En EL PAIS de hoy se publica una carta al Director, firmada por un profesor titular de Derecho del Trabajo y la columna semanal de J. Manuel Díaz-Arias titulada “Sanciones en la empresa”.
El profesor afirma que el contrato único supondría
“la eliminación de facto del control judicial de la causa de los despidos, soslayando demás las exigencias constitucionales de forma y de procedimiento, con el único límite de los despidos discriminatorios. Igualar a la baja los costes indemnizatorios frente al despido entre trabajadores temporales e indefinidos resulta, en todo caso, una curiosa forma de combatir la dualidad en el mercado de trabajo…contraviene el derecho a la protección frente al despido injustificado (artículo 30 de la Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea): este precepto se vulnera automáticamente al no respetarse las exigencias del marco constitucional interno (artículo 53 de la Carta). Sino también, porque la implementación de la medida acabaría cerrando el paso a la aplicación del régimen tutelar propio de los despidos colectivos contemplado en la Directiva 98/59/CE de la Unión Europea”.
Obsérvese la curiosa mezcla de posiciones políticas y alegaciones jurídicas que contiene la carta. En primer lugar, atribuye a la propuesta del contrato único la eliminación del control judicial sobre el despido que nadie ha propuesto. El contrato único se limita a modificar la escala de la indemnización por despido improcedente (se supone que el procedente se podrá seguir haciendo sin indemnización) sustituyendo, como dice gráficamente Dolado, “el muro, por una rampa gradual” en lo que a la cuantía de las indemnizaciones por terminación unilateral del contrato por el empresario sin alegar causa se refiere. La hipocresía es que la legislación vigente permite el despido sin causa – prohibirlo sería, probablemente, inconstitucional – abonando una indemnización de 45 días por año trabajado con un límite en 42 mensualidades. Por tanto, es un puro juego de palabras. El empresario tiene que alegar una causa para despedir pero si no la tiene o no puede probarla, se la inventará. El despido se considerará improcedente y la relación terminará – no hay obligación de readmitir salvo despidos nulos – con una indemnización muy sustancial para el trabajador. De manera que, modificar la escala de la indemnización, suprimiendo al tiempo los contratos temporales, no transforma de modo sustancial la concepción del contrato de trabajo que está recogida en nuestra legislación.
A continuación, añade un argumento político. Presupone que la nueva regulación equiparará la protección de los trabajadores indefinidos a la de los trabajadores temporales, lo que el autor tiene que saber que es, simplemente, falso puesto que la protección de los trabajadores temporales es prácticamente nula y nadie está proponiendo suprimir la indemnización por despido.
Por la misma razón, es también falso que la propuesta del contrato único infrinja ni el Convenio 158 OIT ni el art. 30 de la Carta de Derechos Fundamentales de la Unión Europea (por cierto, aplicable al Derecho europeo, no al Derecho español) ni a la Directiva que regula los procedimientos para llevar a cabo despidos colectivos. Basta con leer los textos correspondientes para deducir que lo que todas esas normas prohíben es que – a diferencia de lo que sucede en los contratos civiles o mercantiles de duración indefinida – el empleador pueda dar por terminado el contrato de trabajo de duración indefinida (esas “bondadosas” normas discriminan entre trabajadores temporales y trabajadores indefinidos sin más justificación que los que los negociaron no tenían entre su clientela mas que a trabajadores con contrato indefinido) sin compensar en forma alguna al trabajador por la terminación de la relación.
Porque la regla general en todos los ordenamientos privados del mundo civilizado es que un contrato indefinido puede ser terminado ad nutum, esto es, sin alegar causa, por cualquiera de las partes – unilateralmente – y sin deber alguno de compensar a la otra por la terminación. En algunos casos concretos – como el contrato de agencia – el legislador ha previsto una determinada protección de la parte que considera “débil” y, cuando lo ha hecho, la protección prevista es la de una compensación económica (v., art. 28 LCA). A nadie se le ocurre obligar al otro contratante a seguir vinculado al otro per saecula seculorum. Eso es lo que resulta igualmente del art. 10 del Convenio OIT – que deberíamos denunciar, en todo caso – y es lo que resulta del art. 30 de la Carta: que el contrato de trabajo de carácter indefinido no puede ser terminado ad nutum y sin indemnización o compensación por parte del empresario.
