viernes, 28 de agosto de 2015

La amistad mercantil: de lo que fue el Derecho Mercantil y de lo que ya no es

Los párrafos que siguen los hemos sacado de un delicioso trabajo de Carlos Petit, titulado “Del Usus Mercatorum al Uso de Comercio”. La crítica que contiene a los estudios históricos del Derecho Mercantil que hacemos los juristas que no sabemos nada del Antiguo Régimen es una enmienda a la totalidad

Por eso las costumbres locales fijaban los llamados – precisamente – términos de gracia y cortesía para la presentación de efectos al pago o la aceptación (“the European merchants customarily allow a certain Time to the Acceptor after a Bill is due, which is call’d Time of Grace or Favour, which differs according to the customs of the Places drawn upon”); condescendencia final hacia el principal obligado cambiario (“it is so much law now itself, that no bill is protested now till those three days are expired”) que tenía la función de hacer posible la intervención de los amigos o de poner en marcha los contactos necesarios para restañar un crédito mal andado. Una similar convicción llevó a considerar algo impropio de la profesión mercantil el liarse a pleitos y mezclarse con abogados y tribunales – incluidos, en los supuestos mejores, los propios jueces corporativos. “Por una porquería… no he de armar un pleito en la plaza, cuando hasta entonces no había tenido ninguno”,

La religión de los mercaderes se convirtió en devoción y amistad; la amistad favoreció el tráfico de cartas, en particular de letras de cambio – un instrumento financiero muy sensible a los deberes honorables de la común profesión. Aquélla mercantil se entendía además tan honrosa que debía huir de pleitos… gracias a los buenos oficios de colegas que arbitrasen las diferencias surgidas en los momentos peores. Cartas, amigos, letras, arbitrajes... en fin, llevados desde una casa que fue ante todo familia, con el contrato de compañía para refuerzo de los vínculos consanguíneos. Tal vez cualquier lector, a la vista de este o ese otro documento, matice y refute fácilmente la anterior descripción. Pues qué, ¿nunca se dieron pleitos entre comerciantes que hubiera de zanjar una autoridad judicial? ¿El apetito de lucro no condujo jamás a exprimir a los deudores sin contemplación alguna? La historia de la cambial, ¿no marchó a favor de la fuerza ejecutiva de compromisos de pago que no admitían demasiadas reticencias? La respuesta afirmativa a todas estas objeciones me parece compatible con el propósito actual de identificar los valores, usos y comportamientos – en una palabra, el tejido de costumbres en el sentido inicialmente recogido – de la vieja clase mercantil, al menos cuando la intención de la lectura que está a punto de acabar se limita a descifrar las claves de la auto-representación, de la imagen profesional que un clásico mercader se formó de sí mismo y sus colegas. Nada contaría entonces un contrato social donde se reconociera al hijo facultades especiales que los más atribuían al padre o demostrar la existencia histórica de negociantes encallecidos que nunca dieron tregua a sus deudores. Mantengo mi convicción de que, hasta en esos supuestos contrarios al relato que ahora finaliza, la vieja cultura mercantil aceptó con toda naturalidad la existencia de familias mutadas en sociedades de comercio o la vigencia de la moral y la gracia en el terreno jurídico de las obligaciones, con inclusión por supuesto de las exigentes obligaciones cambiarias. Si se comparte tal convicción, en un segundo paso interpretativo hemos de concluir que la cuestión del usus mercatorum con que arrancaba nuestra encuesta no sería demasiado relevante para trazar los orígenes del moderno derecho mercantil.

Los datos examinados nos conducen hacia una amalgama de normas y creencias religiosas, imperativos profesionales, directrices para el gobierno de la casa, compromisos de amistad, códigos de honor… que ofrecen un paisaje demasiado exótico para explicar sin más el ordenamiento especial del comercio a partir de antiguas ordenanzas y prácicas institucionales (sociedades personalistas, letras de cambio, auxiliares del comerciante, libros de contabilidad, reglas para el caso de insolvencia…) poco menos que inalterables. Que los órdenes normativos y los principios implicados – un derecho gremial ciertamente, aunque colocado junto o incluso por debajo de la economía o ciencia doméstica, la moral, en particular aquélla católica y postridentina, el mismo saber mercantil, con su notable carga disciplinante de la vida profesional y el escritorio – carezcan hoy de relevancia explicaría las limitaciones de una difundida historiografía, pero se trata de superar este empobrecido horizonte si queremos comprender una cultura que no es la nuestra. Se encuentra además en debate la correcta identificación de la experiencia jurídica presente. Si el derecho mercantil ha sido el único ordenamiento corporativo que subsistió al momento revolucionario, si ese instante irrepetible constituye el inicio del fin del antiguo régimen también en materia de contratos, en tal caso subsistiría el problema de trazar con precisión las fronteras de la modernidad. Darnos por satisfechos con describir la estrategia burguesa de conservación del propio derecho sobre la base del protagonismo histórico de que gozó el tercer estado resultaría una banalidad, situada a un paso de la más clamorosa pseudoexplicación. Expresado de otra forma: a cuantos leímos en los Setenta la síntesis feliz de Francesco Galgano, treinta años más tarde la interpretación del conocido privatista de Bolonia – aun disfrazada editorialmente bajo un título nuevo y equívoco – nos parece un análisis demasiado pobre

¿Habrá que renunciar a la explicación política de una justicia y un derecho especial para el comercio? Digamos mejor que el futuro debate tendría que centrarse en el alcance reconocido a la posible continuidad. Pues acaso sea tan sólo aparente la existente entre un viejo consulado y un tribunal liberal – por más que ambas instituciones conocieran de asuntos similares. Tampoco debería alcanzar mucho peso la existencia de una codificación separada para el derecho del comercio. En realidad, la aparición del derecho mercantil exigió una previa, gran tarea expropiatoria sobre el universo tradicional de costumbres, cortesías y usos; una drástica supresión de los diversos y simultáneos órdenes normativos que regularon históricamente negocios y negociantes… a beneficio exclusivo del Estado y de su único orden de normas, un nuevo orden solamente jurídico. Por efecto de los códigos liberales – me refiero ahora al contexto que les dio sentido – la disciplina del comercio se redujo a ley, la ciencia doméstica fue economía política, la religión y sus secuelas graciosas, una simple opción privada sin relevancia profesional. Y los lazos de parentesco y amistad, esenciales en la antigua casa de comercio, se vieron paulatinamente relajados hasta su completa superación… mediante sociedades tan anónimas en el trato con terceros como lo serían en las hipotéticas relaciones que mantuviesen sus socios; sin duda tendría interés escribir una pequeña historia de la preferencia relativa de los comerciantes por cláusulas nominativas o por cláusulas a la orden en acciones y demás títulos valores. Con los cambios en la mentalidad mercantil de la gracia, la amistad, la affectio, el intuitus personarum… se extinguió aquel pujante género de mercatura que convirtió en texto impreso los referentes tradicionales de la profesión y facilitó su reproducción continuada. Por supuesto, a lo largo del siglo XIX aún podía aparecer una flamante Biblioteca del comerciante, pero se trataba exactamente de unos Elementos del derecho mercantil español. Todavía había espacio para un Tratado elemental, teórico-práctico de relaciones comerciales dotado de tablas, cuadros y nociones según cuanto contenían los manuales de siglos anteriores, aunque el subtítulo de ese otro dejaba las cosas en su sitio: la materia mercantil se ofrecía conforme a lo prevenido en el Código de comercio. No me parece casual que la antigua educación comercial, desarrollada en el seno de la familia y servida por aquellos manuales, pasara tras los códigos a centros de nuevo cuño, pertenecientes al Estado.

¿Se perdió así, con ese Estado legal y docente, la eficacia práctica del uso comercial? ¿No teníamos por el contrario entendido que el espacio reservado a la costumbre entre las fuentes del derecho del comercio es una razón principal que justifica su especialidad?. Otra vez nos inclinamos por admitir una sencilla respuesta afirmativa que, sin embargo, también asume y reconoce la transformación que encierra el entendimiento puramente jurídico de la antigua costumbre mercantil.

Ruego a mis lectores un tributo final de paciencia que me consienta alegar en mi causa dos textos aparecidos en el siglo XIX, engendrados por lo tanto desde el paradigma liberal. Manuales referidos al comercio, ahora sus destinatarios son juristas en ciernes, que estudian en facultades de Derecho una materia particular. Cuando los planes universitarios (españoles) aún la aproximaban al Derecho Penal – derivación, sin duda curiosa, a partir de la común expresión codificada – la flamante asignatura de Derecho Mercantil había de cursarse sobre títulos improvisados – apenas un comentario somero del viejo Código de comercio (1829). Y uno de los más difundidos, a juzgar por sus varias ediciones, fueron las Instituciones del Derecho Mercantil de España (1848) de Ramón Martí de Eixalá (1808-1859).  La versión que consultamos es edición revisada (1865) por Manuel Durán y Bas, un conocido hombre público, sucesor de Martí en la cátedra de Barcelona; a él se debe por entero, entre otros retoques que no nos interesan, un capítulo inicial “de la naturaleza del fenómeno comercio con relación al derecho” (pp. 2 ss). Me parece un testimonio significativo de los cambios acontecidos el empleo por Durán y Bas de motivos textuales viejísimos, utilizados sin embargo con muy diversa argumentación. En efecto, quienes no hayan olvidado los pasajes antes citados de Benedetto Cottrugli y Gerard Malynes apreciarán las similitudes que aproximan, pero también las diferencias que separan el Libro dell’arte di mercatura y la Lex Mercatoria del manual catalán de Derecho Mercantil.

