lunes, 15 de abril de 2019

Una interpretación privatista de los párrafos 1 y 3 c) del artículo primero del Estatuto de los Trabajadores



Rubens

Dice el artículo 1.3 letra c) del Estatuto de los Trabajadores (LET) que, por excepción, no se considerará trabajador al que realice la siguiente actividad:
La actividad que se limite, pura y simplemente, al mero desempeño del cargo de consejero o miembro de los órganos de administración en las empresas que revistan la forma jurídica de sociedad y siempre que su actividad en la empresa sólo comporte la realización de cometidos inherentes a tal cargo
Es llamativa la acumulación de adverbios: la actividad – para no ser considerada prestación laboral – se debe limitar “pura y simplemente” al “mero” desempeño, no del cargo de administrador, sino del cargo de “consejero o miembro” de los órganos de administración. Y, aún dentro de esta actividad, la relación laboral está excluida sólo si este consejero se limita (“sólo comporte”) a realizar los “cometidos inherentes” al cargo de consejero. 

¿Cuáles son los “cometidos inherentes” al cargo de consejero? Los que se corresponden con las obligaciones de un miembro de un órgano colegiado. Cuando el legislador laboral dibuja la excepción a la calificación de laboral del contrato entre la sociedad y un individuo que desempeña tareas de gestión y dirección de la empresa, utiliza todos los sustantivos y adjetivos que dibujan la figura del consejero no ejecutivo, esto es, presupone (i) que la sociedad está regida por un consejo de administración; (ii) que el individuo cuya relación con la sociedad ha de calificarse es consejero, esto es, miembro del consejo de administración y (iii) que no tiene delegadas a su favor las facultades de ejecución.

Este es el sentido que hay que dar al art. 1.3 del Estatuto de los Trabajadores: no será calificada como relación laboral, sino como contrato mercantil de arrendamiento de servicios (o mandato, si se quiere, dado que no hay una regulación legal que merezca ese nombre del arrendamiento de servicios en el Código civil o en el Código de Comercio) la relación entre una sociedad anónima o limitada y los miembros de su consejo de administración que no desempeñen funciones ejecutivas por delegación de ese consejo. Que se limiten a desempeñar las funciones propias de un miembro de un órgano colegiado.

El art. 1.3 c) LET ha sido objeto de interpretación auténtica por el legislador mercantil en la reforma de 2014 cuando ha incluido en el art. 217.2 LSC (e indirectamente en el artículo 249.4 LSC) la expresión en su condición de talespara referirse a la remuneración que ha de figurar en los Estatutos sociales: la que ha de figurar en los estatutos es la remuneración de los administradores en su condición de miembros de un órgano colegiado. Ya sabemos que el Tribunal Supremo ha considerado aplicable dicho precepto a la remuneración de los consejeros ejecutivos pero la sentencia no es convincente y, probablemente, será objeto de revisión en el futuro si, como cabe esperar, nuestro tribunal de casación no hace oídos sordos a las críticas recibidas. Pero esa sentencia no es relevante a los efectos de resolver la cuestión siguiente:

¿Cómo ha de calificarse el contrato que une a un individuo con una sociedad cuando gestiona la empresa social, esto es, dirige la actividad de los empleados, toma decisiones sobre aplicación de los activos a los objetivos perseguidos por la empresa, vincula el patrimonio social con terceros etc?


Y la respuesta es sencilla si, en lugar de tratar de responderla aplicando el art. 1.3 c) LET en primer lugar, aplicamos el art. 1.1 LET a la luz de lo dispuesto en el 1.3 c) LET.  En otros términos, primero ha de comprobarse si en la relación entre el individuo y la sociedad hay ajenidad y dependencia. Y, si la hay, el contrato que articula esa relación habrá de ser calificado de laboral (o de laboral especial de alta dirección en su caso) salvo que estemos en la excepción del art. 1.3 LET.

Esto significa que el art. 1.3 c) LET es una auténtica excepción a lo dispuesto en el art. 1.1 LET y no, simplemente, una regla que aclara lo dispuesto en el art. 1.1: si alguien se limita a desempeñar las funciones de miembro de un órgano colegiado, aunque realice esta actividad con ajenidad y dependencia, no será considerado como un trabajador pero si desempeña las funciones de gestión de la empresa social, la calificación de la relación como laboral es impepinable. Por tanto, es evidente que si alguien desempeña las funciones a las que se refiere el art. 1.3 c) LET y, además, gestiona la empresa social, habrá que concluir que su relación con la sociedad es laboral. Porque esto es lo que se deduce del art. 1.1
La presente Ley será de aplicación a los trabajadores que voluntariamente presten sus servicios retribuidos por cuenta ajena y dentro del ámbito de organización y dirección de otra persona, física o jurídica, denominada empleador o empresario
De modo que la actividad ejecutiva siempre ha de estar cubierta por un contrato laboral salvo que no se realice en términos de ajenidad o dependencia. ¿Cuándo ocurre esto? es decir, ¿cuando la actividad ejecutiva no se realiza en términos de ajenidad y dependencia? Únicamente cuando el administrador es administrador único y, a la vez, socio mayoritario. Porque sólo en tal caso podremos afirmar que el administrador realiza una prestación típicamente laboral (la de gestión empresarial) para sí mismo (si es el socio mayoritario) y sin someterse a la dirección y control de nadie (porque es el socio mayoritario y, por tanto, puede adoptar con su sola voluntad – mayoría – las decisiones de gestión). Incluso en el caso de una sociedad cotizada de capital disperso, el consejero-delegado debería ser considerado como trabajador – de alta dirección – ya que actúa con ajenidad y dependencia: depende del consejo de administración. Y, de nuevo, no entra en la excepción del art. 1.3 c) LET porque su actividad no se limita a la de ser miembro de un órgano colegiado.

Como he explicado en otro lugar, los órganos colegiados no pueden actuar. Los órganos colegiados no pueden “producir” conductas. Sólo pueden producir “acuerdos”. Su naturaleza les impide ser permanentes y les impide actuar si no es a través de acuerdos. De manera que han de auxiliarse necesariamente de individuos – de hombres o mujeres concretos – para ejecutar tales acuerdos. De ahí que tenga sentido que el legislador laboral haya excluido de la calificación de relación laboral el “trabajo” de un miembro de un órgano colegiado. La adopción de acuerdos, como prestación laboral resulta bastante chocante. No ya por la discontinuidad, sino sobre todo porque lo que se pide y espera de un consejero es, precisamente, su independencia de juicio. Como dice Lionel Smith, lo que debe un consejero – un miembro de un órgano colegiado de administración de una persona jurídica – es su “juicio independiente”. Casa mal con una relación laboral en la que – como reza el art. 1.1 LET – el trabajador está inserto en el “ámbito de organización y dirección de otra persona”.

Decía más arriba que el legislador de 2014 ha interpretado auténticamente el artículo 1 LET en la nueva redacción dada a los artículos 217.2 y 249.4 LSC. Pero lo ha hecho también en la nueva redacción dada al art. 161 LSC. Dicho precepto extiende a las juntas de las sociedades anónimas la legitimidad para dictar instrucciones a los administradores “en asuntos de gestión”. El precepto lo establece ya en su título y lo repite en el texto: se trata de instrucciones sobre asuntos de gestión:
Salvo disposición contraria de los estatutos, la junta general de las sociedades de capital podrá impartir instrucciones al órgano de administración o someter a su autorización la adopción por dicho órgano de decisiones o acuerdos sobre determinados asuntos de gestión, sin perjuicio de lo establecido en el artículo 234.
¿Por qué? Porque la competencia sobre los “asuntos de gestión” de la empresa social corresponde, prima facie, a los administradores. Pues bien el art. 161 LSC lo que pone de manifiesto es que, también en el caso de un administrador único hay dependencia porque el administrador único queda a expensas de las instrucciones que quiera dictar la junta, dependencia que es mucho más evidente si la sociedad es unipersonal en cuyo caso la dependencia del administrador del socio único es absoluta.

Y aquí es donde reside el otro error de la doctrina del vínculo. El silogismo que aplica es el siguiente: si la gestión de la empresa social es competencia de los administradores y no puede haber dos vínculos entre el administrador y la sociedad, la relación entre el administrador y la sociedad ha de calificarse como mercantil y no como laboral, de manera que un administrador no puede “ser” administrador y haber celebrado válidamente un contrato laboral con la sociedad.

El error de razonamiento se encuentra en afirmar que la relación entre un administrador y la sociedad haya de calificarse como mercantil. El Derecho mercantil no se ocupa de calificar la relación entre el administrador y la sociedad. No hay ninguna norma en la ley de sociedades de capital que atribuya una determinada naturaleza jurídica al contrato entre el administrador y la sociedad.

