Foto: Visualización del crecimiento exponencial (abajo) vs el crecimiento lineal (arriba) por Olga Rusu
En
un luminoso artículo, explica Manuel Arias que
“el llamado distanciamiento social que ha de aliviar la presión asistencial causada por el virus se nos aparece como una figura paradójica. Por un lado, describe la separación de los miembros de la comunidad y con ello remite al aislamiento individualista que los caricaturistas atribuyen a la teoría liberal; por otro, los motivos que animan esa separación forzosa – el deber de ayudarnos mutuamente – refuerzan la cohesión en el interior de esa comunidad. De manera que las sociedades liberales siguen siendo sociedades”
“Las decisiones precautorias no escalan. La seguridad colectiva puede requerir que los individuos adopten medidas individuales de prevención del riesgo excesivas incluso si entran en conflicto con los propios intereses y beneficios del individuo. Puede exigir que un individuo se preocupe por riesgos que son comparativamente insignificantes”.
Explican que en el caso de las epidemias, el riesgo individual de contagiarse es muy pequeño, por lo que no es racional entrar en pánico. Pero si todos actúan igual y nadie entra en pánico y, por tanto, no toman las precauciones “excesivas”, todo el mundo se contagia y la epidemia destroza la sociedad. De modo que hay que “entrar en pánico individualmente… para evitar un problema sistémico”.
Pero esa conducta no es coherente con la que practicaría un individuo racional que hiciera un balance de costes-beneficios. Es decir, la conducta que deben adoptar los miembros de un grupo en caso de epidemia plantea un problema de acción colectiva.
En el caso de los riesgos “normales”, como por ejemplo, el de tener un accidente de tráfico, los incentivos del individuo para evitar la producción del siniestro y tomar las precauciones adecuadas son los correctos porque internaliza el daño (de morir o sufrir heridas como consecuencia del accidente). De manera que, desde el punto de vista social, la Sociedad puede despreocuparse. No hay un problema de acción colectiva.
Añaden Taleb y Norman algo más interesante: conforme se extiende la epidemia, el interés individual y el colectivo convergen y la conducta individual se aproxima a la que es óptima socialmente porque cuantos más infectados haya, mayor riesgo de morir para el individuo por la infección (y no por cualquier otra razón individual). De ahí que las autoridades tengan que insistir en la idea de “aplanar la curva”: para hacer entender a los individuos que sus intereses personales y los del grupo divergen a corto plazo pero coinciden en el largo plazo. En el caso del COVID 19 es todavía peor, porque los jóvenes sanos saben que su probabilidad de morir es muy baja, de modo que un análisis coste-beneficio individual les llevaría a la despreocupación y a no adoptar medidas para evitar seguir propagando el virus. De manera que, en los casos de epidemia, en principio, no es tanto una divergencia entre el interés individual y el colectivo como que ambos están temporalmente dislocados.
Así que, generalizando, la paradoja que describe Arias y el análisis de los contagios de Taleb y Norman tienen algo en común: son dos “historias” dentro de la gran narración de los problemas que plantea a cualquier sociedad humana la acción colectiva que se comenzó a estudiar con el dilema del prisionero.
Las interacciones entre los miembros de un grupo aumentan el bienestar de cada uno de los miembros en la medida en que ese aumento del bienestar para el conjunto se distribuya entre los miembros del grupo. Ese aumento de bienestar se logra mediante las acciones cooperativas de los miembros, acciones que toman la forma, básicamente, de la producción en común y del intercambio. Cuanto más cerca de la subsistencia esté el grupo, más probable es que la forma de cooperación dominante sea la producción en común, no el intercambio, y que el reparto del resultado de esas interacciones (lo producido en común) sea estrictamente igualitario, con independencia de la aportación de cada uno a la producción en común.