Obsérvese que, obligar a un empresario a mantener a un trabajador hasta su jubilación (que es lo que significa interpretar esos textos en el sentido de que el empresario tiene que tener una causa que justifique la terminación) salvo que el trabajador incumpla, sea incapaz o la empresa no pueda pagarle el sueldo, supone una restricción desproporcionada de la libertad de empresa que no resulta necesaria ni proporcionada en sentido estricto para proteger el interés legítimo del trabajador y las normas que regulan aspectos afectados por derechos fundamentales deben interpretarse y aplicarse mediante la ponderación (son mandatos de maximización). Piénsese en empresas de 10 trabajadores donde el empresario ha de soportar todos los días al trabajador que se acuesta con su mujer (con la del empresario) o que “crea mal ambiente” (lo que no podrá probar ante un juez).
Un mundo en el que rige la autonomía privada y la libertad no puede ser un mundo en el que la gente tenga que dar explicaciones de su comportamiento y probar que existen las razones por las que actúa. Porque ese es un mundo en el que la libertad se termina. Los particulares hacen las cosas que hacen porque quieren y no tienen – no deberían tener – que dar explicaciones. Se me dirá que en la relación laboral no pueden aplicarse los principios del Derecho contractual etc. Pero tal refutación es insuficiente. Lo que hay que argumentar es en qué medida está justificado limitar la aplicación de las reglas generales que rigen para los contratos entre particulares al contrato de trabajo. Una por una, y aplicando la ponderación, de manera que sólo estará justificado separarse de tales reglas generales cuando exista un interés específico del trabajador que exige la derogación de la regla general y sólo en la medida en que sea necesaria la derogación para salvaguardar tal interés.
Por eso, lo que tiene sentido es que todos los trabajadores reciban una compensación a la terminación del contrato, sin que ésta tenga carácter indemnizatorio. Es una compensación porque el trabajador pierde su principal fuente de ingresos y se considera que ese riesgo está mejor repartido si, en el momento en el que se pierde el empleo, se dispone de una cantidad equivalente a unas cuantas mensualidades que facilite al trabajador su sostenimiento hasta encontrar otro trabajo. Su función es, pues, similar a la de un seguro donde la “indemnización” la paga el que tiene los incentivos adecuados para evitar el “siniestro”, esto es, el empresario.
Por eso también, el trabajador que considere que su despido ha sido discriminatorio, ha atentado contra sus derechos fundamentales o supone una conducta completamente desconsiderada por parte del empresario puede acudir a un Juez para que así lo declare recibiendo una indemnización que incluya “todos los (daños) que conocidamente se deriven de la falta de cumplimiento de la obligación” (art. 1108 II CC) indemnización que puede incluso cubrir los salarios que hubiera percibido hasta que vuelva a encontrar trabajo. Ahí no debería haber límite legal alguno a la indemnización. Todos los daños sufridos por el trabajador deberían ser indemnizables incluyendo los morales y el lucro cesante.