Es más, durante mucho tiempo, los mercantilistas llegaron a negar mayoritariamente que esa relación tuviera carácter contractual. Obnubilados por los especiales rasgos del poder de representación de los administradores sociales (art. 234 LSC), los mercantilistas de antaño decían que la relación entre un administrador y una sociedad anónima era “orgánica” como si bautizar arbitrariamente a las cosas cambiara su naturaleza. Hoy, afortunadamente, se reconoce que se trata de una relación contractual. No puede ser de otra forma si tiene carácter voluntario y patrimonial (art. 1254 CC: “El contrato existe desde que una o varias personas consienten en obligarse, respecto de otra u otras, a dar alguna cosa o prestar algún servicio”).

Pues bien, una vez despejado que se trata de una relación contractual, el siguiente paso es el de calificar dicha relación (función calificadora de la causa de los contratos que decía De Castro) y, en la generalidad de los casos, si el administrador realiza las funciones ejecutivas – que es el caso normal si se trata de un administrador único o de un consejero ejecutivo en el caso de que haya consejo de administración – el contrato que le une a la sociedad y en virtud del cual realiza tales funciones ha de considerarse necesariamente como laboral porque así lo impone el art. 1.1 LET y no lo desmiente la excepción del art. 1.3 LET.

¿A qué fenómenos se refiere, en tal caso, el art. 1.3 LET?

Si se ha seguido el razonamiento expuesto hasta aquí, la respuesta es sencilla pero requiere realizar un pequeño excurso sobre las tareas que corresponden a los administradores sociales.

Tradicionalmente se ha sostenido que los administradores sociales gestionan la empresa social y representan a la sociedad. Pero esta clasificación bipartita es errónea e incompleta. Errónea porque la función de representación es accesoria de la de gestión de la empresa social: no se puede gestionar una empresa sin vincular el patrimonio social con terceros, de manera que no puede ponerse en pie de igualdad la función de gestión con la de representación. Y es incompleta porque, además de gestionar la empresa social y representar – vincular el patrimonio social con terceros – a la sociedad, los administradores ejecutan el contrato social.

Entran dentro de esta función de ejecución del contrato social la mayor parte de las tareas que la Ley de Sociedades de Capital asigna específicamente a los administradores sociales. La LSC no dice casi nada de la gestión de la empresa – salvo para atribuir competencias a unos u otros órganos sociales – pero se extiende en describir estas tareas de ejecución del contrato social. Por ejemplo, son los administradores los que tienen que convocar la junta; preparar el orden del día; publicar la convocatoria; permitir el acceso a la junta a los socios; documentar e inscribir los acuerdos sociales en el Registro mercantil; formular las cuentas; elaborar los informes que han de acompañar a la adopción de acuerdos sociales; pagar los dividendos acordados por la junta; recabar el desembolso de las aportaciones; exigir el cumplimiento de las prestaciones accesorias; llevar el libro registro de socios; promover la disolución cuando concurran causas legales; depositar las cuentas; pedir el nombramiento de auditor al registro cuando sea procedente; responder a las solicitudes de información de consejeros y socios; canjear los títulos cuando proceda, amortizarlos etc. Todas estas funciones no tienen que ver ni con la gestión de la empresa social (son debidas por los administradores con independencia de que la sociedad se dedique a construir aviones o a organizar bodas y bautizos) ni con la representación, esto es, con la vinculación del patrimonio social con terceros.

Pues bien, el legislador del Estatuto de los Trabajadores, cuando incluyó la excepción del art. 1.3 LET estaba pensando, con toda seguridad, en este tipo de tareas de los administradores. Porque las otras dos, las de gestión empresarial y las de representación son tareas que típicamente se desarrollan en el marco de un contrato de trabajo. De manera que, cuando las tareas de ejecución del contrato social se separan de las tareas de gestión de la empresa y las auxiliares de representación de éstas, las personas que realizan exclusivamente las tareas que he llamado de ejecución del contrato social no deben considerarse como trabajadores en el sentido del art. 1.1 LET.

Cuando la sociedad se gobierna de forma compleja porque hay un consejo de administración, lo normal es que haya un reparto de funciones y el consejo no se ocupe de las funciones de gestión de la empresa social (tampoco podría dada su naturaleza de órgano colegiado según hemos visto más arriba) que constituyen el núcleo de las tareas de los consejeros ejecutivos. Estos, por tanto, desempeñan las funciones de ejecución del contrato social como miembros del consejo de administración, esto es, “en su condición de tales” miembros de un órgano colegiado y desempeñan las funciones de gestión de la empresa social (bajo la dependencia del consejo de administración que, respecto de las mismas conserva las funciones de supervisión y control de lo que hacen los ejecutivos además de la planificación estratégica) en su condición de trabajadores de la sociedad. Es decir, su vínculo con la sociedad por efecto de lo dispuesto en el art. 1.1 y 1.3 LET es laboral porque gestionan la empresa social – y es mercantil en cuanto miembros del consejo – y cada uno de estos “vínculos” tiene un contenido distinto: las funciones de gestión de la empresa social, en cuanto se realicen en régimen de ajenidad y dependencia constituyen el contenido prestacional del contrato de trabajo y las funciones de ejecución del contrato social, que es a las que se refiere el art. 1.3 LET, en su condición de miembros del órgano de administración.

La calificación de la relación se hace todavía más difícil cuando el que gestiona la empresa social es administrador único (o semejante). Lo normal será que las funciones de gestión (incluida la accesoria de representación) y las de ejecución del contrato social vayan unidas. Excepcionalmente, sin embargo, se pueden separar las funciones si se organiza la administración de manera que se designa un administrador y se nombra un director general simultáneamente. Si el socio mayoritario - o único - impone esta configuración de la administración social, no habrá duda alguna de que el administrador quedará limitado a las funciones que he llamado de ejecución del contrato social porque las de gestión de la empresa estarán asignadas al director general. En tal caso, el contrato con el director general será un contrato laboral y el contrato con ese administrador tendrá carácter mercantil como lo tiene el que se celebraría con un miembro no ejecutivo de un consejo de administración.

Pero, en el caso normal - que vayan unidas las funciones de gestión de la empresa social y ejecución del contrato social en el administrador único - todavía enfrentamos un error añadido a los que se han acumulado en la aplicación de la doctrina del vínculo. El error consiste en considerar que si alguien acumula en su persona las tareas de gestión de la empresa social y de ejecución del contrato social, el contrato que une a ese individuo con la sociedad tiene, necesariamente, naturaleza mercantil. El error, para quien haya seguido la explicación, es evidente: el Estatuto de los Trabajadores no excluye la relación de administración de sociedades de su ámbito de aplicación. Sólo lo hace cuando, o bien, no hay dependencia y/o ajenidad (art. 1.1) o cuando el administrador se limite a ser miembro del órgano colegiado de administración y a participar en las tareas de ejecución del contrato social. Es decir, sólo excluye la calificación de laboral cuando el administrador no realiza las funciones de gestión de la empresa social y se limita a realizar las de ejecución del contrato social. Pero si realiza ambas, es la calificación como relación laboral la que absorbe a la mercantil y no al revés.

Por tanto, debería ser evidente que, en general, los administradores únicos de sociedades son trabajadores de esas sociedades. Porque desarrollan su actividad – típica de una prestación laboral – por cuenta ajena y “dentro del ámbito de organización y dirección de otra persona”.

Así lo ha entendido el Tribunal de Justicia de la Unión Europea en la Sentencia 11-XI-2010 “Danosa” que consideró aplicable la Directiva de protección de la maternidad a una administradora de una SL que se había quedado embarazada considerando que, a efectos de la Directiva, la administradora no socia mayoritaria era una “trabajadora” porque recibía instrucciones de los socios y, por lo tanto, era dependiente. Sólo si el administrador único es, a la vez, socio mayoritario podremos negar el carácter dependiente de su trabajo y, por tanto, dejar de aplicarle el Estatuto de los Trabajadores.

