Los párrafos que siguen los hemos sacado de un delicioso trabajo de Carlos Petit, titulado “Del Usus Mercatorum al Uso de Comercio”. La crítica que contiene a los estudios históricos del Derecho Mercantil que hacemos los juristas que no sabemos nada del Antiguo Régimen es una enmienda a la totalidad
Por eso las costumbres locales fijaban los llamados – precisamente – términos de gracia y cortesía para la presentación de efectos al pago o la aceptación (“the European merchants customarily allow a certain Time to the Acceptor after a Bill is due, which is call’d Time of Grace or Favour, which differs according to the customs of the Places drawn upon”); condescendencia final hacia el principal obligado cambiario (“it is so much law now itself, that no bill is protested now till those three days are expired”) que tenía la función de hacer posible la intervención de los amigos o de poner en marcha los contactos necesarios para restañar un crédito mal andado. Una similar convicción llevó a considerar algo impropio de la profesión mercantil el liarse a pleitos y mezclarse con abogados y tribunales – incluidos, en los supuestos mejores, los propios jueces corporativos. “Por una porquería… no he de armar un pleito en la plaza, cuando hasta entonces no había tenido ninguno”,
La religión de los mercaderes se convirtió en devoción y amistad; la amistad favoreció el tráfico de cartas, en particular de letras de cambio – un instrumento financiero muy sensible a los deberes honorables de la común profesión. Aquélla mercantil se entendía además tan honrosa que debía huir de pleitos… gracias a los buenos oficios de colegas que arbitrasen las diferencias surgidas en los momentos peores. Cartas, amigos, letras, arbitrajes... en fin, llevados desde una casa que fue ante todo familia, con el contrato de compañía para refuerzo de los vínculos consanguíneos. Tal vez cualquier lector, a la vista de este o ese otro documento, matice y refute fácilmente la anterior descripción. Pues qué, ¿nunca se dieron pleitos entre comerciantes que hubiera de zanjar una autoridad judicial? ¿El apetito de lucro no condujo jamás a exprimir a los deudores sin contemplación alguna? La historia de la cambial, ¿no marchó a favor de la fuerza ejecutiva de compromisos de pago que no admitían demasiadas reticencias? La respuesta afirmativa a todas estas objeciones me parece compatible con el propósito actual de identificar los valores, usos y comportamientos – en una palabra, el tejido de costumbres en el sentido inicialmente recogido – de la vieja clase mercantil, al menos cuando la intención de la lectura que está a punto de acabar se limita a descifrar las claves de la auto-representación, de la imagen profesional que un clásico mercader se formó de sí mismo y sus colegas. Nada contaría entonces un contrato social donde se reconociera al hijo facultades especiales que los más atribuían al padre o demostrar la existencia histórica de negociantes encallecidos que nunca dieron tregua a sus deudores. Mantengo mi convicción de que, hasta en esos supuestos contrarios al relato que ahora finaliza, la vieja cultura mercantil aceptó con toda naturalidad la existencia de familias mutadas en sociedades de comercio o la vigencia de la moral y la gracia en el terreno jurídico de las obligaciones, con inclusión por supuesto de las exigentes obligaciones cambiarias. Si se comparte tal convicción, en un segundo paso interpretativo hemos de concluir que la cuestión del usus mercatorum con que arrancaba nuestra encuesta no sería demasiado relevante para trazar los orígenes del moderno derecho mercantil.
Los datos examinados nos conducen hacia una amalgama de normas y creencias religiosas, imperativos profesionales, directrices para el gobierno de la casa, compromisos de amistad, códigos de honor… que ofrecen un paisaje demasiado exótico para explicar sin más el ordenamiento especial del comercio a partir de antiguas ordenanzas y prácicas institucionales (sociedades personalistas, letras de cambio, auxiliares del comerciante, libros de contabilidad, reglas para el caso de insolvencia…) poco menos que inalterables. Que los órdenes normativos y los principios implicados – un derecho gremial ciertamente, aunque colocado junto o incluso por debajo de la economía o ciencia doméstica, la moral, en particular aquélla católica y postridentina, el mismo saber mercantil, con su notable carga disciplinante de la vida profesional y el escritorio – carezcan hoy de relevancia explicaría las limitaciones de una difundida historiografía, pero se trata de superar este empobrecido horizonte si queremos comprender una cultura que no es la nuestra. Se encuentra además en debate la correcta identificación de la experiencia jurídica presente. Si el derecho mercantil ha sido el único ordenamiento corporativo que subsistió al momento revolucionario, si ese instante irrepetible constituye el inicio del fin del antiguo régimen también en materia de contratos, en tal caso subsistiría el problema de trazar con precisión las fronteras de la modernidad. Darnos por satisfechos con describir la estrategia burguesa de conservación del propio derecho sobre la base del protagonismo histórico de que gozó el tercer estado resultaría una banalidad, situada a un paso de la más clamorosa pseudoexplicación. Expresado de otra forma: a cuantos leímos en los Setenta la síntesis feliz de Francesco Galgano, treinta años más tarde la interpretación del conocido privatista de Bolonia – aun disfrazada editorialmente bajo un título nuevo y equívoco – nos parece un análisis demasiado pobre