“El origen racional del comercio se encuentra en la desigualdad de condiciones de los hombres y de los pueblos”, enseña por ejemplo Durán (p. 8), con una sencilla explicación ‘laica’ – más precisamente: racional – allí donde Cottrugli se remitía a la voluntad divina (“l’omnipotente Idio nella criatione del modo ordinò tucte le cose con le conditioni loro naturali”). Igualmente laico me resulta el pensamiento que recorre el artículo destinado al “orígen histórico del comercio”, pues si el católico profesor de Barcelona se remonta a “la historia de Egipto en tiempo de los Faraones y la de Roma antes de nuestra éra” (p. 9), por el contrario jamás le entretiene la historia sagrada de los Abrahames y los castos Josés, los banqueros metidos a evangelistas y los pescadores-papas que sirvió antiguamente para dignificar una actividad profesional comprometida; como mucho, la narración histórica de Durán demostraría la necesidad universal del comercio y las razones que justifican reservarle en los tiempos modernos un tratamiento jurídico singular. Y en vez de la vocación apostólica de los mercaderes más viajeros, portadores de la fe cristiana en tierras alejadas de Europa (Lessenius), nos encontramos una descripción del comercio en tanto “fenómeno [que] supone siempre la relación inmediata del hombre con el hombre; y esta relación proviene, no solo del contacto en que el ser inteligente y libre se encuentra con las cosas ú objetos que componen la naturaleza no libre que le rodea, sino de los recíprocos servicios que para obtenerlas se prestan los hombres, no generosamente sino movidos por su particular interés” (p. 12). No generosamente, sino movidos por interés particular. Dejemos en este punto importante la obra escolar de Martí-Durán para observar la doctrina de los usos según otro escrito, igualmente destinado al público universitario.

Me refiero al Tratatto di Diritto Commerciale del italiano Cesare Vivante, cuyo primer volumen se ocupa de las costumbres mercantiles… pero siempre en el sentido culturalmente limitado de unas “norme di diritto costituite mediante l’osservanza giuridica dei mercanti” (p. 44). Fuente supletoria, último recurso antes de desencadenar la aplicación del derecho civil común en un asunto de comercio, las costumbres que presenta Vivante sólo son normas de derecho penetradas de la economía política y la ley codificada (un auténtico sistema de “leggi commerciali, che contengono gli usi generali consacrati dal legislatore”, p. 47). “Perciò non contribuiscono alla formazione di un uso gli atti di mera tolleranza, di liberalità, di condiscendenza che non si compiono coll’intenzione di riconoscere un diritto altrui”, enseña aún el famoso privatista, “come tutti gli abbuoni, le dilazioni, i favori conceduti alla propria clientela” (p. 46). Vivante refuerza su descripción con una larga muestra de actos que no engendrarían un uso al no ser de obligado cumplimiento (“i doni inviati pel capo d’anno, i ribassi fatti a chi paga puntualmente, le proroghe concedute a chi fa nuovi acquisti, le provvigioni esorbitante concedute alle guide di piazza, le informazioni comunicate ai propri corrispondenti, i grossi campioni donati ai sensali, l’invio delle merci alla casa del compratore”), actos todos caracterizados por su condición graciosa (“doni”, “ribassi”, “campioni donati”) y su vocación de amistad (“proroghe”, “informazioni”). Y si el empresario tuviese el hábito “di pagare le provvigioni ai commesi invecchiati al proprio servizio” – los colaboradores más próximos y antiguos de su casa de comercio – se trataría de “usanze continuate per semplice favore” que nunca podemos construir como prestación exigible en derecho (p. 47). Tampoco lo fueron los auxilios de Manuel Rivero a la flota francesa malparada en Lagos, pero sabemos que “en ocasiones de honra es menester portarnos con las garbosidades precisas”. Ni los doblones de Lantery para el entierro de un colega empobrecido; al menos, el saboyano comprendía que “cuando el mundo no me lo pague, Dios me lo pagará a su tiempo”. Y de prórrogas y otras concesiones ya nos hablaron nuestros polvorientos tratados para huir de pleitos y honrar comerciantes y letras – los Malynes, Peri, Defoe, Savary y compañía. Eran textos que condensaban una práctica de escritorio donde siempre estaba recomendado (y aun se exigía, tratándose de un perfecto negociante) corresponder con fidelidad e informaciones a los amigos y colegas del comercio. Aceptando como tales a los comisionistas, sobre todo a los factores cuando éstos habían “envejecido al propio servicio” (Vivante), el mercader estaba a un paso de concluir con ellos un contrato que uniría sus vidas y haciendas… “como si fueran hermanos”. Con el Trattato de Cesare Vivante a la mano, “queste usanze continuate per semplice favore dipendono del beneplacito di chi le osserva”. Seguramente así es. Seguramente, más seguramente todavía, así no fue.

jueves, 27 de agosto de 2015

Buscando a Werlinger

la fuente de la juventud, Cranach el Viejo

Un penado norteamericano demanda a un funcionario de prisiones alegando que éste había violado sus derechos fundamentales. El juez admite la demanda a trámite, concede el beneficio de justicia gratuita al demandante y ordena al servicio de notificaciones que comunique la demanda al funcionario de prisiones. El encargado de la notificación responde al juez que no han podido localizar al demandado – al funcionario de prisiones – porque se había jubilado en el mes de marzo pasado y no había dejado una dirección donde enviarle la correspondencia. A la vista de lo cual, el juez ordena que se haga otro intento de notificación de la demanda utilizando, al menos, internet pero que el servicio de notificaciones no tenía por qué revelar el domicilio del guardia al demandante.

El servicio de notificaciones contesta a los dos días diciendo que han hecho lo que han podido, que han buscado en internet y en bases de datos públicas pero que no dan con el demandado. El Juez archiva la demanda.

Posner, en el tribunal de apelación, revoca la decisión del juez de primera instancia y lo hace con esta gracia:

“La Historia es rica en ejemplos de búsqueda de desaparecidos. La búsqueda del Santo Grial, la del Dr. Livingstone, la de Roald Amundsen, la de Amelia Eearhart, la de Jimmy Hoffa, la de la fuente de la juventud, la de la Atlántida. Y ahora la búsqueda de Robert Werlinger. Naturalmente no se trata de exigir imposibles. Si Werlinger ha cambiado su nombre por el de Siddhartha Gautama y ahora es monje en un templo budista en el Tíbet, el servicio de notificaciones no podrá, seguramente, localizarlo desplegando esfuerzos proporcionados a la importancia del objetivo de encontrarlo…. Y el demandante habría tenido mala suerte… Pero no es probable que Werlinger haya emigrado o haya sido víctima de un embrujo o se haya desvanecido en el aire… Probablemente sigue viviendo en Wisconsin y probablemente recibe su pensión federal en su casa. El servicio de notificaciones es experto en perseguir a fugitivos. Tiene que ser mucho más fácil que localizar a un fugitivo encontrar dónde vive un funcionario de prisiones jubilado…

Y revoca la decisión de archivo añadiendo que

“la prescripción de la acción queda interrumpida… entre tanto el servicio de notificaciones redobla sus esfuerzos para ¡ENCONTRAR A WERLINGER!

Gracias Pablo!

Los swaps en Alemania y en Portugal

Como hemos explicado en otra entrada, los tribunales alemanes han examinado la validez y el cumplimiento de los contratos de swaps desde la perspectiva del deber de asesoramiento del banco, deber que se concreta – de acuerdo con la Directiva sobre servicios de inversión – en función de la complejidad del producto y de las características del inversor (idoneidad y conveniencia). La doctrina del Tribunal Supremo alemán es discutible porque se funda en suponer que, por el mero contacto entre el inversor y el banco, se ha celebrado un “contrato de asesoramiento” – del que se derivarían los deberes del banco – y eso es mucho suponer. Nuestro Tribunal Supremo ha recurrido al error y a la aplicación de las normas que regulan la actividad de las empresas de servicios de inversión. Sin embargo, en Portugal, su Tribunal Supremo ha recurrido a la doctrina rebus sic stantibus para resolver estos pleitos.

La diferencia entre el caso portugués y el caso alemán es que, en el segundo, se trataba de un swap muy complejo mientras que en el primero, era un simple swap de tipos de interés referenciado al EURIBOR. El Tribunal Supremo portugués pareció tener en cuenta el sesgo unilateral del swap para aplicar el art. 437 CC que reza

1. Si las circunstancias en las que las partes basaron su decisión de contratar hubieran sufrido una alteración anormal, la parte lesionada tendrá derecho a resolver el contrato o a modificarlo conforme a equidad si la exigencia del cumplimiento de las obligaciones asumidas afecta gravemente a los principios de buena fe y no está cubierta por los riesgos propios dl contrato.