En definitiva, los errores de la doctrina tradicional en el marco de la doctrina del vínculo se acumulaban en cascada
  • a partir de la nefanda doctrina mercantil que afirmaba que la relación entre un administrador y la sociedad era orgánica y no contractual, 
  • si alguien era administrador de una sociedad y dado que no podían existir dos vínculos, el carácter mercantil de la relación prevalecía sobre el laboral. 
  • prescindiendo absolutamente del estricto tenor literal de la excepción consagrada en el art. 1.3 c) LET que conduce, precisamente, a la conclusión contraria: si el administrador desempeña las funciones de gestión de la empresa social y, además, las tareas a las que se refiere el art. 1.3 c LET, el tenor literal de este precepto obliga a calificar la relación como laboral.
Desenmarañado el ovillo conceptual, debería quedar claro que la relación contractual entre un administrador y una sociedad anónima o limitada es, generalmente, laboral. Es decir, que un administrador no es más que un trabajador dotado de poderes de gestión y representación generales. Salvo que no lo sea, naturalmente, lo que sólo ocurre cuando el administrador es, también, dominus de la empresa social. Porque el que es dueño no trabaja ni para otros ni en el marco de organización y dirección de otro.

domingo, 14 de abril de 2019

Un pleito comercial en el siglo XIV: Mazetti contra Peruzzi


“Los herederos de un tal Landuccio Mazetti, un comerciante florentino, presentaron una demanda contra la compagnia Peruzzi, en concreto contra su división financiera (“tavola”, ¿recuerdan lo de la bancarrota?) por una gran suma que decían que se les adeudaba en Brujas”
Así que el socio Donato di Pacino de' Peruzzi, viajó a Brujas en 1333 para hacerse cargo del litigio directamente, esto es, pasando por encima del factor local que era nada menos que otro socio de la compañía Guido di Filippo de' Peruzzi. Donato figuraba nominatim como demandado y el litigio había de ser resuelto por el Conde de Flandes. En la contabilidad de la compañía Peruzzi han quedado reflejados los gastos de ese viaje. E incluían el coste de los caballos y cuatro perlas de terciopelo, hechas en Florencia, y destinadas a ser regaladas a la condesa de Flandes. Otros gastos incluían – siendo menores – los costes de las presentaciones ante abogados y secretarios del conde para obtener una sentencia favorable que, aparentemente, se logró en 1338.

En esa misma época, la sede central en Florencia ordenó a la factoría de Avignon que entregara al Abad de San Michele della Chiusa una cantidad de unos cuantos miles de florines para compensarle porque el abad había depositado cantidades en tres grandes comerciantes (los Peruzzi, los Scali y los Bardi) para diversificar el riesgo pero la compañía Scali se declaró en bancarrota y no pudo devolverlo. El Abad recuperó sólo la mitad de lo depositado en Scali en el procedimiento concursal y las otras dos compañías asumieron la pérdida y devolvieron al Abad más de lo que éste había depositado. Dice Hunt que es un ejemplo de la centralización de la actividad de estas “supercompañías” comerciales de la baja edad media pero también “un ejemplo de la controvertida – hoy – práctica de sufragar las pérdidas de sus inversiones a los clientes importantes”.

También es interesante la forma en que se pagaba a los factores, especialmente aquellos destinados en una factoría extranjera y que recuerda al pago de los salarios a los soldados romanos. Consistía en proporcionar anticipos para todos sus gastos de manutención mientras el factor se encontraba en un destino determinado, por ejemplo, en el caso de los Peruzzi, Barletta era un lugar importante porque era el puerto más importante de la Puglia y por ahí salía el grano que los Peruzzi exportaban desde el reino de Nápoles al norte de Italia. Era frecuente que los factores no permaneciesen mucho tiempo en el mismo destino, aunque sí el suficiente para obtener información local. La razón es obvia: si un factor se quedaba mucho tiempo en el mismo sitio, acabaría por trenzar lazos de lealtad más fuerte con los locales que con sus principales en Florencia. De modo que, incluso los miembros de la familia Peruzzi que trabajaban como factores cambiaban frecuentemente de destino. Pues bien, el salario de estos factores no se les pagaba en el destino, sino que se acumulaba en una cuenta en la sede central en Florencia. La práctica era muy astuta. De esta forma – explica Hunt – la compañía podía financiar los gastos del factor en moneda local; mantenía la confidencialidad de los salarios que pagaba a sus principales empleados – los factores – y se aseguraba la fidelidad de éstos porque, a modo de los <<juicios de residencia>> de los virreyes, cuando volvieran a Florencia, los Peruzzi tenían una gran capacidad de presión sobre ellos, reteniendo el salario, si los factores se habían comportado deslealmente con la firma.

Dice Hunt que “Lo que es curioso es que cada cuenta podría continuar durante años, alcanzando un volumen extraordinario, incluido el interés acumulado, descrito eufemísticamente como dono di tenpo, antes de ser liquidado… Aunque la mayoría, si no todos los accionistas, junto con varios hijos de accionistas, trabajaban activamente para la empresa, ninguno recibía otra remuneración que no fuera su participación proporcional en las ganancias. El uso repetido de la frase dono o donamento di tenpo ha confundido a algunos historiadores que han creído que la compañía estaba compensando a los socios por el tiempo dedicado al negocio”, es decir, pagando un salario a los socios cuando se trata una forma de disfrazar el pago de intereses sobre el salario de los factores para eludir la prohibición de la usura.

Estas compañías alcanzaron un gran tamaño y una gran duración (algunas estuvieron activas casi cien años) pero no diferían, organizativamente de una típica compañía de comercio medieval. Es decir, estaban formadas por varios socios, normalmente miembros de la familia a los que se añadían algunos extraños. El número de socios no superaba la veintena y la estabilidad se lograba porque se pactaba que no se disolvían con la muerte o jubilación de un socio y, sobre todo, porque, llegado el término pactado, la compañía se renovaba inmediatamente. De manera que la llegada del término – de 3 a 12 años – lo que provocaba era la liquidación, esto es, el ajuste de cuentas, el reparto de los beneficios entre los socios y el reajuste de la participación de cada uno de ellos en la nueva compañía. Las aportaciones eran de dinero y servían para determinar la participación en las ganancias.

Todos los socios, ya sea en Florencia o en el extranjero, participaban en la gestión de la empresa, pero se sometían al… presidente… una figura dominante cuyo mandato, en el caso del Peruzzi, sólo terminaba por muerte o quiebra...” Algunas sucursales estaban encabezadas por un socio y otras por un factor (según qué funciones habían de desempeñarse localmente: más logísticas u operativas del negocio o más "políticas" o de relaciones con los reyes o señores locales). La compañía se dividía en "tavola" - que era la parte financiera y bancaria y "mercanzia" que incluía el segmento comercial - grano, lana, vino, tejidos... la tavola era una sección distinta de la compañía con su propio líder. Existía también la compañía de la drapperia que aislaba al menos una parte del negocio de las telas.

Dice Hunt que los socios respondían con todo su patrimonio de las deudas de la compañía como lo muestra el pleito al que he hecho referencia más arriba. Y que, si se producía un reparto de beneficios estando vigente la compañía, era sólo provisional.

También es interesante comprobar que la estabilidad de la compañía se pretendía reforzar con el uso de un sello de ésta – que se usó muy pocas veces en el caso de los Peruzzi – y un escudo que consistía en un unas peras doradas sobre un fondo azul (por el nombre Peruzzi, de “pera”). Dice Hunt que “el tesoro papal, muy conservador, aparentemente encontró que los escudos inspiraban confianza”, lo que sugiere que hacía las veces de un signo distintivo moderno. En cuanto a la denominación social, se basaba “en el nombre del socio principal y se modificaba sólo cuando cambiaba éste. Así, la compañía se llamó Tommaso de' Peruzzi e compagni desde la fecha en que Tommaso asumió la presidencia en 1303 hasta su muerte en 1331, cuando se convirtió en Giotto de' Peruzzi e compagni tras la elección de Giotto para suceder a Tommaso como presidente.

Hunt, Edwin, S., The Medieval Super-Companies: A Study of the Peruzzi Company of Florence (Study of Peruzzi Company of Florence), cap. 3

viernes, 12 de abril de 2019

¿Competencia desleal por abuso de una situación de dependencia económica?


Katerina Belkina, al modo de Degas


Dice el fallo de la sentencia del Juzgado de lo Mercantil nº 6 de Madrid de 8 de abril de 2019
Condenar a la demandada a cesar y abstenerse de reiterar en el futuro la conducta desleal consistente en la vulneración de los derechos legales y contractuales de sus puntos de venta integrales (administraciones de loterías) mediante la venta directa a través de la página web https://juegos.loteriasyapuestas.es del billete o "décimo" de la lotería nacional, sea en resguardo, sea en soporte pre-impreso denominado "billete azul" o sea en soporte digital asociado a un usuario/adquirente identificado, discriminando a dichos puntos de venta integrales en lo relativo a la atribución de las comisiones por criterios geográficos
Este fallo se basa en el art. 16.2 LCD, que dice
Se reputa desleal la explotación por parte de una empresa de la situación de dependencia económica en que puedan encontrarse sus empresas clientes o proveedores que no dispongan de alternativa equivalente para el ejercicio de su actividad.
La distribución se la lotería se organiza como sigue:
para la distribución y comercialización de los billetes de loterías y apuestas del Estado, la sociedad estatal… ] se sirven de dos tipos básicos de establecimientos: las denominadas "administraciones de loterías integrales", cuya característica esencial consiste en que su asignación, concesión, provisión, funcionamiento, traslado, cesión a tercero y supresión está regulado por el derecho administrativo; ostentando el monopolio de la venta de billetes de loterías y apuestas en formato o soporte clásico en papel, junto a la prohibición de venta de otros productos o servicios distintos de los indicados;- los denominados "establecimientos mixtos", consistentes en locales con afluencia de personas en los que siendo posible la venta de otros productos o servicios [siendo normalmente ordinario bares, restaurantes, kioscos], se autoriza la venta de determinados y concretos productos y servicios de la demandada. Ambos tipos se integran en la denominada "Red Comercial Externa" de SELAE
Parece obvio que los puntos de venta de Lotería Nacional – administraciones de lotería o “integrales” y otros puntos de venta llamados “mixtos” – están en una situación de dependencia respecto de la Sociedad Mercantil Estatal Loterías y Apuestas del Estado (SELAE, SME SA). Pero no es tan obvio.

