miércoles, 26 de diciembre de 2018

La expulsión de los judíos en 1492 y la “solución final” de 1942: la atrocidad comparada

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El último libro de Antonio Peña Freire concluye con un provocativo experimento mental. Se trata de comparar el grado de legalidad de dos episodios históricos: la expulsión de los judíos decretada en España por los Reyes Católicos en el año 1492 y el exterminio de los judíos al que condujo la “solución final” adoptada el año 1942 por aquel lamentable conciliábulo nacionalsocialista del Wannsee (pp. 242 ss.). Naturalmente, este ejercicio de, por así decir,atrocidad comparada no pretende juzgar en la misma balanza hechos que —siquiera sea por la distancia que los separa en el tiempo— resultan inconmensurables…- Pertrechado con las ideas siempre estimulantes de Lon Fuller, Antonio Peña emprendió… la defensa de una concepción no positivista del Derecho que culmina esta obra, llamada a ser una contribución, de primer orden en nuestra lengua, a la revitalización del pensamiento fulleriano; quizá el presagio de un “revival de Fuller” como el ya vivido por la filosofía del Derecho anglófona…

por muy injusto y lamentable que fuera aquel éxodo forzoso de 1492, la realidad es que en el decreto de expulsión de 1492 hallamos procedimientos, publicidad, generalidad, estabilidad, previsibilidad y seguridad jurídica. Hallamos, en fin, aspectos esenciales de la legalidad… que brillan por su ausencia en las medidas adoptadas sigilosamente en Wannsee. Los sucesos de 1942 no sólo fueron sustantivamente más injustos. Lo decisivo fue que se incurrió en unos vicios formales que vulneraban aquello que Fuller llamó “la moral interna del Derecho”, aquella moralidad “que hace posible el Derecho” y que, cabe subrayar, hace del Derecho, genuino Derecho. En palabras de Peña que no dejarán indiferentes a sus lectores positivistas: “(E)l orden jurídico es un orden social de legalidad”. “(N)o se puede tener derecho, sin tener Estado de derecho”… Antonio Peña opta en su trabajo por mantener el término “legalidad” para designar tanto el ideal del Derecho (principio de legalidad, Estado de Derecho, “moral interna del Derecho”) como la validez del Derecho (legalidad como la juridicidad de los anglófonos)…

En suma, como diría Fuller (siempre con la aprobación de Peña) “hay mucha morralla (tosh) sobre el modo en que se concretan [los modelos ideales]”; pero por mucha morralla que hubiera en el Derecho de la España del 1492, nadie pondría en duda su carácter jurídico; algo que no sucedería en cambio con el orden nacionalsocialista tras la llamada “solución final” adoptada en Wannsee. La legalidad es un rasgo gradual del Derecho, pero también necesario. Por ello, su ausencia absoluta priva de juridicidad a un orden social. Un orden social totalmente privado de legalidad puede aspirar a representar a lo sumo un “orden gerencial” o un “orden teleocrático” pero nunca un orden genuinamente jurídico. Desde esta perspectiva, los judíos españoles fueron víctimas de una injusticia legal, mientras que los judíos alemanes fueron víctimas de una injusticia ilegal, y esto último por más que fuera dictada desde el Estado… las prácticas exterminadoras (en el estricto sentido que Peña estipula) no pueden ser soportadas por las formas del Derecho. El exterminio es incompatible con la legalidad (en los dos sentidos de legalidad aquí relevantes)… bajo una concepción autoritaria y no relacional los súbditos son reducidos a meros objetos a disposición de una voluntad; en cambio, bajo una concepción relacional se transforman en sujetos de regulación. Por acudir a una feliz distinción de Peña, los súbditos dejan de estar simplemente sujetos por las reglas para transformarse en sujetos de las reglas…


“la historia de Princeps”.


Princeps es un príncipe cruel y voluble en cuyo escudo de armas figura un antiguo lema: Quod Principi placuit, legis habet vigorem. En su territorio cuenta con una población sometida que hace todo lo que él ordena gracias a un fiero ejército que obedece sus órdenes ciegamente. Un día se acerca a su Reino un escribano extranjero que se ofrece a redactarle un ordenamiento jurídico a su gusto (“podrá tener cualquier contenido”, asegura el kelseniano extranjero). Princeps deberá limitarse a dictarle las normas y el forastero se limitará a transcribirlas en varios cuerpos legales. Naturalmente, la transformación del caos predatorio de Princeps en normas legales comporta ciertas exigencias: (i) Serán normas generales, no particulares, a fin de abarcar todas las situaciones. (ii) Se escribirán con claridad en la lengua de los súbditos para que todos las comprendan. (iii) Serán coherentes para que los súbditos sepan a qué atenerse. (iv) Naturalmente, las hará públicas para que todos las conozcan. (v) Obviamente, las normas sólo impondrán acciones posibles (nada, pues, de pedir la luna) y, por cierto (vi) futuras, pues sólo prospectivamente cabe motivar la conducta de la gente. (vii) El código será estable (pues, entre otras cosas, el jurista extranjero no volverá en mucho tiempo) y (viii) serán consistentes (en el sentido de que ningún soberano puede ir en contra de sus propios actos una vez dictadas las normas). El escriba extranjero, muy persuasivo, le asegura a Princeps que todo eso es muy práctico. Que así la gente sabrá con antelación qué hacer y que la vida de sus súbditos será más ordenada... La pregunta es qué preferirá Princeps . Puede que al principio nuestro tirano crea confiado que el orden le permitirá reforzar su poder omnímodo. Pero obviamente habrá caído en la trampa. La realidad es que, sin saberlo, Princeps habrá restringido sus prerrogativas, habrá erigido inconscientemente un invisible “muro mágico” frente a sus propios caprichos (en expresión de Kirchheimer que cita Peña, p. 176). El happy end con moraleja incluida podría ser el siguiente: el escribano extranjero era en realidad un jurista contratado por los propios súbditos en secreto, conscientes de las ventajas que les procurarían a todos en su camino hacia la libertad la adopción del “canon óctuple” (como lo ha denominado Peña, pero no Antonio, sino Lorenzo Peña). De nuevo, en su traducción alexyana, la legalidad sería un procedimiento vinculado a una pretensión de corrección que se imbricaría con el resto de procedimientos institucionales y discursivos, regidos por los principios de la razón práctica general. La legalidad es, en fin, el primer paso hacia una república en cuyo blasón leeríamos: Veritas, non auctoritas, facit leges… es desde la perspectiva… de los desheredados, donde mejor se comprende el valor de la legalidad, a menudo ignorado por quienes la dieron por descontada (basta con echar un vistazo a los graves atentados contra la legalidad en Cataluña para comprobarlo). Así pues, no es sólo que la legalidad sea la vía de entrada de la moral en el Derecho. Es que el Derecho es fuente de moralidad.

Alfonso J. García Figueroa, 1492-1942 La legalidad fulleriana en un baile de números, Anales de la Cátedra Francisco Suárez, ISSN 0008-7750, Nº 53, 2019, págs. 373-379


1 comentario:

César Ayala dijo...

Partiendo de la existencia de la "Injusticia Legal" quizá se podría admitir la existencia de la "Justicia Ilegal"...aunque es difícil tener estómago para ello...

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