2. Requerida la resolución, la parte contraria puede oponerse a lo pedido declarando aceptar la modificación del contrato en los términos del apartado anterior.

Pues bien, “una razón clave para anular el contrato de swap… fue que el demandante tenía que pagar si el EURIBOR caía por debajo del 3.95 por ciento mientras que el demandado no tenía que hacerlo si el EURIBOR subía por encima del 5.15 %”. El TS portugués consideró que este sesgo hacía que la reclamación del banco no fuera conforme con la buena fe olvidándose del inciso final del párrafo “y no está cubierta por los riesgos propios del contrato”.

“en el artículo 437 CC, la buena fe juega un papel prominente. En consecuencia, la sentencia está salpicada de consideraciones de equidad como el pequeño tamaño de la empresa cliente y su inexperiencia financiera. Potencialmente, la crisis financiera y la escasa popularidad de los bancos y el creciente rechazo popular a los derivados pueden haber influido en la decisión”.

En consecuencia, mientras el EURIBOR estuviese entre el 3.95 y el 5.15 %, el banco hacía pagos al cliente y, fuera de ese rango, era el cliente el que hacía los pagos al banco. Un swap así puede tener una función de aseguramiento (el cliente, en el caso, podía tener un préstamo con el banco a interés variable referenciado al EURIBOR de manera que se protegía frente a subidas del EURIBOR porque, aunque tuviese que pagar más intereses, quedaría compensado por los pagos que habría de hacerle el banco a través del swap) o ser puramente especulativo (apostar a si el EURIBOR sube o baja). En el caso, se trataba de un “clip”, esto es, de un swap de cobertura del riesgo de tipos de interés porque el cliente había contratado, además, un préstamo a interés variable. Sin embargo, al tener la obligación de pago del banco un “techo” tan próximo, no había, realmente, cobertura significativa. El cliente no recibiría ningún pago del banco en el caso de que el EURIBOR subiera significativamente y tendría que hacer los pagos en el caso de que bajara. De ahí que el autor sugiera tratar el caso examinando si un swap así diseñado puede considerarse un contrato usurario o contrario a la moral.

En contra de tal calificación hablaría, en primer lugar, el carácter gratuito del swap: el cliente no paga cantidad alguna por celebrar el contrato (a diferencia de lo que ocurriría si contratara un seguro de tipo de interés, en cuyo caso tendría que pagar una prima a cambio de la cobertura del riesgo). En segundo lugar, que, cuando se celebró el swap, el EURIBOR estaba subiendo y llevaba haciéndolo durante un cierto tiempo.

El autor critica la decisión portuguesa por entender que la doctrina rebus sic stantibus no debe aplicarse a los contratos que incluyen un elemento especulativo. En otros términos, las partes que celebran un contrato de este tipo están asumiendo, precisamente, “riesgos del contrato”, que se produzca una subida o bajada del EURIBOR. Y no puede aplicarse la doctrina cuando se materializa efectivamente el riesgo contratado. Así, por ejemplo y en sentido contrario, podría aplicarse la doctrina si lo que hubiera ocurrido es que – como sucedió con el LIBOR – el EURIBOR hubiera sido manipulado. Lo que el Tribunal Supremo portugués sostuvo es que la crisis financiera provocada por los préstamos subprime titulizados en los EE.UU. constituía un cambio en las circunstancias imprevisto por las partes y que encajaba en el art. 437 CC. Recuérdese que algo así dijo nuestro Tribunal Supremo en el infausto caso de la EMT valenciana.

En el caso, resulta evidente – dice el autor – que la estabilidad o inestabilidad del EURIBOR fue tenida en cuenta por las partes al celebrar el contrato y, precisamente, el swap trataba de asignar los riesgos de su evolución en uno u otro sentido a una y otra parte. Por tanto, aunque el contrato no incluyera las razones por las que el EURIBOR podría subir o bajar, se deduce de esta omisión del contrato que, para las partes, era irrelevante por qué se produjera la subida o la bajada del índice de referencia. El demandante alegó que la crisis financiera – que provocó la intervención de los bancos centrales y la reducción de los tipos de interés – no era previsible y que fue ésta la que provocó la reducción del EURIBOR. La conclusión del autor es que la aplicación de la doctrina rebus sic stantibus no puede hacerse de la misma forma en un contrato de compraventa normal, donde las partes no tratan de transferirse un riesgo y un contrato como el de swap. En la compraventa, las partes quieren intercambiar una cosa por un precio y no prevén que el dinero en el que se paga el precio pierda valor significativamente entre el momento de la celebración del contrato y el de su ejecución. Como este hecho es poco probable, hacen bien las partes en no preocuparse y hace bien el legislador en introducir supletoriamente en el contrato la lllamada, por esa razón, “cláusula” rebus. Pero en un contrato cuyo objeto es la transferencia de un riesgo, la aplicación de la doctrina rebus sic stantibus ha de ser mucho más estricta. Sólo cuando el riesgo convertido en siniestro escapara a lo que podían esperar las partes, cabría su aplicación. En un caso como el portugués, – en principio – el EURIBOR no podía bajar de cero, de manera que el cliente podía hacerse – y debió hacerse – una composición de lugar que incluyera la posibilidad de una bajada significativa del EURIBOR.

Cuestión distinta – y más acertada a nuestro juicio – es que el cliente supiera los riesgos asociados al contrato que estaba celebrando. Que no parecía saberlo se deduce de que aceptara un “techo” tan bajo. Si el EURIBOR subía del 5.15 % – lo que no era descartable – el cliente habría hecho un pan como unas tortas: pagaría ese tipo más elevado en su contrato de préstamo y no se vería compensado en absoluto por el banco en el contrato de swap. Ahora bien, desde el punto de vista de la equivalencia de las prestaciones el contrato debe considerarse “justo” subjetivamente (“Invalidating the contract under section 313 BGB means that the claimant gets the benefit of a floor without having to pay for it”) si – como hemos explicado en otra entrada – el swap no estaba “cargado” (su valor económico era cero – y por eso no pagan nada los clientes por contratarlo). En tal caso, la cuestión se torna ya en la que discutíamos en otro lugar: ¿hay que permitir a los clientes minoristas celebrar este tipo de contratos? Porque no parece que sean los que están en mejores condiciones de asumir el riesgo de subidas muy significativas del tipo de interés de un préstamo. Recuérdese que esta reflexión fue la que llevó al legislador español en 2003 a obligar a los bancos a ofrecer mecanismos de cobertura de tal riesgo a sus clientes.

Una consideración final del autor tiene interés: de poco sirve la armonización del Derecho Privado en Europa. Con normas muy parecidas por no decir idénticas, los tribunales de distintos estados llegan ¡a soluciones semejantes o no! a través de construcciones argumentativas diferentes, construcciones para las que la identidad de las normas no suponen una restricción relevante.

Dastis , Juan Carlos M., Change of Circumstances (Section 313 BGB) Trigger for the Next Financial Crisis?. European Review of Private Law (ERPL), Vol. 23, No. 1, pp. 85-99, 2015

Individualismo normativo: el individuo como fuente de la justicia de las normas


@thefromthetree

“Si una norma jurídica es justa o injusta sólo puede decidirse por referencia a los individuos a los que la norma se aplica”. 

La religión, la naturaleza o la comunidad no pueden justificar la justicia o injusticia de una norma, lo que no significa que se desconozca que los hombres viven en Sociedad y en la naturaleza o que tienen creencias religiosas. Tales circunstancias se tienen en cuenta, sin embargo, por referencia a los individuos de modo que, por sí solas no pueden justificar el contenido – la justicia - de una norma. Solo pueden hacerlo en la medida en que son aspectos relevantes para los individuos pero “sólo los individuos son la fuente de la justicia y las cualidades del individuo, que justifican las normas, no necesitan, a su vez, de justificación”.

El individualismo normativo está en la base de las doctrinas éticas y politológicas del contrato social que comienzan en Hobbes y culminan en Rawls.

El individualismo normativo se apoya, en primer lugar, en la afirmación según la cual, cuando un individuo sufre una consecuencia negativa que no ha consentido, tiene derecho a que se le proporcione una justificación y es esta justificación la que nos permite afirmar o no que la norma es justa. Por tanto, la norma jurídica que impone a un individuo una consecuencia negativa necesita justificación. Para lo cual, basta “que el individuo tenga un interés que colisiona con la aplicación de una norma jurídica”. La norma que interfiere o restringe el interés del individuo necesita, para ser justa, de una razón que legitime la injerencia. Estas razones son las que justifican la norma, las que la hacen legítima. Y solo las interferencias en los intereses del individuo necesitan de una justificación. Por tanto, las normas no necesitan justificación ni se justifican porque avancen o perjudiquen los intereses de nadie que no sean los individuos, en particular, la Sociedad. Todos los intereses del grupo social son intereses de los individuos que lo forman. Eso vale para la familia, para una sociedad anónima o para el Estado.

miércoles, 26 de agosto de 2015

Sólo las naciones-Estado tienen derecho de autodeterminación

Sobre el inexistente derecho de autodeterminación de Cataluña


Una atrevida doctora de la Universidad de Oviedo – Lucía Payero López - ha publicado un breve trabajo en el que defiende, sobre bases morales y jurídicas, el derecho de autodeterminación de Cataluña. Hay que agradecer a la autora que exponga su tesis de forma clara y refutable, es decir, que plantee con claridad las bases de sus conclusiones lo que hace más sencillo avanzar los argumentos en contra.

