Lo de cometer errores está de moda. Hay toda una discusión mundial acerca de lo importante que es fracasar como única vía para el éxito. Y el fracaso es siempre producto de algún error. Y ya se va entendiendo por qué es tan importante cometer errores. Porque es la forma más efectiva de aprender. Yo había formulado la cuestión en términos de curiosidad. Pero se ve que era una formulación imprecisa. Este artículo de Jonah Lehrer resume la cuestión.
Al parecer nuestro cerebro reacciona frente a los errores con una señal instintiva de carácter negativo y otra, inmediatamente posterior, positiva. Lo importante es si te importa un bledo haber cometido el error (“cada cual es como es”) o te afecta y adoptas una actitud positiva (“puedo hacerlo mejor”). Para los profes, hay alguna lección que podemos aprender y es la de obligar a los alumnos a cometer errores. Uno de los experimentos que relata Lehrer consistía en plantear a los estudiantes un ejercicio aburrido (hacer secuencias de letras o números). Cuando la tarea es aburrida, se cometen errores tontos. Los estudiantes del segundo tipo, ante un error, se concentraban más para evitar el siguiente. Los del primer tipo, se rendían de modo que obtenían resultados muy inferiores.
¿Cómo obligar a los alumnos a cometer errores? Primero, haciendo el experimento con gaseosa: no en el examen final. Ahí no queremos que cometan errores. El examen final es una promesa de seriedad. Lo de ir a clase es un trabajo, no una forma de pasar el tiempo. Por tanto, los errores deben cometerlos los alumnos en clase. Segundo, haciendo preguntas – planteando problemas – que no sean fáciles (yo, los engaño, les digo que yo solo pregunto cosas fáciles que, en realidad, lo son solo para los que – yo – se saben la respuesta correcta, pero, de esa forma reduzco su resistencia a dar una respuesta, por tonta que sea). Tercero, no ridiculizar jamás al que da una respuesta por muy equivocada que sea (en clase. En un Juzgado o en un debate en televisión, hay que “overkill” si hace falta).
Naturalmente, si el contenido de las clases es estúpido y carente de interés intelectual, es decir, si hacemos estudiar a nuestros jóvenes cosas que no merecen ser aprendidas por razones prácticas (manejar un coche, crear un programa de ordenador o redactar un texto) o teóricas (introducir al alumno en cuestiones de las que podrán extraer respuestas que utilicen en otros ámbitos), entonces da todo igual.