Pero los laboralistas han abandonado el mundo del contrato hace tiempo. Y la mejor prueba es el llamado “poder disciplinario” del empleador y las “sanciones en la empresa. Fíjense lo que dice Díaz-Arias (pero que lo pueden leer en cualquier manual del Derecho del Trabajo y en muchas sentencias de nuestros tribunales laborales):
“En su papel de rector de la actividad empresarial, el empresario tiene a su disposición un amplísimo marco de sanciones para disciplinar la conducta de los trabajadores. Desde la simple amonestación hasta el despido. Recordemos que aunque el despido suele verse más como un medio de poner fina la relación laboral es, ante todo, una medida disciplinaria: la máxima sanción que puede imponerse a un trabajador. De ahí la rigurosidad de los requisitos que deben acompañarlo para que se considere válidamente realizado.Nos encontramos en el ámbito del derecho sancionador donde rigen una serie de principios estrictos a fin de proteger los derechos de la persona que va a ser sancionada.La sanción debe ser proporcionada a la gravedad de la conducta. No cabe sancionar un desplante con un despido. Existen conductas cuya reiteración puede dar lugar al despido, pero antes es necesario advertir de las consecuencias de repetir tal conducta. Pensemos en los retrasos o las ausencias.Y se exige también la <<tipicidad> de las faltas y sanciones. Esto supone que deben estar concretadas, descritas en una disposición, de forma que el trabajador conozca a qué se enfrenta si acomete el comportamiento prohibido… Hay que señalar que la ley solo se preocupa de delimitar las conductas que pueden dar lugar a la sanción más grave – el despido – y de prohibir determinadas sanciones, como las multas de haber o la minoración de las vacaciones o demás derechos de descanso. La relación de las faltas y sanciones es uno de los contenidos clásicos de los convenios colectivos”
En un trabajo ya antiguo, criticábamos algunas tendencias de nuestros tribunales civiles a considerar que, cuando una asociación expulsaba a un socio, le estaba imponiendo una “sanción”. Esto es ridículo. Un particular no puede sancionar a otro particular. El único que puede sancionar a un particular es un poder público, porque es el que tiene el monopolio de la coacción. Solo el Estado puede sancionar a un particular porque el particular no puede evitar la sanción. El problema del Derecho laboral, en este punto, es que ha llevado la analogía al disparate. Cuando un empresario “sanciona” a un trabajador está ejerciendo sus derechos derivados del contrato de trabajo frente a conductas del trabajador que suponen incumplimiento o frente a circunstancias que constituyen justo motivo para el ejercicio de tales derechos o, simplemente, ejerciendo derechos potestativos unilaterales (como el de dar por terminada la relación). Cuando lo “despide” está terminando el contrato de trabajo, no está sancionando al trabajador.
Se dirá que tampoco es para ponerse así, que no es más que una cuestión de palabras. No. Lo que hacen los laboralistas, incluyendo a los jueces de lo social es trasladar las reglas y principios del Derecho administrativo sancionador y, por ende, del Derecho penal, a las relaciones entre dos particulares producto del libre consentimiento de ambas (una vez que no hay trabajos forzados). Hablar del principio de tipicidad de las sanciones laborales o de la proporcionalidad en las sanciones o del principio de legalidad (nulla poena sine previa lege) es destrozar la lógica de una relación contractual y conduce a absurdos como el siguiente: Un trabajador roba y le despiden. Las dos instancias consideran el despido procedente y el Tribunal Supremo, en Sentencia de 27 de marzo de 2013 cambia la calificación por improcedente porque en la carta de despido no figura la fecha a partir de la cual tendría efectos éste. Ningún Juez civil habría considerado que la declaración de voluntad de dar por terminado un contrato pierde su eficacia por el hecho de que se haya omitido algún extremo de la misma si se desprende con claridad de la declaración cuál ha sido la voluntad del declarante. Ni siquiera la omisión del plazo de preaviso.
Observen la rigidez y costes que impone a la gestión de nuestras empresas un Derecho del contrato de trabajo que concibe éste en términos de “faltas y sanciones”, “poder disciplinario”, “legalidad y tipicidad” de las sanciones, “proporcionalidad” etc. Se obliga a las empresas a incoar y tramitar un expediente cada vez que quiera ejercer alguno de los derechos que le atribuye el contrato como hace la Administración pública cuando pretende imponer una sanción a un particular. El empresario ha de destrozar las relaciones con los empleados porque ha de advertirles de cada incumplimiento, por nimio que sea, – un retraso – para ir “acumulando faltas” que le permitan despedir procedentemente llegado el caso; los requisitos formales son costosos de cumplir y dan mil oportunidades para que terceros (gestores administrativos, gestores laborales y abogados, sindicatos) extraigan rentas de las empresas y para que muchos trabajadores que han incumplido sus contratos sean tratados igual que el que ha sido despedido porque se niega a acostarse con el empresario.
Esto no es el chocolate del loro. Cuando se habla de flexibilizar la economía española, hay que empezar por eliminar la burocracia de las relaciones entre particulares. Y el contrato de trabajo está lleno de burocracia.