En esta semana se han producido tres noticias jurídicas de la mayor importancia teórica. El presidente del gobierno ha tenido que testificar en una investigación penal de las andanzas académicas y empresariales de su esposa porque parece que él utilizó su puesto para ayudar a los que ayudaron a su esposa a hacer negocios. Patxi, cráneo privilegiado, acusa al juez de prevaricar y ese cruce entre Savigny y Leonor de Aquitania que es Yolanda Díaz dice que en su larguísima carrera como jurista-laboralista en Ferrol – unos seis meses – nunca vio un caso igual. Sánchez, como su esposa, se ha negado a declarar y ha ordenado a la Abogacía del Estado que presente una querella por prevaricación contra el juez que le iba a tomar declaración ¿Puede un presidente del gobierno negarse a declarar ante un juez sin dimitir? ¿No es una resolución prevaricadora la de ordenar a la Abogacía del Estado que presente la querella?
El rector de la Complutense, Goyache, merece ir a la cárcel. Digo que sería justo que fuera a la cárcel. No digo que haya cometido ningún delito por el que deba ser condenado. Digo que su conducta merecería, en un Código Penal ‘justo’ – valorativamente coherente –, estar castigada con pena de cárcel. Por lo que sabemos, Goyache infringió gravemente sus deberes fiduciarios hacia la UCM y sus deberes como cargo público. Desde el momento en que aceptó reunirse con la cónyuge del presidente del gobierno en La Moncloa para discutir asuntos oficiales de la UCM, Goyache sabía que estaba infringiendo sus deberes como rector. Si tenía dudas, debió consultar con el compliance officer de la Complutense. Lo que hizo, tras esa visita a La Moncloa confirma que infringió su deber fiduciario. Aceleró la creación de la cátedra extraordinaria y se apoyó en una previsión excepcional del Reglamento de la UCM que regula esas cátedras (art. 13.2) para favorecer los intereses de la mujer del presidente del Gobierno (v., esta entrada del Almacén de Derecho). Todo el procedimiento duró tres meses y no consta que se elaboraran los informes que justificaban la aplicación de la regla excepcional del art. 13.2 del Reglamento. Goyache se portó como Burt Lancaster en la película de los juicios de Nuremberg según le reprochó el juez norteamericano cuyo papel hacía Spencer Tracy: había pre-decidido darle la cátedra extraordinaria a Begoña Gómez porque era la mujer del presidente del gobierno y no porque con ello se avanzara el interés corporativo de la Complutense. Cualquier officer de compliance habría advertido al rector Goyache de que no podía promover esa cátedra extraordinaria si la directora iba a ser la mujer del presidente del Gobierno si, previamente, no se habían tomado las medidas para asegurar que no se estaba dando un trato de favor a esa señora por ser la mujer de quien era. En particular, Goyache debería haber investigado por qué terminó Begoña Gómez su relación con el Instituto de Empresa. ¿Y si la echaron del Instituto de Empresa porque, como directora del Africa Center del IE desarrolló conductas inapropiadas o que incumplían los términos de su contrato con esta universidad privada? Por ejemplo, La Caixa es una entidad “participada” por el Estado (a través de las acciones procedentes de Bankia), de manera que, según su contrato, Gómez no podía utilizar su posición para que La Caixa aportara fondos al Africa Center. Goyache no hizo un background check de Gómez antes de proponerla para directora de la Cátedra Extraordinaria. A Goyache no le llamó la atención que Gómez sólo consiguiera patrocinios y contratos de empresas relevantes (La Caixa y el IE lo son) una vez que su marido se convirtió en presidente del gobierno.
