el deber de abstención cuando sufra un conflicto de interés transaccional.
Y ¿qué nos permite dejar de aplicar la presunción de que los administradores actúan de acuerdo con el interés social cuando justifican su decisión sobre la necesidad de proteger adecuadamente otros intereses (stakeholders) distintos del interés de los accionistas? (Recuérdese, en todo caso, que en el Derecho norteamericano la business judgment rule tiene un significado más amplio que en Europa ya que supone que, si los administradores actúan protegidos por la regla, no puede considerarse que han infringido su deber de diligencia, mientras que en nuestro Derecho, la norma se limita a ofrecer a los administradores una forma de trasladar al demandante la carga de probar que, a pesar de que se ha producido un daño como consecuencia de su conducta para el patrimonio social, el daño les es imputable. O como he dicho en otra entrada: la business judgment rule puede entenderse como una norma que excluye la responsabilidad de los administradores por infracción del deber de diligencia (como sucede en algunos Derechos de Sociedades de EE.UU) o como una regla que facilita (o… asegura) a los administradores la prueba de que han cumplido con su deber de gestionar diligentemente la sociedad.
Padfield resume su posición como sigue:
El capitalismo, en el contexto del gobierno corporativo puede entenderse como un sistema económico que considera que la eficiencia se logra si los administradores sociales se limitan a ejecutar proyectos que esperan razonablemente que tendrán un impacto positivo sobre el valor de las acciones de la compañía (descontados los costes de oportunidad). Estos proyectos se denominan ‘proyectos con valor presente positivo’ (VPN).
Pues bien, cuando se permite a los administradores atender a los intereses de los demás grupos implicados en la producción y distribución de los bienes y servicios que constituye el objeto social de una compañía (trabajadores, clientes, proveedores, comunidades locales…, medio ambiente, cambio climático… en adelante stakeholders o stakeholder capitalism), la presunción de que los administradores que emprenden tales proyectos están actuando de conformidad con el “interés social” ya no puede mantenerse. Y la razón es que el llamado stakeholder capitalism puede conducir a los administradores a hacer prevalecer intereses espurios – a menudo el interés propio – so capa de estar tutelando esos intereses de terceros distintos de los accionistas.
En efecto, dice Padfield el stakeholder capitalism, puede entenderse como “una forma mejorada de calcular el valor actual neto en términos de precio de las acciones” pero también, como “una decisión consciente de sacrificar valor para promover objetivos sociales…” o “una forma de captura de rentas – rent seeking – “ o una forma de presentarse como una empresa “ecológica” sin serlo o como una expresión de costes de agencia más elevados, porque significa que los administradores “están avanzando sus preferencias o intereses políticos o patrimoniales sobre el incremento del valor del patrimonio social” o, finalmente, todo esto del stakholder capitalism puede no ser más que una forma de capitalismo de amiguetes crony capitalism, esto es, un pacto colusorio entre los administradores de las compañías y los políticos para que éstos reciban sobornos de aquéllos a cambio de protegerlos, mediante regulación, frente a la competencia o a cambio de proporcionarles contratos y financiación pública de forma discriminatoria.
Dado el alto riesgo de que el capitalismo de amiguetes constituya una conducta ilegal o ineficiente… las decisiones justificadas sobre la base de los intereses de terceros… no deberían presumirse adoptadas desinteresadamente y con la debida información por los administradores, y por tanto, no protegidas por la regla de la discrecionalidad empresarial. Por el contrario, dicha conducta debería estar sujeta a un mayor escrutinio para tener en cuenta el omnipresente espectro de los motivos ilegales/ineficientes.
En definitiva, la apelación a los intereses de terceros por parte de los administradores sociales es tan sospechosa como la alegación del barbero sobre lo descuidada que tiene uno la barba: una afirmación realizada en interés propio y no del cliente. Y esta objeción vale para la alegación de cualquier objetivo de los que se envuelven en el llamado “ESG” (Environment, Social, Governance). Los administradores que justifican medidas costosas para el valor del patrimonio social sobre alguno de estos objetivos deberían explicar de qué modo la consecución de esos objetivos precisamente a través de esos medios contribuye a aumentar el valor de la empresa a largo plazo. Y no hay por qué darles por hecho ese argumento por la simple apelación a la ecología, la sostenibilidad, la resiliencia, los intereses de todos los grupos implicados etc.
Naturalmente, a salvo de pacto de los socios recogido en los estatutos.
Por último, tiene interés lo que dice el autor sobre los inversores institucionales. Es conocida la polémica existente sobre que los intereses de éstos y los intereses de las compañías en las que invierten singularmente consideradas pueden entrar en conflicto porque los gestores de fondos de inversión persiguen maximizar el valor de su cartera, no el valor de cada una de las empresas en las que invierten. Pues bien, el interés que deben perseguir los administradores al respecto no es el de esos inversores institucionales en maximizar el valor de sus carteras, sino que han de permanecer fieles a la maximización del valor del patrimonio que tienen encargado administrar. De lograr que sea equivalente la maximización del valor de cada una de las compañías en las que invierten y la maximización del valor de la cartera en la que invierten se han de ocupar los gestores de esos fondos que actuarían en contra del interés social de las compañías en las que tienen participación si votaran, en relación con las decisiones “estratégicas o de negocio” con la vista puesta en un objetivo distinto d maximizar el valor del patrimonio social.
En este punto el autor cita a Amanda Rose:
Los gestores de fondos tradicionales afirman que su compromiso con la ESG está motivado por el deseo de mejorar el rendimiento de los fondos a largo plazo en beneficio de los inversores. Pero los costes de agencia ofrecen una posible explicación alternativa: abrazar el movimiento ESG puede ayudar a los gestores de activos a ganarse el favor político, permitiéndoles eludir una mayor regulación del sector; puede promover los compromisos sociopolíticos personales de quienes los dirigen; o puede ofrecer una forma de atraer inversores sin imponer ninguna limitación significativa a la forma en que se gestiona un fondo.
Amanda M. Rose, A Response to Calls for SEC-Mandated ESG Disclosure, 98 WASH. U.L. REV. 1821, 1824–25 (2021)