Hay un tipo de interacciones entre los miembros de un grupo que no contribuyen a aumentar el bienestar del grupo y, por tanto, de los individuos: son las interacciones agresivas, es decir, las que toman la forma de las conductas que hoy están en los códigos penales y que explican los códigos morales de las sociedades primitivas. Robar, matar, destruir lo de otros, no arrimar el hombro, escaquearse, tratar de recibir una porción mayor de la que le corresponde…
Pues bien, contagiar una enfermedad es una conducta agresiva, dañina, igual que robar, matar o dañar los bienes de otro. Es una conducta anticooperativa. Sólo que inconsciente. Y como sólo en los últimos cien años – desde hace 200.000 – los seres humanos hemos comprendido cómo se produce el contagio de las enfermedades infecciosas, la Evolución no ha tenido tiempo para dictarnos pautas de conducta que favorezcan la propagación de nuestros genes ordenándonos el aislamiento cuando nuestro sistema inmune detecta un agente infeccioso. No sería fácil que tal cosa ocurriera puesto que aislarse sería una conducta altruista y el “gen egoísta” sigue dirigiendo la evolución de nuestra especie. Pero no sería imposible (i) si el aislamiento beneficia al enfermo en la medida que – como se está viendo con el Covid 19 – la “carga de virus” es relevante para superar la infección. En efecto, los que se aislasen voluntariamente tendrían más posibilidades de sobrevivir si no se exponen a un nuevo contagio y (ii) si el aislamiento beneficia a los “parientes” con los que se comparten los genes. Pero ni aún así sería fácil que la selección natural hubiera hecho hereditaria una conducta de autoaislamiento en caso de infección. Sencillamente porque el problema de las epidemias es un fenómeno reciente en términos evolutivos. Si los humanos han vivido en grupos pequeños alejados entre sí durante la mayor parte de la existencia de la humanidad, las epidemias no eran un problema para el que la evolución hubiera de diseñar una solución “colectiva”. Basta con un sistema inmune, sobre todo, en individuos que se enfrentan a un entorno peligroso como era la sabana hace 200 mil años.
Hay un fenómeno que tiene algo que ver con este y que
Steve Stewart-Williams explica muy bien:
¿por qué somos celosos los humanos? Aceptando que la fidelidad social a la pareja de uno y la fidelidad sexual tienen ventajas evolutivas, los celos se explican fácilmente: un mecanismo para reducir el volumen de infidelidades. Lo que es sorprendente es que,
dados los bajos niveles de infidelidad en los humanos (la proporción de hijos que no lo son de su padre jurídico está más cerca del 1 % que del 10 por ciento), la pulsión de los celos no haya desaparecido de nuestra psicología. Stewart-Williams lo explica diciendo que es probable que seamos más celosos de lo que necesitamos serlo pero
“la ironía es que si la gente no fuera más celosa de lo que necesita ser (para asegurar la fidelidad de su pareja), habría menos vigilancia de lo que hace la pareja y el volumen de «cuernos» aumentaría con lo que lo haría también el nivel necesario de celos. Una paranoia suave en relación con la fidelidad de la pareja funciona, probablemente, como una profecía autocumplida inversa (self-fulfilling prophesy) que contribuye a poner de manifiesto su propia falsedad. Es decir, el hecho de que la infidelidad sea un fenómeno relativamente raro en nuestra especie no implica que los celos sean innecesarios. Al revés, parte de la explicación de por qué es relativamente rara la infidelidad es que la gente tiene tendencia a actuar movida por los celos.
De modo que sí, la evolución podría habernos implantado, como nos implantó los celos, una tendencia a adoptar precauciones excesivas no sólo cuando podemos contagiarnos sino también cuando podemos contagiar a otros que, a diferencia de nosotros, pueden sufrir un daño mayor. Se trataría de una conducta altruista más que, como todas las que no se explican porque se realizan en beneficio de parientes, se explican porque acarrean beneficios también para el que las realiza (mutualismo).
Pero una conclusión más general es que nuestra psicología no está preparada
para tener en cuenta los efectos sistémicos – colectivos – de nuestra conducta individual.