Por todo eso, Goyache prevaricó gravemente al promover y aprobar la cátedra extraordinaria. Y si Rubiales ha de ir a la cárcel por darle un pico a una jugadora de fútbol delante de las cámaras ¿no ha de ir a la cárcel Goyache por hacer lo que ha hecho? Con esta comparación quiero llamar la atención sobre nuestro destrozado código penal. Tras más de treinta reformas en las últimas décadas, no sabemos ya qué conductas considera la sociedad española como intolerables – y, por tanto, sancionadas penalmente – y cuáles no merecen más que una reprimenda o, a lo más, una multa. Que una autoridad o cargo público se alce contra la Constitución y declare la independencia de una región española no es delito si no va acompañado de un alzamiento armado. Las Cortes han despenalizado el alzamiento incruento. Que diputados o senadores voten dolosamente a favor de una ley inconstitucional no es delito. Que no sea delito ¡ni pueda serlo porque la Constitución lo impide! que un consejero de hacienda elabore unos presupuestos en los que se disfrazan de “transferencias de financiación” lo que es un programa de subvenciones que se otorgan discrecionalmente y sin que exista una convocatoria pública a la que puedan presentarse los interesados, es de aurora boreal o, qdmp, de aurora Montalbán. El Tribunal Constitucional ha destrozado cualquier posibilidad de una relación armoniosa y ajustada a Derecho con el poder judicial con sus infames sentencias sobre los ERE. Cada vez está más justificada la opinión de los que sostienen que las sentencias Montalbán del Tribunal Constitucional entorpecen gravemente la lucha contra la corrupción. Según la doctrina Montalbán, el presupuesto público puede destinarse a los ‘clientes’ del partido político gobernante si el legislador – que goza de inmunidad penal por el contenido de las leyes que aprueba – aprueba el proyecto de ley de presupuestos sin que los que lo elaboraron incurran en responsabilidad alguna. En otra ocasión explicaré que las leyes de presupuestos no son verdaderas leyes y, por tanto, que su aprobación por el Parlamento no tiene el mismo significado que la aprobación de una ley ordinaria u orgánica. Pasa con la ley de presupuestos lo que pasa con el acuerdo de aprobación de las cuentas en una sociedad anónima. Las Cortes, o el parlamento regional, no pueden hacer de su capa un sayo con el proyecto de presupuestos que elabora el gobierno de la nación o el regional. Que los magistrados del Tribunal Constitucional no aprecien esta diferencia dice mucho de su escasa competencia como juristas.
Y, al parecer, un comité del Consejo de Europa – este sí, parece, oficial – que interpreta y aplica la Carta Social Europea afirma que las indemnizaciones por despido improcedente en España son demasiado bajas y que su cuantía no puede estar predeterminada – ni determinada con arreglo a criterios estandarizados como ocurre, fíjese usted, con las indemnizaciones que pagan las compañías aseguradoras de responsabilidad civil, donde una pierna vale X, un ojo vale Y y un brazo vale Z. Sea la pierna de Nico Williams o la de Biden. Incluso la vida está ‘baremada’. Pero, usted ya sabe, el Derecho laboral es como el fútbol. Impredecible. Y la impredecibilidad es, para los laboralistas, una virtud, no un defecto del Derecho. Por eso digo que estamos en la semana del fin del mundo jurídico. Tal conjunción de los astros sólo se dio el día que cayó el muro y Mitterrand famously dijo aquello de que le gustaba tanto Alemania que prefería que hubiera dos.
¿Dónde está el error de los laboralistas y de ese pretendido comité o comisión que aplica la Carta Social Europea? Ya lo he explicado en varias entradas. Básicamente, los laboralistas consideran que el puesto de trabajo es un “derecho real”, no, como cualquier jurista diría, que la relación laboral es una relación contractual de la que surgen derechos y obligaciones de contenido patrimonial. Para los laboralistas, el puesto de trabajo es un "bien" - una cosa - cuyo titular - cuyo 'propietario' - es el trabajador del que sólo puede ser “expropiado” por una justa causa y con la debida indemnización. Y la indemnización, naturalmente, se calcula en función del valor subjetivo de ese bien del que es titular el trabajador y que consiste en un “puesto de trabajo”, o sea, el derecho a percibir un salario hasta el día en el que se alcance la condición de pensionista. Ni siquiera se descuenta que el trabajador despedido puede ofrecer sus servicios a otro empleador que puede, incluso, que le pague más que el que le despidió.
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