La independencia de los reguladores fue el resultado de la transacción: no puede ser un Tribunal (el que intervenga en la vida económica); que sea una Agencia, pero con unas garantías equivalentes a las de aquél. En nuestro caso, el proceso de independización de los reguladores ha sido radicalmente distinto. El punto de partida fue distinto no sólo en cuanto a la base ideológica y jurídica (la propiedad como derecho fundamental y su garantía judicial), sino por la normalidad con la que la intervención era concebida. Entre nosotros, lo “natural” era y es la intervención pública, correlativa a un Estado fuerte, considerado como brazo ejecutor de los procesos históricos de transformación de la nación. Entre nosotros, el Estado es el principal actor del cambio; los ciudadanos, los meros espectadores; una base histórica muy distinta a la norteamericana....
Los ciudadanos han creído que la independencia conducía a la neutralidad y ésta a la mejor regulación posible. Esto no ha sido así. En nuestro caso, la crisis del regulador independiente no ha venido por su ineficiencia en la gestión de sus competencias, sino por su politización. Nuestra democracia gira alrededor de partidos políticos muy fuertes. La dirección de los partidos tiene unos poderes extraordinarios que condicionan la acción del partido, pero también de la democracia. La independencia de los reguladores se mueve entre la colonización política y la captura por los intereses regulados...
Los ciudadanos creían eso porque la Administración debía servir "con imparcialidad" los intereses generales y los cambios de Gobierno no implicaban cambios en la gestión de los asuntos de los ciudadanos por la Administración. Pero las agencias independientes no se han convertido en meras Administraciones especializadas, sino que se han aproximado - y mucho - al Gobierno. Generaban "políticas" que ejecutaban de forma autónoma. Y los partidos políticos se han preocupado de repartirse los órganos de gobierno de estas agencias en proporción a su participación en el Parlamento. Y así, claro, lo que tenemos son pequeños gobiernos que no tienen territorio que gobernar pero sí conjuntos de ciudadanos sometidos a su imperio. Por eso, su falta de independencia de los partidos políticos y del Gobierno se ha traducido en pérdida de legitimidad.
Respecto de los individuos concretos designados para los puestos en estas agencias independientes, Betancort dice que, a pesar del art. 13 de la Ley de Economía Sostenible
basta ojear los currículos de los miembros de algunos organismos reguladores para comprobar cómo se incumple, en algunos casos de manera escandalosa, el que los nombramientos se hayan producido entre “personas de reconocido prestigio y competencia profesional”, tal y como exige el citado artículo. Probablemente, el precepto podría ser más explícito al exigir la competencia en el ámbito del sector regulado. Estas circunstancias son las que han contribuido al descrédito de los reguladores. Cuando la única competencia exigida es la política, el contagio político ya está asentado en las mismas bases del nombramiento. Más que establecer mecanismos de garantía de la independencia, hay que desarrollar entre nuestros políticos la cultura de respeto institucional...
Y es muy triste que en sectores liberalizados donde la competencia es la regla y donde pueden verse afectados derechos fundamentales, como sucede, señeramente, en el sector audiovisual deba decirse que
No me parece razonable ni, incluso, constitucional, el control administrativo del contenido de las comunicaciones audiovisuales. Hasta este momento nuestra democracia ha funcionado, sin merma de la libertad, sin un supervisor de estos contenidos. La supresión, incluso antes de su constitución, podría ser una medida razonable de ahorro. La experiencia, bastante negativa, del Consejo Audiovisual de Cataluña (CAC) debería hacer reflexionar sobre la oportunidad, la pertinencia e, incluso, la corrección jurídica de este tipo de reguladores. A mi juicio, este tipo de control sólo puede estar en manos de los Tribunales. Se trata del control del contenido de un derecho fundamental. No se trata de la garantía de la libertad de empresa, sino de un derecho fundamental como el de expresión. A los jueces les debe corresponder en exclusiva su protección.
Siempre me ha fascinado la capacidad que tenemos para autoconvencernos de la bondad de lo que nos conviene.