En los términos más breves, la autora considera que las naciones tienen derecho a la autodeterminación. Define nación en sentido subjetivo: un grupo de individuos que viven en un territorio y que “se creen que son una nación”, es decir, que comparten la convicción de que son un grupo humano diferente de los grupos que viven en territorios aledaños y sienten que las cuestiones colectivas deben decidirlas de forma separada. Esta definición subjetiva no es tan simple como parece a primera vista. Normalmente, ese grupo humano se “reconoce” o tiene conciencia de que son una nación porque les unen características diferenciales respecto de los otros grupos humanos vecinos. Tienen una lengua común y distinta de la que hablan los de alrededor; han tenido una historia separada y tienen tradiciones culturales comunes y diferentes también. De manera que la definición de nación no es puramente subjetiva. Es subjetiva – conciencia colectiva del carácter nacional del grupo – pero basada en hechos objetivos.

Reconoce la autora que, siendo la concepción más extendida de nación, esta definición plantea problemas muy serios para ser aceptada. Básicamente, que no se puede determinar que un grupo es una nación sin delimitar, previamente, al grupo. Que Cataluña sea una nación, depende de que, previamente, hayamos aceptado que hay un grupo humano al otro lado del Ebro y hasta el Mediterráneo y los Pirineos que se consideran como una nación. Ni los propios independentistas catalanes configuran así la nación catalana, en la que incluyen, como es sabido, otros territorios y poblaciones.

La autora continúa afirmando que si Cataluña es una nación y aceptamos que todas las naciones tienen derecho a autodeterminarse, es decir, a decidir por sí solos la forma en que se relacionan con los grupos humanos que se encuentran a su alrededor, forma parte del derecho de la nación catalana declararse un Estado independiente o un Estado federado con España – o con Francia – una región autónoma o una simple provincia. La libertad de la nación exige el reconocimiento por los demás grupos humanos de su derecho a autodeterminarse y la Justicia exige de España la plasmación jurídica de ese Derecho en las normas del Estado en el que se inscribe la nación catalana.

Este reconocimiento no es, sin embargo, más que el comienzo de la discusión: el reconocimiento del carácter nacional de un grupo es un problema sencillo sólo si se afirma frente a “nadie”, es decir, cuando un grupo humano ocupa un territorio previamente deshabitado o habitado exclusivamente por humanos que no se consideran, a su vez, como una nación. Algunas naciones americanas se fundaron de esta manera. Las demás se han fundado previa invasión y sometimiento de los grupos humanos que habitaban en el territorio de la nueva nación.

Debo reconocer que, cuando se produjo el referéndum de independencia escocés tuve dificultades para encontrar las diferencias entre el caso escocés y el caso catalán, dificultades que se expresan en el “tono” de la entrada que escribí al respecto. La lectura de este trabajo y una breve discusión en twitter me ha permitido aclararme un poco más y afinar algunas entradas anteriores sobre la cuestión catalana.


El Reino Unido de la Gran Bretaña e Irlanda del Norte no es una nación. España sí es una nación.


Los independentistas catalanes han de rechazar esta afirmación para salvar la lógica de su reclamación de autodeterminación. Si definimos nación como “unos cuantos que se juntan y se creen una nación”, no hay inconveniente alguno en reconocer que Cataluña es una nación pero, igualmente, no debería haber inconveniente alguno en reconocer que España es una nación: la inmensa mayoría de los que viven en España se consideran y reconocen como parte de una nación y tienen las mismas o semejantes (si no más) bases objetivas para reconocerse como tales que los catalanes: una historia común, una lengua hablada en todo el territorio y no hablada en los territorios vecinos de Portugal o Francia. Por el contrario, los ingleses y los escoceses se reconocen recíprocamente como dos naciones diferentes. Que, objetivamente, no haya tan grandes diferencias entre el Reino Unido y España a este respecto no es lo relevante. Lo relevante es la conciencia nacional si hemos de aceptar el concepto subjetivo de nación.

De ahí derivan las dificultades para reconocer ética y jurídicamente el derecho de autodeterminación de Cataluña. El problema es que la autodeterminación no es previa a la independencia. Es al revés. Solo las naciones que tienen un Estado independiente pueden autodeterminarse en el sentido de decidir, por sí solas, cómo organizarse políticamente.

España se ha “autodeterminado” a través de su Constitución en la que declara orgullosamente que es la patria común e indisoluble de todos los españoles. (arts. 1.2 y 2) Al hacerlo así, ha declarado su carácter nacional y, por tanto, que su derecho de autodeterminación incluye a todo el grupo que vive en el territorio español. Si – como sucede desde 2012 – un grupo dentro de la nación española afirma su carácter de nación y pretende el reconocimiento de los derechos asociados a tal carácter - un Estado y la autodeterminación – tal reclamación choca con el derecho de autodeterminación de la nación española.

A esto se le llama – nos dice la autora – el problema recursivo. Si los habitantes de Murcia se consideran una nación, los de Cartagena podrían hacer lo propio y exigir que se les reconozca el derecho a formar un Estado y autodeterminarse. Al hacer tal cosa, los habitantes del resto de Murcia rechazarían tal pretensión precisamente porque la pretensión de los cartageneros lesionaría el derecho de autodeterminación del Estado/nación murcianos. En el caso de Cataluña, y de una forma más ridícula – pero no mucho más – lo propio sucedería con el Valle de Arán. Si los catalanes afirman que son una nación y que tienen derecho a la autodeterminación deberían estar dispuestos a reconocer el derecho a la autodeterrminación de cualquier otro grupo, dentro de Cataluña, que se autorreconozca como nacional. La exigencia de circunstancias objetivas que justifiquen tal reclamación es un problema menor. Si la lengua de Cataluña es el catalán, los que tienen el español como lengua materna y que se sienten españoles deberían ser titulares del derecho de autodeterminación ejercible frente a Cataluña. El problema recursivo es, pues, difícilmente resoluble y, desde luego no en términos éticos o jurídicos y muestra lo acertado de afirmar que el derecho de autodeterminación de un grupo deriva de la condición de Estado independiente y no al revés. Una vez que una nación logra un Estado adquiere el derecho a autodeterminarse. En consecuencia,

el derecho de autodeterminación de Cataluña no tiene base jurídica ni ética


No tiene base jurídica porque – como bien hacen las normas internacionales – el derecho de autodeterminación de España – que incluye el territorio y el grupo que habita en la región catalana – se ve lesionado (los textos internacionales hablan del derecho a la integridad territorial de los Estados pero no hay razón alguna para no plantearlo en términos de derecho de autodeterminación de la nación constituida como Estado) y tal lesión sólo puede ser justa si es consentida o si hay una razón muy poderosa que legitime la lesión.

La protección de los derechos de los catalanes sería una razón muy poderosa y es por eso que las normas internacionales reconocen el derecho de una región a independizarse – a protegerse frente a la opresión a través de la creación de un Estado independiente – cuando los habitantes de una zona sufren opresión por parte del Estado del que forman parte.

El problema recursivo se plantea no solo en relación con los territorios dentro de la nueva nación-Estado, sino entre los individuos que ahora son súbditos del nuevo Estado. En este sentido, la secesión implica un cambio en las mayorías. La independencia de Cataluña significaría, simplemente, que los que se sienten españoles (o españoles y catalanes simultáneamente porque, nuevamente, la conciencia de pertenecer a una nación no es exclusiva, todos tenemos identidades compuestas como dice Ignatieff) pasarían a ser la nación sin Estado dentro de la nación catalana que ahora estaría constituida como Estado. Y la secesión implicaría la pérdida definitiva del derecho de autodeterminación de la “nación española” dentro del Estado catalán.

Es fácil ver por qué. En primer lugar, el “retorno” a la nación española – al Estado español – ya no sería posible por la voluntad unilateral de los habitantes del nuevo Estado. Requeriría el consentimiento de España. De este modo, la “nación española” en Cataluña no podría nunca volver a ejercer su derecho a autodeterminarse aunque, celebrado un referendum al respecto transcurridos algunos años desde la independencia, fueran mayoría los que prefirieran retornar a la nación española. Lo acaecido con Portugal es una buena muestra de la irreversibilidad de los cambios de Estado. Sólo podría ejercer tal derecho frente a la mayoría catalana y tendríamos cuatro Estados en la península ibérica: Portugal, España, Cataluña catalana y Cataluña española.

