lunes, 24 de noviembre de 2025

Ética para laboralistas: cómo la ideología sindical conduce a la burocratización de las relaciones laborales y al empobrecimiento de los trabajadores


Foto de LSE Library en Unsplash


Son extractos del libro que se cita al final. Son ideas que me parecen potentes para repensar el Derecho Laboral y su modernización. 

1º Los sindicatos deberían negociar exclusivamente salarios, no las condiciones de trabajo (en la negociación salarial hay economías de escala, en las de las condiciones de trabajo, no). 

2º El empleador ha de conservar el máximo posible de discrecionalidad para dirigir las tareas del trabajador (contenido del contrato de trabajo) y para terminarlo. Para controlar el oportunismo y las conductas estratégicas por parte del empleador debe recurrirse a las cláusulas generales del derecho civil: abuso de derecho, buena fe etc y no a la regulación detallada de la relación laboral

3º Los empleados públicos deben estar sometidos in totum al derecho administrativo


La tendencia natural de cualquier sindicato consiste... en concebir la relación laboral en términos adversariales (una tendencia que ha arraigado profundamente en la cultura del movimiento sindical, especialmente en Norteamérica), lo que lleva a los sindicatos a importar esas normas adversariales también a las prácticas del lugar de trabajo. Esto se traduce en una presión constante para ampliar el alcance de la negociación colectiva, incluyendo descripciones de puestos, reglas de trabajo, sistemas de promoción, y así sucesivamente. 

Lo que subyace a esta tendencia es la oposición profunda de los sindicatos a reconocer cualquier autoridad discrecional al empleador. Lo característico de las empresas intensamente sindicalizadas es, por eso, que el empleador pierde cualquier capacidad de disuadir el incumplimiento por parte de los trabajadores salvo en sus formas más flagrantes, lo que destruye el espíritu de producción en equipo que las empresas desean cultivar internamente. La hostilidad hacia la discrecionalidad directiva es comprensible si se piensa en los sindicatos como un contrapeso necesario al poder de los propietarios de la empresa. El problema surge cuando las normas adversariales sustituyen, en el lugar de trabajo, a las relaciones cooperativas. 

Por ejemplo, en los años ochenta del siglo XX, la influencia de las técnicas de gestión japonesas —que exigen altos niveles de confianza entre la dirección y los empleados— preparó el terreno para un conflicto profundo con los sindicatos estadounidenses debido, en gran medida, a la incompatibilidad entre las dos visiones del lugar de trabajo y las normas que deberían regir las relaciones entre empleador y empleado. En particular, los estándares más exigentes de control de calidad alcanzados en las empresas japonesas resultaron imposibles de reproducir en el entorno laboral de baja confianza creado por las relaciones adversariales estadounidenses. Las empresas sindicalizadas se han encontrado, por tanto, a menudo en desventaja competitiva, no porque paguen salarios más altos, sino porque la presencia del sindicato limita significativamente el abanico de modelos de gestión que pueden implementarse, aumentando así los costes de transacción. 

Además, los sindicatos ejercen una presión constante sobre las empresas para 'completar' los contratos de trabajo (sobre el concepto de contrato incompletocontratos de trabajo cada vez más completos, especificando plenamente los requisitos y expectativas del puesto (con el fin de limitar el poder discrecional de la dirección). En la medida en que los sindicatos lo logran, socavan la base misma de la relación laboral, basada en niveles altos de confianza porque sientan las bases para la externalización y la subcontratación. Así, el enfoque adversarial del lugar de trabajo puede acabar transformando, con el tiempo, las relaciones laborales en relaciones de mercado y convirtiendo a las empresas en no-empresas. 

El propósito de estas observaciones no es defender ni atacar a los sindicatos, sino simplemente sugerir que no resuelven, de manera estable y sostenible, la tensión fundamental que existe dentro de la empresa capitalista. El deseo nostálgico de muchos estadounidenses de volver a las tasas de sindicalización de la década de 1970 va de la mano con el deseo de regresar al capitalismo gerencial del mismo período, en el que las grandes empresas en mercados poco competitivos disfrutaban de enormes rentas económicas, que podían ser arrebatadas a sus propietarios mediante los esfuerzos concertados del trabajo organizado. Sin embargo, tales empresas ya no existen en la mayoría de los sectores. La globalización ha hecho que esos mercados sean mucho más competitivos, mientras que los costes de transacción de la contratación en el mercado han disminuido. Imponer más rigidez y costes adicionales a la relación laboral hará poco más que acelerar este proceso, dando lugar a una disminución general del tamaño de las empresas.  