Boyer y Petersen lo explican así
“las consecuencias no pretendidas… son efectos de segundo orden que ocurren en sistemas sociales a gran escala. Reflejan las respuestas agregadas del mercado a los cambios en los costes y los beneficios (por ejemplo, si el precio del bien se regula a la baja, el mercado responde disminuyendo las cantidades suministradas). Pero nuestra psicología del intercambio social está diseñada para sistemas sociales de pequeña escala, para intercambios personales entre partes identificadas.
Es decir, nuestros “sistemas mentales” – individuales – no están “programados” para tener en cuenta los efectos agregados (sobre el grupo) de muchas de nuestras conductas individuales. Y es lógico que así sea – dicen estos autores – porque normalmente las conductas individuales no tienen efectos sobre el grupo. Por eso es tan difícil hacer entender a los izquierdistas que si controlas los precios de los alquileres acabas reduciendo la oferta de alquiler. Porque en la cabeza del homo sapiens de izquierda no cabe que una decisión dirigida a reducir la subida de los alquileres quitándosela al arrendador para favorecer al inquilino pueda acabar provocando que miles de inquilinos se vean en la calle sin poder acceder a una vivienda.
Esta incapacidad de nuestros sistemas mentales para “internalizar” los efectos agregados de nuestra conducta es especialmente dramática cuando, como recuerda Acciarri, se trata de
fenómenos que evolucionan exponencialmente como sucede con el crecimiento económico pero también y con mucha mayor intensidad con los contagios epidémicos. No estamos dotados por la evolución de la capacidad para pensar en términos exponenciales.
Todo lo anterior no significa que los grupos humanos no hayan sido capaces de gestionar los riesgos colectivos. Al revés. La evolución cultural nos ha hecho capaces de internalizar esos efectos agregados y proceder individualmente como si esos efectos formaran parte de nuestro cálculo individual de costes y beneficios. Las sociedades humanas son grandes máquinas de asegurar el riesgo al que están sometidos sus miembros individuales.
Para ello,
como han explicado Cárdenas y otros en algunos famosos experimentos, es necesario recordar que “el individuo se comporta como un homo oeconomicus cuando le «dicen» que se porte como un homo oeconomicus”, esto es, cuando le dan incentivos para maximizar su utilidad. Ante una epidemia, lo que hay que hacer
es modificar el entorno en el que se toman las decisiones individuales. Hay que decir a los individuos que no se porten racionalmente. O, como dice Bowles, “los incentivos actúan como indicaciones a los individuos si deben actuar o no moralmente”. Si los individuos
han de actuar prosocialmente, hay que “sacarlos” del entorno de mercado porque, en ese entorno, la competencia expulsará a los que no actúen egoístamente, esto es, se produciría el resultado contrario al que logra la mano invisible de Adam Smith: una reducción del bienestar general.
Pero, como he dicho, una epidemia no está incluida entre los “entornos” en los que la evolución nos ha configurado para actuar en contra de lo que nos dicta la racionalidad, de manera que la evolución cultural ha de “tirar” de otros mecanismos de nuestra psicología para “convencernos” de que debemos evitar convertirnos en máquinas de propagación del virus. Y aquí es donde entran
las tendencias prosociales. ¿Cómo si no se explica la generalizada obediencia a una orden de permanecer en casa las veinticuatro horas del día? Se dirá que el gobierno está imponiendo multas a los que incumplen la prohibición de circular por la calle, pero – vuelvo a Cárdenas – la multa no tiene la función de desincentivar comportamientos inmorales pero racionales desde el punto de vista individual (¿cómo podría?) sino
informar de cuál es la conducta que maximiza el bienestar general de forma que, en términos de Bowles,
“actúa como complementario de la preferencia prosocial de los individuos”. Si se trata de sociedades dotadas de amplio “capital social”, el principal castigo a los incumplidores no provendrá de las multas, sino de los propios conciudadanos confinados. El Estado necesita, pues, desplegar un mínimo de actividad represiva para asegurar el cumplimiento de la orden de cuarentena.