En segundo lugar, no es necesario gastar muchas palabras para explicar los incentivos que tendría el Estado catalán para oprimir a la “nación española” minoritaria dentro de su territorio y para negar cualquier derecho a decidir sobre cómo organizarse políticamente a los miembros de la “nación española” (esto es, para negarles su derecho a tener un Estado). Si – con las competencias propias de un Estatuto de Autonomía – han logrado expulsar el español del sistema educativo, ¡qué no harían con los poderes de un Estado independiente! Es más, para ellos es cuestión de vida o muerte. Una “nación española” poderosa y reivindicativa dentro de Cataluña pondría en peligro permanente la propia supervivencia del nuevo Estado. Los independentistas preferirán una Cataluña con menor población a una dividida; que la “nación española” abandone Cataluña o carezca de derechos políticos (que conserven la nacionalidad española y voten en España aunque residan en Cataluña y puedan votar – como los europeos – en las elecciones locales. Esto es lo que parece querer decir el Sr. Romeva).

La conclusión es que la independencia de Cataluña – el derecho de autodeterminación de Cataluña – no está justificada ni jurídica ni éticamente.

Actualización: véase la entrada "Secession" en la Stanford Encyclopedia of Philosophy

La única forma de lograr la independencia de Cataluña pasa por convencer a la nación española de que renuncie a su derecho de autodeterminación


en el sentido de que el territorio y la población catalanes no forman parte de la “nación española”. O pueden recurrir a las armas. Históricamente ha sido la fuerza de las armas o la descomposición de la nación más grande la que ha permitido a las naciones constituirse en Estados independientes. Por eso es tan dañino que el desarrollo del Estado de la Autonomías haya acomplejado al nacionalismo español. En otros casos, en fin, ha sido la comunidad internacional la que ha protegido a un grupo oprimido permitiéndole formar un Estado y amenazando a la nación opresora con terribles consecuencias si se opusiera a esa independencia lo que sólo ha sido posible si la nación opresora estaban en descomposición. Tampoco son semejantes los casos de escisión o división de un Estado como el de Checoslovaquia.

¿En qué circunstancias sería exigible ética – y jurídicopolíticamente – a la nación española que aceptara la independencia y, a partir de ahí, que reconociese al pueblo catalán como sujeto del derecho de autodeterminación, esto es, como Estado independiente? Cuando existieran datos prolongadamente en el tiempo de que una inmensa mayoría de la población catalana desea firmemente la independencia de España. Es obvio que no es tal la situación actual con un crecimiento del sentimiento independentista brutal y recientísimo.

Y, en fin ¿por qué no le es exigible a la nación española permitir un referendum de independencia (que no de autodeterminación)? Por la misma razón por la que no le es exigible reconocer a Cataluña como Estado y al pueblo catalán como titular del derecho a la autodeterminación: la celebración de un referéndum lesiona el derecho de autodeterminación de la nación española. Aunque los independentistas lo perdieran, se habría abierto una gravísima vía de descomposición de la nación española. Nunca más sería la nación española la titular del derecho de autodeterminación. Por esas mismas razones, nada obliga a España a reformar su constitución para reconocer el derecho de secesión en la medida en que si, lo hiciera,  España – la nación española – dejaría de conservar intacto su derecho a autodeterminarse, lo lesionaría irremisiblemente al reconocer el derecho de secesión de sus regiones. No le es exigible a una nación que renuncie a autodeterminarse del mismo modo que no le es exigible a una Cataluña independiente que acepte autodeterminarse una sola vez en el tiempo.

La devolución del préstamo no es una prestación

Ulrich Wackerbarth ha publicado hace unos meses un post en el que trata de argumentar por qué el derecho que tiene el prestamista a la devolución de lo prestado no constituye una contraprestación y, por tanto, a los retrasos en la devolución de los préstamos – mora del prestatario – no se le aplica la ley sobre morosidad y los deudores financieros morosos no tienen que pagar 7 puntos sobre el interés legal del dinero.

 

El punto de partida es que el contrato de préstamo no es un contrato sinalagmático en el que haya prestaciones recíprocas. La obligación del prestatario de devolver lo prestado no es una “prestación” del prestatario a favor del prestamista, sino la liquidación del contrato mediante la devolución de lo que ha sido objeto de prestación por parte del prestamista. Cuando el arrendatario devuelve el objeto arrendado al arrendador, al terminar el contrato está liquidando el contrato, no prestando y, por tanto, no realizando un acto de cumplimiento mediante la entrega de una cosa. No puede hablarse de contraprestación cuando el deudor se limita a devolver a su titular una cosa que le pertenece.

 

Concluye Wackerbarth que la ratio de la Directiva sobre morosidad en las relaciones comerciales habla precisamente en contra de su aplicación a la obligación de devolución del capital prestado porque se trata de mejorar la liquidez de las empresas para promover el intercambio de bienes y servicios (las empresas vendedoras estarán más dispuestas a dar crédito a las compradoras si pueden asegurarse que cobrarán el precio tempestivamente o que serán compensadas por el retraso en recibirlo y que los compradores tienen incentivos para pagar en tiempo y forma por la amenaza de tener que pagar una penalización en forma de un interés elevado sobre las cantidades respecto de las que se encuentra en mora). Pero esa finalidad no se encuentra presente en el contrato de préstamo: “pero el intercambio de prestaciones no se promueve cuando se aplica la Directiva a los créditos consistentes en el derecho a que le devuelvan a uno una cantidad de dinero que ha prestado. Porque, en estos casos, la liquidez ganada por el acreedor es siempre una liquidez lograda a costa de que la pierda el deudor”. En el caso de una compraventa y el pago del precio, por el contrario, el deudor retiene la “liquidez” en cuanto que retiene la cosa vendida, de modo que su retraso en pagar el precio perjudica la posición de liquidez del acreedor. El precio de la cosa no es, ni siquiera parcialmente “una recuperación parcial de sus costes por el vendedor”.

lunes, 24 de agosto de 2015

El derecho fundamental a elegir lo que consumimos

 
 
El texto entero de la visita del autor a "El Corte Inglés" de Pyong-yang en 1989 puede leerse aquí, vía  Newmarksdoor. Es digno de leerse porque encierra una sorpresa acerca de la verdadera naturaleza de estos grandes almacenes.
 
Department Store Number 1 was a tacit admission of the desirability of an abundance of material goods, consumption of which was very much a proper goal of mankind. Such an admission of the obvious would not have been in any way remarkable were it not that socialists so frequently deny it, criticising liberal capitalist democracy because of its wastefulness and its inculcation of artificial desires in its citizens, thereby obscuring their ‘true’ interests. By stocking Department Store Number 1 with as many goods as they could find, in order to impress foreign visitors, the North Koreans admitted that material plenty was morally preferable to shortage, and that scarcity was not a sign of abstemious virtue; rather it was proof of economic inefficiency. Choice, even in small matters, gives meaning to life. However well fed, however comfortable modern man might be without it, he demands choice as a right, not because it is economically superior, but as an end in itself. By pretending to offer it, the North Koreans acknowledged as much; and in doing so, recognised that they were consciously committed to the denial of what everyone wants.
Theodore Dalrymple

viernes, 21 de agosto de 2015

La foto más triste que he hecho en mi vida


Las reformas posibles según Rodrik



”Especially in the first few years of the democratic government 
we may have to do something to show that the system has got an inbuilt mechanism
 which makes it impossible for one group to suppress the other”

Nelson Mandela


Dani Rodrik es un economista peculiar. Parece como si hubiese hecho su carrera al revés. Algunos juristas (muchos en el Antiguo Régimen) acababan “haciendo” Economía. En el siglo XX, algún jurista se llevó el premio Nobel de Economía (Hayek) y otro hizo sus aportaciones fundamentales a la Economía a partir de sus estudios jurídicos (Coase formuló su teorema a partir de casos del tort law). Rodrik, que ha dedicado buena parte de los estudios que le han dado la cátedra al comercio internacional y al desarrollo económico, lleva años preocupado por temas más cercanos al Derecho y a la Ciencia Política.

El año pasado publicó un interesante ensayo – no en vano era el Albert O. Hirschman profesor de Princeton – sobre la influencia de las ideas en las decisiones de política económica. Aunque es una buena estrategia suponer que en la vida colectiva los resultados distributivos y redistributivos se explican en función de la capacidad de los distintos grupos sociales para salirse con la suya; su capacidad para capturar al regulador o para influir sobre los que toman las decisiones, capacidad que, a su vez, depende de los medios económicos de los que dispongan y de lo organizados que estén, hay algo más entre el cielo y la tierra que la descarnada persecución de los intereses económicos. Las ideas importan y la gente está dispuesta a invertir tiempo y esfuerzo y a sacrificar sus intereses económicos en aras de conseguir objetivos ideológicos o de otro tipo: somos instrumentalmente racionales pero no perseguimos objetivos únicamente económicos.