Están en una situación de dependencia en la misma medida que lo está un franquiciatario respecto de su franquiciador. En función de las inversiones específicas a la relación que las partes hayan llevado a cabo, la otra parte puede “expropiarle” esas “cuasirrentas” terminando el contrato o modificando las condiciones del mismo (que es lo mismo desde el punto de vista económico en un contrato de duración indefinida). Necesitaríamos saber las condiciones del contrato por el cual los titulares de cada administración de lotería disfruta de esa “concesión” y si tienen duración indefinida o, al menos, una duración tan larga – la vida del lotero o la lotera – que haya que considerarlos de duración indefinida.


Si es así, y si la apertura de una administración de lotería no lleva consigo grandes inversiones y si estas inversiones son recuperables – dedicando el local a otras actividades comerciales – y si, como es probable, la inmensa mayoría de las administraciones de lotería o puntos de venta “integrales” llevan décadas disfrutando de la concesión, lo que indicaría que cualquier inversión está ya completamente amortizada, no puede decirse, en modo alguno que los loteros se encuentren en una situación de dependencia económica respecto de SELAE. El lotero que no esté de acuerdo con la modificación de las condiciones contractuales puede terminar su relación y dedicar su local a otra actividad (si es que es de su propiedad. Si no, puede dar por terminado el arrendamiento). No es aplicable, en consecuencia, el art. 16.2 LCD que se refiere a situaciones en las que no es exigible para la parte “dependiente” que termine sus relaciones con la contraparte “dominante” y busque una alternativa en el mercado porque – por lo que se acaba de exponer – eso sólo podría hacerlo a costa de soportar pérdidas significativas. El legislador estaba pensando en las relaciones entre fabricantes de productos de consumo y grandes superficies de distribución y en los casos en los que un proveedor “se pone en las manos” de su cliente (por ejemplo, un proveedor de accesorios del automóvil instala su fábrica al lado de la fábrica de coches porque el fabricante de coches le ha prometido comprarle toda su producción) lo que la otra parte aprovecha para modificar las condiciones del contrato en perjuicio del proveedor que ha de aceptarlo porque rechazarlo le generaría la pérdida de las inversiones realizadas en función, específicamente, de la previsión de que se mantendría la relación en vigor). Nada de esto acontece en el caso de los loteros que, como he dicho ni realizan inversiones específicas, ni tienen derecho a que no se modifique el contrato (lo que impediría a SELAE adaptarse a las circunstancias cambiantes del mercado). Si no les gustan las nuevas condiciones, pueden terminar el contrato reclamando, en su caso, la indemnización de daños que proceda.

Por tanto, la sentencia es incorrecta cuando afirma que
No puede sostenerse que naciendo de norma con rango de Ley la habilitación de la demandada para alterar las reglas del mercado mediante la adición de nuevos intervinientes y de nuevos productos, debe entenderse por excluida la presencia de ilícito concurrencial; y ello porque ajustándose la actuación de la demandada a las normas especiales que regulan su actuación en la gestión del monopolio de las apuestas y loterías del Estado, resulta exigible que los nuevos productos, los nuevos servicios, los nuevos intervinientes, los nuevos canales de generación y distribución de nuevos soportes del décimo de lotería nacional, no entorpezcan, menoscaben, dificulten o excluyan del mercado a las empresas "débiles"· o dependientes sin otra alternativa de negocio, que unidas a aquella por vínculos mercantiles contractuales con un específico equilibrio entre prestaciones a cargo de las partes, ven alterada radicalmente su posición en el mercado con merma o deterioro grave de su posición económica, hasta llegar a su paulatina exclusión.
Y es incorrecta también porque está resolviendo, a través de la legislación de competencia desleal un problema que es puramente contractual. A saber, si SELAE ha incumplido sus contratos con los loteros. En consecuencia, cada lotero o todos los loteros juntos han de demandar a SELAE por incumplimiento de contrato. En concreto, los loteros acusan a SELAE de haber incumplido la cláusula de sus contratos
Que en dichos contratos mercantiles, para los puntos de venta integrales, se estableció el deber de los gestores de éstos de abstenerse de comercializar otros productos y/o servicios distintos de las loterías y apuestas; y a cambio la sociedad estatal se comprometía a garantizarles la venta en exclusiva del "billete tradicional de lotería nacional", entendiendo por tal el "documento de participación, dividido en diez parte o décimos, preimpreso, en soporte papel con la ilustración, característica y tradicional de Lotería Nacional distinto del «Resguardo de Lotería Nacional».".
El magistrado considera que SELAE no ha incumplido el contrato con los loteros al permitir a los establecimientos “mixtos” vender lotería en forma de resguardos porque
resulta de lo actuado que al tiempo [con posterioridad a la entrada en vigor del año 2009, tras la separación entre la reglamentación administrativa y mercantil de la regulación de los distintos puntos de venta de la red comercial de la demandada -] de formalizar contratos mercantiles de explotación entre los titulares de concesiones de puntos de venta "integrales" [-que, reitero, son los representados por la plataforma demandante] y la demandada, la existencia de eventuales nuevos formatos futuros de billete [pre-impreso o por resguardo o por apunte digital asociado a una identificación o registro digital-], así como de la futura intervención de otros puntos "mixtos" o de la propia demandada, eran conocidos - al menos admitidos contractualmente -por los adquirentes de las posiciones concesionales de los puntos de venta "integrales" o administraciones de lotería y apuestas, en las condiciones de exclusividad de actividad y comisiones pactadas contractualmente… 
Si tanto los puntos de venta "integrales" como los "mixtos" pueden generar billetes mediante "resguardo" en papel ordinario y mediante "billete azul" en papel pre-impreso, resulta que las reglas de la competencia que subyacen en el invocado art. 16.2 L.C.D. resultan respetadas por la empresa gestora de los productos de lotería sujetos a monopolio, en cuanto ambos puntos de venta pueden instalar y utilizar [-a voluntad y solicitud del comprador de productos de azar-] los terminales generadores de tales resguardos y billetes pre-impresos en papel azul. Ello, unido a la conocida y legal admisión de puntos de venta "mixtos" al tiempo de formalización de contratos entre las demandantes y la demandada para puntos de venta "integrales" obliga a desestimar parcialmente el punto (i) del suplico y totalmente los puntos (ii) y (iii) del mismo.
Sin embargo, considera que sí lo ha incumplido porque ¡aunque SELAE paga a los loteros la comisión correspondiente por las ventas de billetes de lotería que se realizan a través de su página web! el reparto de estas comisiones entre los loteros es “arbitrario y discriminatorio” y, por tanto, hay que concluir que SELAE ha abusado respecto de los loteros de su posición de dominio y de la correlativa situación de dependencia económica
Pero a distinta conclusión debe llegarse respecto de la presencia de una posición de abuso por la empresa dominante o poder relativo en el mercado en relación con las comisiones generadas por la venta directa por la demandada del "billete azul" a través de su página web a favor de usuarios registrados. En efecto, la adición por la demandada a su lícita actividad de venta directa de la totalidad de los productos y/o servicios de loterías y apuestas, del formato en soporte electrónico por resguardo e identificación del usuario en su página web, supone una alteración esencial y abusiva de las condiciones contractuales fijadas los pactos contractuales de la concesión de explotación de un punto de venta integral, pues la comisión que la venta genera [y que la propia demandada entiende necesaria para compensar la reducción de las ventas] se distribuye por un principio geográfico [-y a elección del usuario-] incompatible con la venta electrónica y generadora de un trato desigual, injusto y discriminador.
… la fijación de una comisión distribuida territorialmente entre la red de puntos de venta cuando la venta se realiza por medios digitales universales, al colocar a empresas dependientas de aquella [además competidoras entre sí y con la empresa dominante que controla y regula dicha competencia-] en posición de desigualdad por la arbitrariedad del sistema de atribución o imputación.
En efecto, si la red de distribución tiene por finalidad extender los puntos de venta [-en sus distintas modalidades y productos-] por toda la geografía nacional, sin perjuicio de la facultad de éstas de comercializar y vender éstas el décimo pre-impreso tradicional a través de sus propias páginas web [que luego se remite por correo al adquirente-], la venta directa por la demandada a través de su portal mediante la generación de un "resguardo" a favor del usuario registrado no solo distorsiona las condiciones previas pactadas con tal red de distribución [-lo que se compensó con una comisión sobre futuras ventas por dicha web de la demandada equivalente a un 4% de las ventas-], sino que el criterio determinante de dicha distribución de la comisión de fija informáticamente a través de un "campo" o "entrada" de obligada cumplimentación en el proceso de compra del billete de lotería nacional y referido a la elección que el usuario informático realiza respecto a un territorio, localidad, barrio, ubicación y código postal. A diferencia de la compra presencial del billete tradicional, del resguardo o del "billete azul" a través de la red de puntos de venta, donde la coincidencia entre el comprador y el punto resulta esencial, en la compra directa a la demandada de resguardos de décimos de lotería nacional la selección por el adquirente resulta desgajada de aquel criterio temporal y territorial; de lo que resulta que al adquirente le resulta [-en la generalidad de los casos-] indiferente la atribución de la comisión a determinado punto de venta, como si tal fijación electrónica sustituyera a su presencia en el local de la red de puntos de venta
Obsérvese, pues, que el magistrado, movido por su buen deseo de proteger a los loteros frente a las decisiones unilaterales de la SELAE, en realidad, está protegiendo a los “grandes” loteros. A las administraciones que venden el billete tradicional por internet (aunque envíen por correo el décimo) y está impidiendo que la SELAE ponga a disposición de las administraciones de lotería que no tienen los medios para vender por internet una página web con tal propósito que, además, al estar gestionada por SELAE genera confianza en los usuarios.