Desde esta perspectiva, no sorprende que los sindicatos hayan migrado cada vez más al sector público, donde su empleador no puede quebrar, aunque la orientación adversarial hacia las relaciones laborales sea aún más problemática en este contexto). ¿Qué cabe decir entonces sobre la “ética” de las relaciones laborales? En primer lugar, debería evitarse concebir estas interacciones como fundamentalmente adversariales o contractuales, y resistir la tentación de caer en un adversarialismo reactivo inducido por quienes conciben todas las relaciones laborales de este modo. 

... Por ello, el adversarialismo debería limitarse, en la medida de lo posible, a las negociaciones salariales, entendidas de la forma más restringida posible, reconociendo el carácter ficticio de la relación laboral. 

En segundo lugar, es importante reconocer que, dentro del sistema cooperativo de la sociedad mercantil estándar, los trabajadores se encuentran en una desventaja estructural frente a los inversores. La empresa suele ejercer un poder de mercado considerable sobre sus empleados, no solo por el coste que supone para el trabajador encontrar empleo en otro lugar, sino también porque los empleados han realizado con frecuencia inversiones en capital humano equivalentes a activos específicos, es decir, han desarrollado habilidades relevantes para el puesto que son únicas para su empleador concreto. Debido a ello, los empleadores están en posición de actuar de manera oportunista frente a sus trabajadores, y por tanto el eje central de cualquier ética de las relaciones laborales debería ser la prohibición de hacerlo. Dado que no existen cambios estructurales ni en la gobernanza empresarial ni en las relaciones laborales que resuelvan el problema del oportunismo empresarial, este está destinado a seguir siendo una cuestión de ética empresarial. 

Una forma de lograr cierta mejora en la gobernanza ética de las relaciones laborales consiste en prestar atención a lo que Émile Durkheim denominó los elementos no contractuales del contrato: los entendimientos implícitos que estructuran e informan el contenido explícito de los acuerdos. Quizá la fuente más común de inmoralidad en las relaciones laborales sea la negativa a reconocer u honrar cualquier obligación que no esté escrita. Esto representa una importación ilegítima de normas propias del mercado —que pueden ser apropiadas para subcontratistas— a la relación laboral, donde no corresponden. Es una característica intrínseca de los contratos de trabajo que sean incompletos y contengan componentes significativos no escritos. Como resultado, es una característica esencial de la relación laboral que las empresas tengan obligaciones morales, a menudo implícitas, hacia sus empleados. Como mínimo, la misma regla de “sin sorpresas” que rige en las relaciones con los inversores (respecto al contrato corporativo implícito) debería aplicarse en las relaciones con los empleados. 

Por último, es importante reconocer que la empresa proporciona a sus empleados muchos bienes difíciles de valorar, porque no existen mercados privados para ellos. La protección frente al riesgo del mercado laboral, mencionada anteriormente, es uno de los más importantes. Es también la razón principal por la que la economía de plataformas (gig-economy) ofrece una alternativa tan insatisfactoria a la relación laboral tradicional para tantos trabajadores (reflejada en el uso del término “precariado” para describir esta nueva clase). Así, la disrupción de las empresas tradicionales lograda mediante estas técnicas de contratación es un desarrollo decididamente ambivalente. Y, sin embargo, los intentos de revertirlo volviendo a la gran empresa, que puede aislar a sus trabajadores de las fuerzas del mercado, difícilmente tendrán éxito a largo plazo. De hecho, el impulso de proteger a los trabajadores frente a la precariedad mediante la imposición de mejoras en la calidad del empleo puede tener la consecuencia perversa de acelerar la disolución de las empresas sobre las que se impone, porque reduce el coste de la subcontratación en relación con la contratación directa. Así, la única solución real al problema se encuentra en el ámbito de la política pública y, en particular, en la ampliación de la red de protección social en áreas donde no pueden organizarse eficientemente sustitutos de mercado (un recordatorio útil de que no todo problema que surge en el mundo empresarial es uno que pueda o deba ser resuelto por la empresa). Esta necesidad es especialmente acuciante en jurisdicciones en las que el Estado ha trasladado a los empleadores la provisión de ciertos beneficios, como el seguro de salud. Si bien históricamente la corporación pudo ofrecer un refugio en el mundo despiadado del mercado, no puede obligársele a seguir haciéndolo cuando las condiciones económicas subyacentes, que constituían las condiciones de posibilidad, han cambiado.

Joseph Heath, Ethics for capitalists  2025

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