El interés propio presupone la idea de un "yo", es decir, una concepción de lo que soy y cuáles son mis propósitos en la vida. En muchas aplicaciones económicas, lo que ha de ser maximizado es evidente. Por ejemplo, es razonable suponer que los hogares – las familias – tratan de maximizar el excedente del consumidor y que los productores tratan de maximizar sus beneficios. Pero estas suposiciones no son indiscutibles en otras circunstancias. En la esfera política, decidir qué es lo que se maximiza por los actores que participan en ella no es, ni mucho menos evidente. Según el contexto, puede ser el honor, la gloria, la reputación el respeto, el acceso y la conservación del poder, el bienestar del país etc. Todas estas motivaciones son plausibles. Como ha dicho Elster… la nobleza francesa del siglo XVII estaba tan interesada en el honor y la gloria como en la obtención de beneficios materiales. Gran parte del comportamiento humano está impulsado por ideales abstractos, por valores sagrados o deberes de lealtad que no pueden ser reducidos a objetivos económicos. Los estudios realizados por antropólogos y psicólogos sugieren que "los seres humanos van a matar y morir no sólo para proteger sus propias vidas o defender a los de su clan o linaje, sino también por la concepción moral que se forman de sí mismo, de quiénes somos”"(Atran y Ginges 2012, p. 855). Es ésta, una conclusión que no debería discutirse demasiado en una época en la que asistimos a atentados suicidas”

Nuestros intereses se forman, pues, endógenamente, a partir de nuestra identidad (cómo nos concebimos a nosotros mismos), de las normas que nos parecen preferibles, de nuestra ideología y de nuestras creencias y nuestros intereses son más amplios que la maximización de la riqueza. Si los trabajadores de una empresa actuaran exclusivamente con la vista puesta en maximizar sus ingresos, asistiríamos a una conflictividad laboral muy superior a la realmente existente. Un análisis jurídico o económico de la conducta de los trabajadores que se limite a explicarla sobre la base exclusiva de este interés no daría cuenta de la realidad social. Y lo propio puede decirse de los empleadores. Y, más estrictamente, la creencia más o menos intensa de los gobernantes en la eficacia de los incentivos monetarios influirá en las medidas de política económica que adopten. Si pensamos que los pobres responden a incentivos igual que los ricos, tenderemos a favorecer políticas de mercado para reducir la pobreza. Y los individuos cambian de opinión – no siempre en la dirección racional – cuando reciben nueva información. Las ideas dominantes en un momento dado – Rodrik se refiere a las que veían la liberalización y desregulación financiera como algo bueno – pueden facilitar la adopción de unas medidas que benefician a unos grupos de interés determinado (los bancos): “Al fin y al cabo, los grupos de interés más poderosos rara vez consiguen sus objetivos en una democracia simplemente argumentando que las medidas deben adoptarse porque va en su interés” Han de añadir que esas medidas benefician a toda la Sociedad.

¿Por qué se adoptan políticas económicas equivocadas o acertadas? 


Rodrik sostiene que las “innovaciones” en el plano de las ideas permiten mejorar la política económica. El esquema preponderante explica la redistribución de los que tienen menos poder sobre los que toman esas decisiones a favor de los que tienen más poder, pero no explican las medidas ineficientes, es decir, no explican por qué no se adoptan medidas igualmente redistributivas a favor de las élites pero que reduzcan el despilfarro de recursos. Es decir, podrían adoptarse medidas que son mejoras de Pareto (Kaldor-Hicks) como la supresión de un arancel o la necesidad de una licencia para el ejercicio de una actividad si pudiera compensarse a las élites que resultan perjudicadas por la liberalización (piénsese en Uber). Por tanto, hay que suponer que esa compensación no es posible (a menudo por la incertidumbre de los que habrían de recibirla respecto a que, efectivamente, se les “abone” y sea completa, esto es, les deje indemnes en relación con el cambio). Y, segundo y más interesante: el problema no está sólo en que no sea posible compensar a las élites por la pérdida que les supone en términos de riqueza la medida que mejora la eficiencia de esa Economía sino que esa medida que incrementa el bienestarpuede reducir el poder de las élites y su control sobre las decisiones futuras de política económica: “las élites preferirán asegurarse que su poder no será puesto en cuestión incluso si eso implica más ineficiencia y menos crecimiento”.

Pues bien, - dice Rodrik – las élites no pueden ser tan tontas. Tienen que ser capaces de darse cuenta que es posible obtener los beneficios del crecimiento sin poner en riesgo su posición de poder y deberían favorecer esos cambios puesto que, percibiendo rentas de lo producido en esa Sociedad, sus rentas se verán aumentadas si el funcionamiento de la Economía es más eficiente. Aquí es donde entran las innovaciones políticas. Dejemos a un lado las innovaciones que empeoran la situación de la Sociedad en su conjunto (como la idea de que Dios castiga a los cristianos viejos que se dedican al comercio). Si las élites son capaces de descubrir aquellas decisiones de política económica que podrían aumentar la riqueza conjunta de la Sociedad y pudieran medir el riesgo y la probabilidad de que la innovación política reduzca su capacidad futura para extraer rentas, adoptarían aquellas innovaciones  que fueran Pareto-eficientes, es decir, que mejoraran la posición de los ciudadanos que no pertenecen a la élite sin empeorar la posición de la élite o aquellas que les perjudicaran si pueden asegurarse de ser compensados, lo que es más factible que en otros ámbitos ya que, por definición, los que están en el poder pueden configurar la medida de política económica de tal manera que sea seguro que serán compensados.

Un ejemplo. La legislación bursátil española otorgaba un monopolio a los agentes de cambio y bolsa en la compraventa de acciones de sociedades cotizadas. Era un monopolio ineficiente – como todos –. La ley del mercado de valores de 1989 convirtió la “concesión” en una “licencia”: cualquiera que se constituyera en sociedad o en agencia de valores podía intermediar en la compra y venta de acciones cotizadas. Se redujeron así los costes de transacción y aumentó el volumen de acciones que se intercambiaban con todos los beneficios consiguientes para la Sociedad en general (“mejores” precios para las acciones; aumento de la inversión, reducción del coste de capital de las empresas…). Los agentes de cambio y bolsa eran los perdedores con el cambio legislativo. Habían hecho una oposición muy difícil, invirtiendo varios años de su vida, y ahora se veían privados de las rentas correspondientes a su profesión. El legislador lo resolvió exigiendo a las agencias y sociedades de valores un capital mínimo elevado, en garantía de los clientes de éstas, y eximió del capital mínimo a los agentes de cambio y bolsa.

En su trabajo, Rodrik narra algunos ejemplos históricos tales como la industrialización de Japón o el fin del apartheid en Sudáfrica (y la suerte que corrieron los blancos que fueron respetados gracias a que conservaron el poder en una de las provincias, la de Ciudad del Cabo) o las políticas liberalizadoras en América Latina acompañadas de medidas antiinflacionistas (Cardozo en Brasil) y se podrían añadir las que narra Fukuyama (Prusia). El caso de la liberalización de la agricultura China es especialmente llamativo (y para ver otros, aquí):
“A finales de los setenta, utilizó innovaciones políticas tales como la fijación de precios duales y las zonas económicas especiales (para)… reformar la agricultura. En lugar de abolir las entregas obligatorias de cereales por parte de los campesinos a los precios fijados por las autoridades, simplemente, se injertó un mercado en lo alto del sistema centralizado de producción y distribución agrícola: entregadas las cantidades exigidas por el plan al precio fijado por el Ministerio, los agricultores podían vender libremente en el mercado, al precio que pudieran obtener, cualquier cantidad adicional que fueran capaces de producir… el Estado no perdía sus ingresos y los trabajadores de las zonas urbanas seguían recibiendo sus raciones alimenticias a precios bajos”

Dice Rodrik que todas estas estrategias “representan innovaciones que desplazan la frontera de la transformación política. Permiten obtener las ganancias de eficiencia y, a las élites, conservar el poder y proteger sus rentas. Estas reformas que compensan a los insiders o a los rentistas por las rentas que pierden son las más hacederas en los sistemas políticos realmente-existentes. Uber debería pensar en cómo compensar a los taxistas y el Ministro de Justicia debería pensar en cómo compensar a los Notarios y a los Registradores. Las fuentes de semejantes “ideas” o “reformas posibles” que permiten obtener las ganancias de eficiencia y obtener el consentimiento de los insiders o rentistas provienen de los lugares que uno puede imaginarse: la aparición de “emprendedores políticos”; mutaciones políticas (se refiere Rodrik al equivalente social de una mutación genética. Algo que aparece en el margen de una Sociedad, que tiene éxito y que “contamina” toda la política nacional al respecto); learning by doing y la emulación de lo hecho en otros países. Los tiempos de crisis son especialmente idóneos para llevar a cabo las reformas posibles. Recuerden aquello de no desaprovechar una buena crisis y la frase de Hirschman
Una crisis óptima es una crisis suficientemente profunda como para generar cambios y no tan profunda como para destruir los medios que nos  permitan salir de ella

Rodrik, Dani. 2014. "When Ideas Trump Interests: Preferences, Worldviews, and Policy Innovations." Journal of Economic Perspectives, 28(1): 189-208.

El origen del Estado: del bandido errante al bandido sedentario


Fuente: Wikipedia

Lo que caracteriza a un Estado es el monopolio de la violencia en manos de una “coalición” formada por el gobernante y un grupo – nobles – coordinado con éste. El gobernante proporciona seguridad física a los súbditos y entregan una parte de su producción al gobernante. No lo hacen voluntariamente pero basta la amenaza de usar la fuerza para que el “cumplimiento” fiscal se produzca sin que sea necesario el uso efectivo de aquélla para mantener la ausencia de violencia. 