Además, nada impide a cada lotero instalar un ordenador en su local y que los clientes puedan comprar la lotería en la página web de la SELAE asegurándose el lotero que el comprador determina como su administración de lotería como el punto de venta al que hay que atribuir la comisión.

Pero es que, al fundamentar así la deslealtad de la conducta de SELAE, el magistrado ha dicho, a contrario, que si el reparto de la comisión se realizara de otra forma, la conducta de SELAE sería aceptable y no abusiva. Y, claro, lo que es muy difícil de aceptar es que se pueda calificar de “abuso de una situación de dependencia” una conducta que, a simple vista parece pensada, precisamente, para beneficiar a las empresas dependientes (a las pequeñas que no disponen de su propio canal de ventas on line) y que utiliza un criterio de reparto de los ingresos que, será discutible, pero no es en modo alguno arbitrario ya que deja en manos del comprador la elección de la administración de lotería en la que quiere “comprar” su billete a través de la página web. No solo la conducta de SELAE no implica abuso alguno. Es que la venta de los billetes de lotería a través de la página web de SELAE es una medida de apoyo a los puntos de venta tradicionales. Sería interesante comprobar qué administraciones de lotería forman parte de la asociación "Juego Limpio" que fue la que presentó la demanda. Si tengo razón, serán aquellas que venden lotería a través de internet. 

En fin, existe el peligro de que, a través de la aplicación del Derecho de la competencia desleal, los jueces de lo mercantil acaben regulando las relaciones entre administraciones de lotería y la SELAE. En el caso, el fallo no prohíbe a SELAE vender por internet sino sólo hacerlo

discriminando a dichos puntos de venta integrales en lo relativo a la atribución de las comisiones por criterios geográficos
de modo que deja a SELAE en la tesitura de diseñar una forma de reparto de las comisiones que, a juicio del juez de lo mercantil no sea discriminatoria, lo cual parece una excesiva intromisión judicial en las relaciones económicas entre particulares y la SELAE. 

Canción del viernes y nuevas entradas en Almacén de Derecho, James, Interrogation


jueves, 11 de abril de 2019

Person and thing. Individual and patrimony



“In what way is a thing not a person?” asks the bestial protagonist in Margaret Atwood’s short story Lusus Naturae... Why, what, and when does a person become a mere thing or a thing a person? What is the function of the legal distinction between persons and things, if any? The most canonical answer to this question argues that persons are ones who command a capacity to possess things—that distinction between the two is a means to establish property relationships. A person has rights and duties that allow her to do, to have, and to be, while a thing merely exists.



This sentence clarifies a fundamental question that has obstructed the analysis of legal personality from the outset: a legal person is a "subject", because if we do not qualify legal persons as subjects, they cannot possess things, which is the core of legal capacity (see art. 38 CC: "Legal persons may acquire and possess goods of all kinds, as well as incur obligations and exercise civil or criminal actions, according to the laws and rules of their constitution"). In other words, subjects can possess things but things cannot possess subjects. And, I would add, can one thing possess another? Can a good possess another good? Can a good have a credit or a debt? The obvious answer is, of course, no. But if we change "thing" or "good" for "patrimony", (or the english word <>>) maybe we get an insight on the problem. In what sense? What is patrimony? A universitas rerum, a patrimony is a delimited (with respect to others) set of goods, rights (incorporeal goods), credits (rights to demand of another to deliver or do something) and debts (obligations to do or deliver something). Well, if a patrimony is composed of things, if we say that a thing belongs to a patrimony, why shouldn't be said that a patrimony "can" possess things? There is nothing that makes that statment illogical. An estate can own things. It can alienate them - stop owning them -; it can give credit and it can incur debts. Each " action " - acquiring or disposing of a property, giving of credit or contraction of a debt - modifies the composition of the patrimony. After those actions, the patrimony will no longer possess that thing or will possess a new thing, it will have the right to claim the payment of a credit that it could not claim before or it will be obliged to pay a debt, that did not weigh on that patrimony before being contracted. Thus, legal personality and patrimony (separate from others, i.e. bounded) are synonyms. Because, in addition to individuals - men and women - patrimonies can also possess (are composed of) things.

Thus, it is not correct to oppose "persons" to "things" if it is a question of determining who can own what. If that is the goal, it is right to oppose "things" to " patrimonies". Then, once a thing is part of a patrimony, that patrimony is a legal person if it has an organization that allows it to modify it, that is, to acquire things, to contract obligations, to alienate things, to grant credit. This organization - or governance - is a set of rules for making decisions about the patrimony (usually two organs of governance, - administrators of the patrimony and assembly - or only one - board of trustees - ) and the designation of those who can link the patrimony with other patrimonies (representatives).


All human beings have a patrimony. Every man or woman, even if very poor, has at least the capacity to work and to generate income or produce goods with his work. Therefore, we call individual patrimony, in reality, to the patrimonial aspect of the being and of the activity of individuals; to the production of goods for human support and personal flourishing. But patrimonies as sets of goods, rights, credits and debts can be conceivable without the need to link them to an individual. It is enough to provide them with an organization - a governance mechanism -. In the case of individuals, it is the individual himself who governs his patrimony (she decides about it). In the case of non-individual patrimonies, we need a legal transaction simultaneously to the establishment of the patrimony through which the necessary rules of governance are provided.

Conclusion: the distinction between people and things, as a legal distinction of Roman origin, is correct. But as patrimonies are not things. Patrimonies are persons or "legal subjects". And persons or legal subjects are not individuals, they are not human beings. Although the latter is less frequently forgotten.

La versión española - ampliada - se encuentra aquí

miércoles, 10 de abril de 2019

Ya no hay diferencia entre financiarse con bonos y hacerlo con préstamos



Henri Fantin-Latour Dahlias 1872

En la columna de Matt Levine, el profesor de latín y a ratos comentarista financiero de Bloomberg nos explica perfectamente cómo han evolucionado en los últimos años los mercados de financiación de las empresas. Si una empresa necesita, pongamos 500 millones de euros, puede irse a ver a un banco de negocios que buscará inversores institucionales (compañías de seguros, fondos de private equity, fondos de pensiones…) a los que preguntará si les interesa prestar dinero a esa empresa. A continuación, le dirá a la empresa que la cosa está hecha. La empresa emite los bonos (con su folleto informativo correspondiente si los bonos se van a negociar, esto es, se podrán vender y comprar en un mercado). El banco de inversión suscribe todos los bonos (actúa como underwriter o asegurador de la operación), esto es, los adquiere todos y entrega el dinero a la empresa correspondiente a su valor nominal menos un descuento para, inmediatamente, entregarlos a los inversores institucionales con los que apalabró la financiación.

La segunda vía es que nuestra empresa se va a un banco comercial – al Santander o al BBVA – y le pide los 500 millones. Pero los bancos ya no se dedican a eso. No pueden competir con los inversores institucionales coordinados por los bancos de inversión. Es demasiado riesgo para un banco y el volumen de fondos disponible para un banco individual es demasiado pequeño para atender las necesidades de las grandes empresas que solicitan financiación para sus proyectos. De modo que los bancos comerciales se han convertido en bancos de inversión. Lo que se hace hoy es que el BBVA o el Santander se convierten en agentes de un crédito sindicado. Buscan a otros bancos  a los que coordinarán para, entre todos, juntar el dinero que necesita la empresa. Se firma el contrato y cada banco participante es titular de una porción del crédito y, naturalmente, libre para, a su vez, cederlo a un tercero que será, normalmente, un inversor institucional. De manera que, desde la concepción de la operación, el banco agente o los demás bancos participantes no piensan retener el riesgo en su patrimonio. Sólo están ahí para lo mismo que está el banco de inversión: cobrar una comisión por conectar la oferta y la demanda de crédito. Dice Levine que, lógicamente, a los reguladores preocupados por la solvencia de los bancos, les debería dar igual que la financiación se documente en títulos-valor (o valores negociables) como son los bonos – obligaciones – o que se articule a través de un contrato de préstamo y su transmisión tenga lugar a través de la cesión de créditos. Lo importante es si el banco que otorgó el préstamo o suscribió los bonos retiene el riesgo de impago de los mismos por la empresa al vencimiento de los bonos o del préstamo. Pero, acaba Levine, no es así ya que, al parecer, a un directivo de UBS lo han despedido porque, como no podía dar financiación a un cliente mediante una emisión de bonos, lo hizo organizando un préstamo y las reglas de cumplimiento normativo para los bonos y los préstamos parece que son distintas. No las incumplió sustantivamente pero sí formalmente (no comunicó al departamento de compliance que había decidido otorgar un préstamo y no asegurar una emisión de bonos). 

No siempre los bancos trasladan a los clientes el coste de cumplir con las normas


Foto: Ilya U. Topper, Estambul

La autora repasa los cambios legislativos introducidos en Estados Unidos para mejorar la protección de los usuarios de tarjetas de crédito. En concreto, se analizan las consecuencias de tres reformas. La primera – en 2009 – consistió en impedir a los bancos emisores de tarjetas cambiar los tipos de interés que cobraban a los usuarios sin aviso previo y limitaba los intereses de demora. Los bancos dijeron inmediatamente que eso reduciría el crédito a los más pobres. Después, también en 2009 se prohibió imponer recargos por descubierto si el consumidor no había aceptado expresa y anticipadamente recibir crédito en forma de descubiertos. De nuevo se dijo que esta reforma perjudicaría a los consumidores. En fin, en 2010 se limitaron por ley – como en Europa más tarde – las comisiones de intercambio (lo que cobran los emisores de la tarjeta a los comerciantes que la aceptan como medio de pago). Se trata, en el fondo, de tres regulaciones de precios (los intereses y las comisiones son precios). Pues bien, el análisis de la autora la lleva a las siguientes conclusiones:

La primera es que, de las tres reformas, sólo la tercera condujo a los bancos a compensar los ingresos dejados de obtener vía tasa de intercambio (supongo que aumentando la cantidad que se cobra al cliente del banco por disponer de una tarjeta) mientras que las otras dos restricciones a su libertad para fijar precio fueron absorbidas por los propios bancos. Es decir, que no se trasladaron a los consumidores. Quizá eso signifique que los bancos se estaban aprovechando de la asimetría informativa padecida por los consumidores para restringir la competencia y cargar precios supracompetitivos a los consumidores lo que llevó a que, tras la intervención del legislador, la competencia existente por la captación de clientes les impidiera recuperar lo perdido por otras vías. Por eso es importante distinguir si esos tipos de interés, penalizaciones etc son “precios competitivos” o supracompetitivos. Podemos suponer que son lo segundo cuando haya elevados costes de información para los consumidores o cualquier otro fallo de la racionalidad de los consumidores. Por ejemplo, era absolutamente previsible que los bancos en España, tras la decisión del gobierno de cargar sobre ellos el ITPyAJD lo trasladaran a los clientes pero dicho traslado no exige suponer que hay un fallo de mercado – o colusión entre los bancos – que permite a los bancos hacerlo. El traslado del coste de cumplir la norma a los consumidores es una respuesta natural del mercado si el precio que pagaban los consumidores antes de la reforma legislativa era competitivo. Una prueba más de lo ignorante que es nuestra política legislativa en la materia.

La segunda conclusión es bien interesante. Se refiere la autora a la presencia de subvenciones cruzadas no equitativas entre clientes ricos y clientes pobres. Igual que los (ricos) vecinos del centro de las ciudades nos beneficiamos de las restricciones que se impone a la circulación de vehículos o a las emisiones en el centro pero no soportamos los costes de tales medidas (porque no tenemos que desplazarnos en coche ya que vivimos y en el centro), los clientes ricos de los bancos “tienen menos probabilidad de tener que pagar penalizaciones ocultas porque tienen más dinero en sus cuentas y, por lo tanto, tienen menos probabilidades de tener un descubierto en su cuenta que generaría la obligación de pagar elevados tipos de interés y porque tienden a vigilar más lo que ocurre con su dinero”. Yo diría que tienen también más formación e información y, por tanto, soportan un coste menor para averiguar si les están ofreciendo un mal producto. Conscientes, los bancos les ofrecen mejores productos. Como decía Susanita la de Mafalda, los pobres siguen siendo pobres porque compran productos de mala calidad. Pues bien, dice la autora que regulaciones como las expuestas pueden provocar un aumento de precio para los clientes ricos y, en tal caso, un aumento del bienestar social al reducirse la subvención de los clientes pobres a los clientes ricos.

En fin, dice la autora que no escuchemos a los bancos. Veamos lo que hacen. Porque hay un largo trecho del dicho al hecho.

Natasha Sarin, Making Consumer Finance Work

La mayor supervivencia y menor precio de cotización de los conglomerados


Los conglomerados (empresas que se dedican – objeto social – a muchas actividades distintas y no relacionadas entre sí – ) suelen sufrir un descuento en la cotización. Los inversores “piensan” que los beneficios serían mayores si la empresa se concentrara en las actividades en las que es más eficiente y se desprendiera de los otros negocios. Se dice, así, que la “diversificación destruye valor”, “lo que resulta desconcertante, ya que las empresas diversificadas representan el 35% de las sociedades cotizadas en los Estados Unidos”. Pues bien, los autores explican que esta peor valoración bursátil de los conglomerados se debe, en realidad, a que las compañías que se dedican completamente a un objeto social específico – que no son conglomerados y a las que llamaré “concentradas”  – tienen un mayor riesgo de caer en quiebra (lógico) y como ese mayor riesgo lo pueden asumir los inversores a menor coste – porque los inversores pueden comprar acciones de muy distintas empresas en relación con la actividad a la que se dedican), lo lógico es que los inversores asignen un menor valor, ceteris paribus, a una compañía que “asume” ese riesgo en lugar de desplazarlo sobre los inversores cuando éstos son cheaper risk bearer.

De modo que, en realidad, la peor cotización es un espejismo: el conglomerado tiene más valor esperado como empresa – porque su riesgo de quiebra es menor – pero su cotización es más baja, dicen los autores, por esta ineficiente asignación del riesgo de quiebra que descuentan los inversores. Así resulta de los datos empíricos que indican que los conglomerados sobreviven en mayor medida en relación con las empresas concentradas y en “la covarianza del descuento” en la cotización. Es decir, los autores descubren que “el tamaño del descuento (en el valor de cotización) de los conglomerados diversificados aumenta junto con su exceso de supervivencia en relación con las empresas concentradas”.

Si las empresas concentradas tienen mayor riesgo de caer en quiebra, lo que “vemos” en el mercado bursátil está sesgado por quién ha sobrevivido a la quiebra, es decir, las empresas concentradas que siguen cotizando son “supervivientes” de un grupo más grande del que se han caído, en mayor medida, compañías concentradas que conglomerados porque su riesgo de quiebra es mayor
“Si las empresas con peor desempeño y más enfocadas caen en la insolvencia en estados adversos de la economía, entonces la cotización promedio de los conglomerados será más baja que la de las enfocadas… el descuento es producto de la selección de los datos, selección en la que se excluye a las compañías cotizadas que han devenido insolventes y el valor de mercado se distorsiona aún más al alza con respecto al valor esperado incondicional cuando la incidencia de las quiebras es mayor.  Este conocimiento es relevante en la práctica cuando comparamos valores de mercado entre empresas enfocadas y conglomerados, sin controlar el diferencial de insolvencia de unas y otras”. 

De modo que los autores concluyen que “dado que las características de las empresas en quiebra difieren sistemáticamente de las que han sobrevivido, ignorar a las empresas excluidas de la cotización conduce a un error en la medición del valor de las empresas”. O sea, que si tomáramos en cuenta a todas las empresas concentradas que han cotizado alguna vez, y no solo a las que han sobrevivido, el resultado sería que el descuento por conglomerado desaparecería. Podríamos decir que este espejismo, causado por la forma en que se forman los precios en los mercados bursátiles desaparece si examinamos empresas que no coticen en bolsa. En ellas, la diversificación en el seno de la empresa es un bonus y, por tanto, ceteris paribus, una empresa conglomerado valdrá más que una empresa concentrada por el menor nivel de riesgo que soporta. De modo que bien puede decirse que la cotización en bolsa permite a las empresas actuar con menos aversión al riesgo y, por tanto, llevar a cabo proyectos de inversión de valor positivo pero de mayor nivel de riesgo. No es extraño, por ejemplo, que los conglomerados sean frecuentes en las empresas familiares. La familia ha de diversificar necesariamente dentro de la empresa si todo el patrimonio familiar está invertido en ella.