En otras entradas (y aquí) hemos expuesto la tesis de Olson sobre la formación de los Estados y el paso del bandido nómada – que se dedica al pillaje de los grupos a los que puede vencer violentamente y que en otras entradas hemos llamado señor de la guerra – y el bandido sedentario o "con residencia" que está interesado en aumentar la producción de los sometidos a su monopolio de la violencia en la medida en que, al aumentar la producción de sus súbditos, aumenten los ingresos del gobernante.

Pero no cualquier aumento de la producción beneficia al bandido sedentario. Si los súbditos, para evitar tener que pagar impuestos al gobierno, dedican su trabajo a la producción de bienes que son más difíciles de gravar porque pueden ocultarse o porque no se aprecian fácilmente por los encargados de cobrar los tributos, los incentivos del bandido nómada para convertirse en bandido sedentario y proporcionar seguridad física a los súbditos – la seguridad física es el más elemental servicio que presta un Estado primitivo – se reducen.

Dice Raúl Sánchez de la Sierra en un trabajo titulado “On the Origin of States: Stationary Bandits and Taxation in Eastern Congo” (v., aquí para otras notas sobre el trabajo) que, efectivamente, los grupos armados en el Congo toman el control de más pueblos cuando en esos pueblos se encuentra un mineral, el coltán, un mineral del que se extrae el tantalio que tiene un gran valor económico porque se usa para hacer condensadores y resistencias eléctricas. Por el contrario, el número de pueblos tomados por estos grupos es menor cuando aparece oro en esos pueblos porque el mineral de oro es más fácil de ocultar y de hacer contrabando con él y, por tanto, más difícil para el bandido estacionario hacerse con una parte del oro producido.

Si los grupos violentos forman Estados para gravar a la población, la decisión de formar un Estado en un lugar concreto debe depender de la capacidad esperada para recaudar ingresos tributarios en ese pueblo. La intuición fundamental que está detrás dl modelo es que el valor de la producción en un lugar determinado aumenta los rendimientos derivados de obtener el monopolio de la violencia en esa localidad y en mayor medida cuanto más observable sea la producción para el que recauda los impuestos. En el año 2000 se produjo un aumento brusco de la demanda de coltán y tal aumento del precio llevó a los grupos armados a apoderarse de los pueblos en los que había yacimientos de coltán y a establecer en ellos un monopolio de la violencia y un sistema fiscal estable. Sin embargo, un aumento de la demanda de oro, - el oro es fácil de esconder y más difícil de gravar – no tuvo tal efecto sobre los pueblos en los que había yacimientos de oro

A pesar de la ausencia de un Estado central propiamente dicho, en el Congo se produce este mineral de una forma bastante organizada

Los grupos armados y, en menor medida las agencias estatales en las áreas controladas por el Estado, afirman su derecho a gravar la producción de las minas. A pesar de la aparentemente caótica distribución d los derechos, el proceso de producción está estrictamente organizado jerárquicamente y los mineros son titulares residuales al menos de forma parcial. Como la extracción del mineral es intensiva en mano de obra, los grupos armados casi nunca hacen el trabajo de las minas por sí mismos. Para obtener ingresos, lo que hacen es exigir tributos calculados en función de la producción. Todo el mundo sabe que hay que pagar tales impuestos y los grupos armados cooperan a menudo con la población ofreciendo protección a comunidades enteras a cambio de que se les paguen tales impuestos.

La comparación con el oro le permite descartar que fueran otras las razones que explican la “constitución” de Estados. El autor explica, por ejemplo, que si el producto – el mineral en este caso – requiere el uso intensivo de mano de obra, la “competencia” por formar un Estado y monopolizar la violencia será más intensa. Esta conclusión tiene sentido si la mano de obra es escasa o tiene una “opción de salida” a bajo coste, es decir, puede abandonar la zona. Pacificarla – y cobrar impuestos – inducirá a la población a quedarse lo que incrementará la producción de este tipo de bienes. El autor critica la tesis de la “maldición de los recursos naturales” según la cual, cuando un Estado tiene acceso a recursos naturales valiosos depende menos de la población para obtener impuestos y, por tanto, desarrollará instituciones predatorio y habrá más violencia. Esta tesis – dice el autor – no distingue el caso de los recursos naturales cuya extracción requiere un uso intensivo de la mano de obra. En tales casos, el gobernante tendrá incentivos para monopolizar la violencia, pacificar la zona y retener una parte de la producción mediante un sistema fiscal. Lo que puede resultar interesante es aplicar a este caso la idea del torneo que desarrolla Hoffman en el libro del que nos hemos ocupado en otra entrada

¿Cómo se desarrolla la competencia entre estos grupos armados? 


El autor nos dice que 
define un bandido sedentario como aquel grupo armado que mantiene el monopolio de la violencia en un determinado lugar por, al menos, seis meses. Los bandidos sedentarios están frecuentemente sólo cuando ocupan un lugar. Los bandidos sedentarios - a los que los observadores y habitantes de los pueblos llaman <> - son un fenómeno muy frecuente en el Congo Oriental. Los habitantes distinguen fácilmente a los bandidos sedentarios y a los nómadas. Los intentos de conquista ocurren cuando un actor violento inicia una lucha armada con otro grupo armado con el objetivo de obtener el monopolio de la violencia en ese pueblo"
Y esas "conquistas" son claramente distintas de las meras razzias o saqueos de pueblos para apoderarse de cualquier cosa de valor (los saqueadores llegan al anochecer y permanecen no más de 30 minutos). Nos dice también que estos grupos armados no son ejércitos disciplinados. Cada pelotón goza de una amplia autonomía, de manera que es difícil que estos bandidos sedentarios logren controlar un territorio muy grande. Pero "la estancia media de un bandido sedentario es de cuatro años" y también lo es la duración media en la que un pueblo está sin ningún bandido sedentario. Lo que aumentaron, cuando subió el precio del coltán, fue el número de "conquistas" y, por tanto, el número de pueblos que estaban controlados por un rudimento de Estado. 

Un aspecto interesante del trabajo es que permite barruntar por qué se forman Estados en unos lugares y no en otros y por qué los Estados aparecen asociados a la extensión de la agricultura. Los cazadores-recolectores eran más difíciles de gravar. La producción agrícola es medible y previsible (tanto cuando hay buenas como cuando hay malas cosechas) lo que hace fácil establecer un sistema fiscal basado en una proporción de lo producido. Por tanto, en una comunidad sedentaria que se dedica a la agricultura, “merece la pena” hacerse con el monopolio de la violencia y participar en la producción de los agricultores. No es extraño que los pueblos de la frontera pasen de hacer razzias para apoderarse de los bienes de los pueblos del otro lado de la frontera a convertirse en los gobernantes de ese otro pueblo y que las fronteras sean los lugares en los que se forman los imperios. El caso de España no es especial: la mayoría de las invasiones desde la época romana lo fueron de grupos muy reducidos en comparación con la población existente en la península y los invasores resultaron asimilados aunque impusieran (en el caso de los árabes y magrebíes) su lengua, su religión y su cultura. El análisis del trabajo que comentamos, sin embargo, se refiere a una etapa previa a la de la conquista de un territorio ya organizado como estado por parte de unos invasores concretos. Se refiere a cómo se pasa de ser una sociedad sin Estado a una en la que hay quien aspira y obtiene el monopolio de la violencia y qué circunstancias favorecen tal evolución.

miércoles, 19 de agosto de 2015

Derechos humanos y política

Leyendo a Ignatieff “Human Rights as Politics”


“El progreso moral puede definirse como un incremento en nuestra capacidad para vermás y más diferencias entre los seres humanos como irrelevantes 

Richard Rorty


No deja de ser contradictorio que el continente en el que más se guerreó históricamente; el que dio lugar a los más importantes desarrollos tecnológicos e institucionales en el arte de la guerra; el que justificó en la fe y en la gloria la destrucción de los prójimos; el que teorizó más acerca de las justificaciones para matar y esclavizar a poblaciones enteras fuera también el continente de los derechos humanos, de la democracia y de la igualdad.

No es contradictorio, porque las mismas bases que llevaron a los europeos a matarse inmisericordemente durante siglos y, a partir del siglo XVI, a someter, esclavizar y matar a poblaciones de otros continentes, llevaron igualmente a limitar el poder de los gobernantes obligándolos a reconocer los derechos de sus súbditos, a los que necesitaban para financiar y llevar a cabo las campañas militares y de conquista. Una vez que se reconoce que no hay poderes absolutos y que los súbditos tienen derechos y dignidad, es fácil que la competencia entre gobernantes aumente la protección de tales derechos y su extensión a grupos de súbditos cada vez más extensos hasta abrazar a toda la población. Simplemente, esos súbditos tenían una opción de salida trasladándose del campo a la ciudad y de los dominios de un gobernante a los de otro. La inexistencia de un gobernante hegemónico en Europa y la presencia del Papado y la Iglesia católica como la única institución con jurisdicción internacional pero sin ejército permitieron el desarrollo de una dinámica que se consolidó en la Ilustración y, con el paréntesis del siglo XIX, culminó en el reconocimiento universal, en Europa, de la igual dignidad de todos los seres humanos (incluyendo a las mujeres y a los que no eran propietarios de nada) y el respeto y la protección de los derechos humanos. La capacidad de universalización de estas ideas permitieron extender, ya en el siglo XX, a toda la población mundial las ideas de igual dignidad, libertad individual y poderes limitados del Estado. Falta China por ser conquistada. Costará mucho porque su historia no puede ser más diferente: un imperio hegemónico en Asia durante – casi – miles de años sin “guerras civiles” generan unas relaciones entre los ciudadanos y el poder político muy diferentes.