El razonamiento se aplica a los grupos de sociedades. Al parecer, también las cabeceras de grupos sufren un descuento en su cotización. Y la razón – dice el autor – es que
Las compañías matrices de un grupo sobreviven a las crisis económicas no sólo porque reciben apoyo de sus filiales en forma de dividendos, sino porque también disfrutan de responsabilidad limitada en relación con las deudas de sus filiales. De este modo, las empresas matrices, y los grupos a los que pertenecen, sufren un descuento precisamente porque se ahorran los costes de la quiebra en la medida en que tienen menos riesgo, ceteris paribus, de devenir insolventes. Esta lógica predice que el descuento de la matriz es mayor cuanto mayor sea el apoyo que la matriz recibe del dividendo de las filiales. Así, el descuento de la sociedad matriz es mayor en los grupos planos que en los grupos piramidales, y desaparece cuando se venden las filiales.

Altieri, Michela and Nicodano, Giovanna, Does Bankruptcy Risk Increase Value? Puzzles and Diversification, 2019

Las valoraciones de empresas son un arte, no una ciencia y están sometidas a plena revisión por los jueces


Ernst Graner
Ambas partes solicitaron una revisión de conformidad con la Regla 59 f) del Tribunal de Cancillería. En mi experiencia, la revisión rara vez es eficiente o productiva. Se ha convertido en de rigueur in los pleitos en los que es necesario valorar una empresa, sin embargo y especialmente en el caso de las valoraciones que se basan en informes realizados por  peritos de parte. Ningún análisis de flujos de caja descontados, utilizado para calcular el valor "exacto" de una sociedad anónima, puede ser lo suficientemente riguroso como para no permitir al insatisfecho con la valoración resultante un argumento de buena fe afirmando que el valor real es otro. Esto, creo, corrobora la sabiduría de confiar en el precio pactado, cuando se haya formado apropiadamente… Este tribunal debe resistir la tentación de adivinar el valor “correcto” de las acciones de la sociedad a partir de un análisis financiero - una tentación particularmente fuerte en este campo, que, además, que no entra dentro de la expertise de los jueces. Revisar tales valoraciones anima a las partes a litigar sin parar. A diferencia de la venganza, la justicia es un plato que se sirve templado y el interés del Derecho incrementa esta exigencia. Sin embargo, éste es el raro caso en el que debe estimarse la pretensión de las partes de que, por el tribunal, se proceda a revisar la valoración de AOL

martes, 9 de abril de 2019

No-poach agreements: acuerdos de no captación de empleados en el Derecho de la Competencia



Guillermo Alfaro

Según cuenta el Blog de Columbia, el derecho antimonopolio de los pactos de no captación recíproca de empleados (o sea, los acuerdos entre dos empresas para no robarse a los empleados – no poach en inglés –) es el siguiente:
“Un acuerdo de no robarse recíprocamente a los empleados entre empresas que compiten entre sí por los empleados (incluso si no compiten en el mercado de productos o servicios que producen esas compañías) es ilegal per se y objeto de persecución penal por parte del Departamento de Justicia… sin embargo, se analizará bajo la rule of reason, si el pacto de no captación recíproca se encuentra incluido en un contrato de colaboración o en una transacción entre las partes y puede considerarse como razonablemente necesario para el logro de los objetivos de tal colaboración o transacción, como ocurre en el caso de constitución de una joint-venture, de una operación de M & A o en un contrato de franquicia… lo propio respecto de los acuerdos de este tipo celebrados entre partes que están en distintos niveles de la cadena de producción – relación vertical – como ocurre entre franquiciadores y franquiciatarios”
Creo que esta breve descripción es muy ajustada. Los pactos de no competencia en relación con los empleados deben considerarse prohibidos cuando son independientes, porque en tal caso constituyen claramente un acuerdo colusorio – perjudicial para los trabajadores que ven disminuido el número de potenciales ofertas por su trabajo – que distorsiona la competencia al reducir la demanda de trabajo. Naturalmente, es irrelevante que las empresas que participan en el acuerdo sean competidoras o no en el mercado de productos. Lo importante es que lo sean en el mercado de trabajo. Porque el Derecho de la Competencia también se ocupa de mantener abiertos y competitivos los mercados de los insumos que utilizan las empresas para producir bienes y servicios. Y, por tanto, también se ocupa de mantener competitivo el mercado de trabajo respetando, naturalmente, las limitaciones a la competencia que haya establecido el legislador a través del Derecho laboral. Esto es importante porque, a menudo, se considera que el Derecho de la Competencia sólo se ocupa de los consumidores y, por tanto, no se aplica a las relaciones laborales. Se aplica. Así, por ejemplo, si una empresa se fusiona con otra y la resultante de la fusión disfrutará de una posición de dominio en el mercado laboral de la zona geográfica en la que está instalada, esa concentración debe prohibirse porque genera o refuerza una posición de dominio, que es el estándar que utiliza la legislación sobre control de concentraciones para juzgar si debe o no autorizarse una concentración. Piénsese en la fusión de las dos almazaras que hay en una zona geográfica determinada. Su fusión no genera una posición de dominio en el mercado del aceite, pero sí puede generar una posición dominante en el mercado de la venta de aceituna a almazaras.

También tiene interés el análisis de los pactos de no captación recíproca de empleados que se incluyen, como una cláusula más, en contratos de colaboración o en contratos que articulan transacciones de compraventa de empresas o de creación de empresas comunes. En estos casos, normalmente, las cláusulas de no competencia por los empleados son necesarias y razonables para que las partes puedan conseguir el objetivo – legítimo – que les llevó a celebrar el contrato de colaboración en primer lugar (restricciones accesorias o ancillary restrictions). Ningún empresario participará en una joint-venture con otro si ha de temer que los empleados – valiosos para él – que aporta al desarrollo del proyecto en el seno de la joint-venture serán contratados por el otro socio de ésta. Por tanto, la cláusula de “no-poach” promueve la celebración de contratos que aumentan el bienestar general y que, protegidos por la autonomía privada, han de ser respetados, también, por la autoridad que aplica el Derecho de la competencia.

Un adecuado reparto de tareas, sin embargo, debería asignar estos casos al Derecho de la Competencia desleal y al Derecho de Contratos, esto es, a la litigación civil y no a las autoridades de competencia. Salvo que sean empresas muy grandes las que incluyan este tipo de pactos, el enforcement de la prohibición debería dejarse a los interesados, esto es, a los que los incumplen aunque los hayan pactado (que se defenderán frente a la acusación de haber incumplido el contrato que les prohibía captar empleados ajenos alegando la nulidad del pacto), a los trabajadores (que resultan perjudicados y que bien pueden demandar a los firmantes de tales pactos ex 1902 CC, tortious interference) y a los competidores que tratan de captar empleados y se encuentran con este tipo de barreras.

El coste de oportunidad de las inversiones como criterio para conceder y medir las indemnizaciones por lucro cesante


San José, siglo VIII. mosaico de la antigua basílica De San Pedro. Museo Pushkin, Moscú


Damages must be proved, and not just dreamed
Richard Posner

“a fair rent is the most reasonable standard of the defendant’s loss by reason of the plaintiff ’s failure to complete the mill” (on time)
Abbott v. Gatch, Maryland Court of Appeal 1859

Victor Goldberg nos cuenta el siguiente caso
A finales de la década de 1960, los promotores de Buffalo decidieron que su equipo de fútbol, los Buffalo Bills, necesitaba un nuevo estadio cubierto. El condado firmó un contrato con Kenford, una empresa propiedad del terrateniente local Ed Cottrell, que se asoció con el juez Roy Hofheinz (creador y operador del Astrodome de Houston, el primer estadio con cubierta). En virtud de ese contrato, Kenford proporcionaría el terreno para el estadio a cambio de un contrato de gestión. El costo esperado del Condado para la construcción del estadio fue de $50 millones. Sin embargo, la oferta de construcción más baja de Kenford fue de 72 millones de dólares. Incapaz de pagar tales costos, el Condado canceló su plan para construir el estadio, y Kenford demandó al Condado por incumplimiento de contrato. Kenford ganó sobre la base de la responsabilidad civil y celebró un juicio de nueve meses para resolver sus daños.1 Además del terreno que había sido asignado al estadio, el terreno adyacente pertenecía a Kenford. Kenford afirmó que, de haberse construido el estadio, habría desarrollado el terreno periférico con un parque temático, tres hoteles, cuatro edificios de oficinas, un campo de golf y un centro comercial especializado. El equipo de expertos económicos de Kenford, que pasó meses testificando sobre su proyección de veinte años de costos e ingresos futuros año tras año, concluyó que la pérdida de ganancias de Kenford debido a su incapacidad de desarrollar el terreno adyacente por sí solo era de más de $380 millones. El total de reclamaciones por daños y perjuicios superó los 500 millones de dólares.2 Cuando el polvo se despejó, Kenford recibió sólo 10 millones de dólares, de los que nada cubría el lucro cesante… La reclamación del lucro cesante por parte de Kenford se enfrentó a un obstáculo doctrinal, la llamada "regla de negocio nuevo". Si un negocio es nuevo, es decir, si no tiene un historial de actividades rentables, se rechaza la posibilidad de reclamar el lucro cesante.