Y es que, como dice Ignatieff, no hay nada malo en el particularismo en materia de derechos. Porque el universalismo se basa, en última instancia, en un compromiso con un grupo en cuyo bienestar estamos especialmente interesados. El particularismo es un problema cuando nuestra vinculación con un grupo nos lleva a negar iguales derechos a los que no forman parte del grupo. Tomar partido – añade – no está mal siempre que, al hacerlo, nos sintamos vinculados por los mismos límites en relación con aquellos cuyo partido no hemos tomado.

“La función del universalismo moral no es es excluir el activismo fuera de la política, sino disciplinar a los activistas en su parcialidad, es decir, en su convicción de que una de las partes tiene razón, obligándolos a asumir un idéntico compromiso con los derechos d la otra parte”.

Y, por tanto, obligar a los activistas a realizar un “autoexamen” para comprobar que, efectivamente, no están siendo parciales.

La relación de los derechos humanos con el nacionalismo es muy estrecha. La ausencia de protección internacional de los derechos humanos llevó a las minorías sojuzgadas – dice Ignatieff – a buscar la vía del Estado propio para asegurar la protección de sus derechos y, en consecuencia, fomentó el nacionalismo en todo el mundo. Pero no es una comida gratis porque, naturalmente, crea nuevas minorías o genera Estados a costa de los derechos de poblaciones desplazadas o “minorizadas” como consecuencia de la nueva estructura política. “Los nacionalistas tienden a proteger los derechos de las mayorías y a negar los derechos de las minorías” y las que se convertirán en minorías tienen legítimo derecho a sospechar que su situación sólo puede ir a peor con el nuevo Estado. De ahí que esté justificado exigir una situación de opresión para reconocer el derecho de un territorio – y la población que vive en él – a escindirse del Estado al que pertenecen y unas mayorías muy claras para permitir la secesión. El riesgo de pérdida de derechos para la población que desea mantener el status quo es muy elevada. En sentido contrario, por lo tanto, el reconocimiento y protección internacional de los derechos humanos deslegitima a la vez al nacionalismo – en cuanto hace menos justificado el cambio de status político – y a las quejas de los que no desean la secesión. Idealmente, la cuestión sería irrelevante cuando se haya sustituido plenamente al Estado-nación por una federación europea porque la vigencia de los derechos individuales – y eventualmente, colectivos tales como los asociados al uso de la lengua materna – no dependerá del Estado y de los derechos de participación de los ciudadanos en el mismo, sino que se habrán juridificado internacionalmente. Pero el reconocimiento del derecho del Estado – de su población actual – a la estabilidad de sus fronteras impide las soluciones “todo o nada” (reconocimiento de los derechos humanos de los pueblos que desean la constitución de un Estado y respeto por el derecho del Estado a mantener su estabilidad e integridad territorial). Dice Ignatieff, poniendo el ejemplo de los kurdos que la única solución es una prolongada negociación en la que los kurdos de Turquía renuncien al Estado que lesionaría la integridad territorial de Turquía y Turquía reconozca los derechos – lingüísticos – y el derecho a la autonomía de los kurdos que viven en su territorio. Escrito en el año 2000, el texto de Ignatieff que comentamos puede “volver a leerse” a la luz de la primavera árabe y la desestabilización de los Estados árabes, desestabilización saludada por el pésimo record en materia de derechos humanos de esos estados. La estabilidad del Estado es un presupuesto de la protección de los derechos fundamentales. Una condición sine qua non. Aunque no sea, obviamente, suficiente. Obviamente también, hay integridades territoriales más meritorias que otras (piénsese en la antigua Unión Soviética).

En todo caso, la supervisión internacional de lo que hacen los Estados – incluso los plenamente democráticos y respetuosos de los derechos humanos – tiene una gran utilidad para reducir las violaciones de derechos, especialmente, para los grupos minoritarios. Piénsese en los rusos en Estonia, los árabes en Israel (por no hablar de los habitantes de los territorios ocupados que están sometidos, en realidad, a una potencia colonial), los gitanos en Hungría o cualquier otro grupo minoritario pero diferenciado en el seno de una población más o menos homogénea. El sistema internacional de protección de los derechos humanos – dice Ignatieff – nos permite hacer sonar la alarma ante cualquier desarrollo legislativo nacional discutible moralmente. Piénsese en las propuestas de grupos como la Liga Norte o las del gobierno de Hungría.

La exposición de Ignatieff es interesante en otro sentido: si la función del reconocimiento de los derechos humanos es permitir la autodeterminación individual y de los grupos humanos, hay una relación directa entre la posibilidad de elegir el grupo al que se desea pertenecer y el reconocimiento de derechos colectivos, es decir, cuyo titular no es el individuo, sino un grupo de individuos. Que los cuáqueros tengan unas reglas de convivencia que nos parecen absurdas o que no otorguen igual papel social a la mujer y al hombre es mucho más aceptable si la “entrada” y “salida” del grupo es poco costosa. La pluralidad valorativa en una sociedad – y el libre desarrollo de la personalidad individual – se expresa así a través del reconocimiento de los grupos sociales y de su autonomía (capacidad para autodictarse normas de comportamiento). El grupo comprensivo de todos los grupos sociales – el Estado nación ha de garantizar la libre entrada y salida en estos grupos sociales y la protección de los derechos individuales irrenunciables, esto es, aquellos que no son disponibles por la voluntad individual (incluso si esos grupos se forman sobre una base étnica. No está escrito que deba existir una sola asociación o comunidad kurda, árabe o armenia en un país). Pero nada más. Si lo hiciéramos, estaríamos infringiendo el art. 10 de la Constitución porque tales intervenciones serían contrarias a la dignidad de las personas y a su derecho a desarrollar libremente (y en compañía de otros) su personalidad. Como decía Cercas recientemente, la política no debe traernos la felicidad, debe limitarse a crear las condiciones para que cada uno la busque por su cuenta. 

Ignatieff también nos recuerda la superioridad de la concepción relativa de los derechos fundamentales frente a las concepciones absolutistas. Si la apelación a un derecho termina la discusión, porque se pone sobre la mesa un “triunfo”, los conflictos no pueden resolverse. Por el contrario, una concepción relativa – à la Alexy – permite resolver los conflictos sin resolver la relación entre los derechos alegados por cada parte de forma definitiva: en este contexto, triunfa uno sobre otro, pero en un contexto distinto, el resultado de la ponderación podría ser distinto. Hasta que – dice Ignatieff – la discusión deja de ser posible y la apelación a los derechos humanos es una “llamada a las armas”, es decir, al uso de la fuerza para su defensa. 

lunes, 17 de agosto de 2015

Tres consejos para escribir mejor


 

Escribir es como comer. Una dieta de comida basura debilita el cuerpo. Con una dieta de prosa atiborrada de jerga, es sólo cuestión de tiempo que nuestra propia prosa se llene de "postulados", "delineados" e "imbricados". 
Imparto un curso sobre redacción académica para estudiantes al final de su programa de doctorado. Defino el estadio 4 de la decadencia de la prosa como el momento en que "mediar" es el único verbo que les queda en el vocabulario. Empiezo la clase con un ejercicio. Tomo una página al azar de una prestigiosa revista académica y les hago calcular el número medio de palabras de cada frase del tema. Luego tomo una página del artículo de Jill Lepore en el New Yorker que sea mi favorito y les pido que hagan lo mismo. La última vez que lo hice, la media de la "prestigiosa" revista era de 46 palabras por frase (frente a las 15 de The New Yorker), una cifra tan escandalosa que, fueran cuales fueran los objetivos del autor, la comunicación no era uno de ellos. Cuando terminamos, veo las caras de perplejidad de los estudiantes. ¿En qué nos hemos convertido?  
Wineburg: En un curso del semestre pasado, pedí a los estudiantes de tercer año de doctorado que escribieran un resumen de un artículo que aspiraban a publicar. En clase, les pedí que dejaran a un lado sus resúmenes, sacaran una hoja de papel y reescribieran el mismo resumen en un lenguaje que pudieran entender sus vecinos de al lado o sus tías abuelas. Luego los puse por parejas y les pedí que intercambiaran sus originales impresos con láser y sus resúmenes escritos a mano. Como era de esperar, los alumnos preferían leer las versiones manuscritas. Eran más directas, menos farragosas y más precisas. Pero lo que no esperaba eran las sinceras confesiones que siguieron. A una, los estudiantes declararon que reescribir sus resúmenes en lenguaje llano les ayudaba a comprender a un nivel más profundo de qué trataba su estudio. En otras palabras, las cadenas polisilábicas de "mediaciones", "participaciones periféricas", "hegemonías" y "herramientas culturales" les confundían.

Scholars Talk Writing: Sam Wineburg How a Stanford professor, known for his work on "historical thinking," learned to trust his own voice, By Rachel Too

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