Pues bien, resulta que, desde los años sesenta a hoy, los tribunales norteamericanos han abandonado la regla del “nuevo negocio” para decidir sobre las pretensiones de indemnización del lucro cesante y la han sustituido  por la general de poner a cargo del demandante la prueba de que ha sufrido daños como consecuencia del incumplimiento de la otra parte en forma de beneficios dejados de obtener – lucro cesante –. Y Goldberg, que siempre va a la contra, dice que la “nueva” doctrina está tan mal como la antigua porque no tiene en cuenta el sustrato económico de este tipo de pretensiones indemnizatorias. Reconoce que, en muchos casos, se sobrecompensa el lucro cesante pero que los errores judiciales van en ambos sentidos. No se dejen impresionar por las doctrinas de creación jurisprudencial en el common law. La mayor parte de ellas tienen poco valor intelectual y menos constructivo. No es extraño que gente lista como Goldberg haya encontrado un trabajo para toda la vida dedicándose a desmontarlas. En este trabajo que resumo ahora se dedica a su trabajo utilizando para ello el concepto económico de coste de oportunidad: la indemnización por lucro cesante, viene a decir Goldberg, es la indemnización del coste de oportunidad: lo que el contratante cumplidor ha dejado de obtener como consecuencia del incumplimiento de la contraparte. Si el cumplidor conserva intactas las posibilidades de dedicar su patrimonio a otros fines distintos de los que previó cuando celebró el contrato, no merece ser indemnizado por lucro cesante porque ese “lucro” está todavía ahí a su disposición. Todavía puede obtenerlo y, por tanto, no ha “cesado” de existir como consecuencia del incumplimiento del contrato. La metáfora de los “sueños de ganancia” o las cuentas de la lechera que utilizan nuestros tribunales no están lejos de la idea del coste de oportunidad aunque, obviamente, no sean descripciones precisas de éste. Véase, por ejemplo, este caso (ingresos dejados de obtener de venta de la electricidad producida por una central fotovoltaica porque el distribuidor denegó el acceso a su red de distribución)

Y, al examinar si el demandante merece que se le indemnice el lucro cesante, el concepto clave es el de coste de oportunidad del capital
la reparación del daño debe tener en cuenta el costo de oportunidad del capital.  Puesto que no hay razón para creer que esta inversión en particular hubiera sido más rentable que cualquier uso alternativo de los fondos que el demandante ahorró debido a que el trato no se llegó a ejecutar, no habría ninguna pérdida. Así, volviendo al caso del estadio, Kenford aún tenía los fondos que habría invertido en los hoteles, el campo de golf y otros proyectos. Podría haber invertido los fondos en otros proyectos, y no había razón para creer que un conjunto de proyectos es mejor o peor que el otro…. Por lo tanto, para los casos en los que el acreedor no ha realizado ninguna inversión que dependa del cumplimiento del contrato, la regla debe ser la de desestimar la reclamación de la indemnización del lucro cesante.
Goldberg compara este caso con el contrato de licencia de una patente, patente que el licenciatario no explota (aunque se había obligado a ello en el contrato). Si los pagos al licenciante estaban indexados a las ventas de productos por parte del licenciatario que incorporaran la patente, el licenciante tiene derecho a una indemnización de daños que cubra el valor de los royalties. ¿Por qué? porque el licenciante – dice Goldberg – ya ha hecho su inversión (al licenciar), de modo que no retiene la posibilidad – como Kenford – de destinar sus activos a otro fin que le proporcione una rentabilidad semejante. Por tanto, el lucro cesante ha de estimarse por el juez cuando el demandante ha invertido su dinero o sus bienes en el proyecto que es objeto del contrato y, por tanto, ha renunciado a invertirlos en otro proyecto. En tal caso, tiene derecho a una indemnización por lucro cesante equivalente a la rentabilidad que habría obtenido para su inversión si la contraparte hubiera cumplido el contrato.

Un caso semejante, según Goldberg es Fera: un comerciante alquiló un espacio por diez años para una tienda en un centro comercial para abrir una librería. El dueño del centro comercial incumplió y alquiló el local a un tercero. El librero demandó por incumplimiento y pidió la indemnización del lucro cesante: las ganancias que habría obtenido explotando la tienda durante diez años. Goldberg dice que, tras el incumplimiento, el comerciante tenía “intactos” sus activos y sus oportunidades de inversión. No había sufrido ninguna pérdida de oportunidades de negocio porque no había por qué suponer que el proyecto de la librería en ese centro comercial había de ser más rentable que cualquier otro proyecto semejante.

En el caso Peterson, un alto directivo de una empresa deja su empleo para emprender su propio negocio para encontrarse con una situación semejante al librero de Fera: que el dueño del centro comercial arrienda el local a él prometido a otro inquilino. De nuevo, dice Goldberg, Peterson no merecía una indemnización del lucro cesante. Sólo la de los daños sufridos por confiar en que la otra parte cumpliría, esto es, los salarios dejados de percibir en la confianza de que podría iniciar su nueva vida como tendero.

Un caso en el que, según Goldberg procedería la indemnización del lucro cesante sería Brundige v.  Sherwin-Williams Co. Brundige era empleado de Sherwin-Williams. Y tenía un pacto de no competencia postcontractual. Sherwin-Williams trasladó su domicilio y su actividad a otro lugar. Brundige se despidió de la empresa y abrió un negocio semejante al de Sherwin-Williams en la antigua localización de ésta. Sherwin- Williams obtuvo una medida cautelar contra Brundige que le impidió operar la tienda. Cuando la medida cautelar se levantó (y el juez denegó la razón a Sherwin-Williams), Brundige demandó pidiendo que se le indemnizara el lucro cesante, esto es, el dinero que habría ganado si hubiera podido operar la tienda durante ese período. Dice Goldberg que, en ese caso, Brundige había realizado ya su inversión de forma específica y, por lo tanto, no podía reaccionar al incumplimiento de Sherwin-Williams invirtiendo esos activos en otra actividad. En general, alguien tiene derecho a la indemnización del lucro cesante cuando lo que pide es que se le entregue “la corriente futura de rendimientos que su propia inversión” producirá razonablemente. El énfasis hay que ponerlo en que se trate de una inversión ya realizada por el demandante y que tal inversión no sea completamente recuperable (esté total o parcialmente “hundida” o se trate de una inversión “específica” a la relación con el incumplidor).

El tercer grupo de casos, según Goldberg, son los que se aplica la regla del art. 1107 CC – se indemnizan los daños previsible en el momento de contratar – y se aplica a los casos de retraso (o defectos) en el cumplimiento de contratos de obra, principalmente. Los criterios para determinar el lucro cesante es el de los beneficios que el comitente de la obra habría obtenido si hubiera podido empezar a desarrollar la actividad en el momento previsto en el contrato o, como en ese antiguo caso de Maryland, el pago de una renta arrendaticia por una instalación semejante durante el número de meses que hubiera durado el retraso.

El cuarto incluye los contratos de larga duración que una de las partes – el que paga el precio – termina anticipadamente pero sin justa causa cuando la otra parte – la que entrega la prestación característica – no ha iniciado la ejecución. En tales casos, dice Goldberg, la indemnización del lucro cesante debe depender “de si las condiciones del mercado han cambiado”. Si no han cambiado, no debe indemnizarse el lucro cesante (el contratante que ha cumplido parcialmente no tiene coste de oportunidad porque sus prestaciones futuras puede realizarlas a favor de cualquier otro que le pague el precio de mercado dado que éste no ha cambiado según supone Goldberg) pero si han cambiado, entonces el contratante cumplidor tiene derecho a ser indemnizado por el lucro cesante (la razón es que, si el precio de la mercancía suministrada, por ejemplo, ha bajado, el contratante-suministrador sufre un daño por el incumplimiento de la contraparte que se cuantifica en la diferencia entre el precio del contrato para esa mercancía y el precio de mercado – ahora más bajo – y, a través del contrato, el suministrador se había asegurado ese precio durante toda la vigencia del contrato y por todas las cantidades pactadas).

Victor P. Goldberg, The New-Business Rule and Compensation for Lost Profits, 2016

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