¿Habrá que renunciar a la explicación política de una justicia y un derecho especial para el comercio? Digamos mejor que el futuro debate tendría que centrarse en el alcance reconocido a la posible continuidad. Pues acaso sea tan sólo aparente la existente entre un viejo consulado y un tribunal liberal – por más que ambas instituciones conocieran de asuntos similares. Tampoco debería alcanzar mucho peso la existencia de una codificación separada para el derecho del comercio. En realidad, la aparición del derecho mercantil exigió una previa, gran tarea expropiatoria sobre el universo tradicional de costumbres, cortesías y usos; una drástica supresión de los diversos y simultáneos órdenes normativos que regularon históricamente negocios y negociantes… a beneficio exclusivo del Estado y de su único orden de normas, un nuevo orden solamente jurídico. Por efecto de los códigos liberales – me refiero ahora al contexto que les dio sentido – la disciplina del comercio se redujo a ley, la ciencia doméstica fue economía política, la religión y sus secuelas graciosas, una simple opción privada sin relevancia profesional. Y los lazos de parentesco y amistad, esenciales en la antigua casa de comercio, se vieron paulatinamente relajados hasta su completa superación… mediante sociedades tan anónimas en el trato con terceros como lo serían en las hipotéticas relaciones que mantuviesen sus socios; sin duda tendría interés escribir una pequeña historia de la preferencia relativa de los comerciantes por cláusulas nominativas o por cláusulas a la orden en acciones y demás títulos valores. Con los cambios en la mentalidad mercantil de la gracia, la amistad, la affectio, el intuitus personarum… se extinguió aquel pujante género de mercatura que convirtió en texto impreso los referentes tradicionales de la profesión y facilitó su reproducción continuada. Por supuesto, a lo largo del siglo XIX aún podía aparecer una flamante Biblioteca del comerciante, pero se trataba exactamente de unos Elementos del derecho mercantil español. Todavía había espacio para un Tratado elemental, teórico-práctico de relaciones comerciales dotado de tablas, cuadros y nociones según cuanto contenían los manuales de siglos anteriores, aunque el subtítulo de ese otro dejaba las cosas en su sitio: la materia mercantil se ofrecía conforme a lo prevenido en el Código de comercio. No me parece casual que la antigua educación comercial, desarrollada en el seno de la familia y servida por aquellos manuales, pasara tras los códigos a centros de nuevo cuño, pertenecientes al Estado.
¿Se perdió así, con ese Estado legal y docente, la eficacia práctica del uso comercial? ¿No teníamos por el contrario entendido que el espacio reservado a la costumbre entre las fuentes del derecho del comercio es una razón principal que justifica su especialidad?. Otra vez nos inclinamos por admitir una sencilla respuesta afirmativa que, sin embargo, también asume y reconoce la transformación que encierra el entendimiento puramente jurídico de la antigua costumbre mercantil.
Ruego a mis lectores un tributo final de paciencia que me consienta alegar en mi causa dos textos aparecidos en el siglo XIX, engendrados por lo tanto desde el paradigma liberal. Manuales referidos al comercio, ahora sus destinatarios son juristas en ciernes, que estudian en facultades de Derecho una materia particular. Cuando los planes universitarios (españoles) aún la aproximaban al Derecho Penal – derivación, sin duda curiosa, a partir de la común expresión codificada – la flamante asignatura de Derecho Mercantil había de cursarse sobre títulos improvisados – apenas un comentario somero del viejo Código de comercio (1829). Y uno de los más difundidos, a juzgar por sus varias ediciones, fueron las Instituciones del Derecho Mercantil de España (1848) de Ramón Martí de Eixalá (1808-1859). La versión que consultamos es edición revisada (1865) por Manuel Durán y Bas, un conocido hombre público, sucesor de Martí en la cátedra de Barcelona; a él se debe por entero, entre otros retoques que no nos interesan, un capítulo inicial “de la naturaleza del fenómeno comercio con relación al derecho” (pp. 2 ss). Me parece un testimonio significativo de los cambios acontecidos el empleo por Durán y Bas de motivos textuales viejísimos, utilizados sin embargo con muy diversa argumentación. En efecto, quienes no hayan olvidado los pasajes antes citados de Benedetto Cottrugli y Gerard Malynes apreciarán las similitudes que aproximan, pero también las diferencias que separan el Libro dell’arte di mercatura y la Lex Mercatoria del manual catalán de Derecho Mercantil.
“El origen racional del comercio se encuentra en la desigualdad de condiciones de los hombres y de los pueblos”, enseña por ejemplo Durán (p. 8), con una sencilla explicación ‘laica’ – más precisamente: racional – allí donde Cottrugli se remitía a la voluntad divina (“l’omnipotente Idio nella criatione del modo ordinò tucte le cose con le conditioni loro naturali”). Igualmente laico me resulta el pensamiento que recorre el artículo destinado al “orígen histórico del comercio”, pues si el católico profesor de Barcelona se remonta a “la historia de Egipto en tiempo de los Faraones y la de Roma antes de nuestra éra” (p. 9), por el contrario jamás le entretiene la historia sagrada de los Abrahames y los castos Josés, los banqueros metidos a evangelistas y los pescadores-papas que sirvió antiguamente para dignificar una actividad profesional comprometida; como mucho, la narración histórica de Durán demostraría la necesidad universal del comercio y las razones que justifican reservarle en los tiempos modernos un tratamiento jurídico singular. Y en vez de la vocación apostólica de los mercaderes más viajeros, portadores de la fe cristiana en tierras alejadas de Europa (Lessenius), nos encontramos una descripción del comercio en tanto “fenómeno [que] supone siempre la relación inmediata del hombre con el hombre; y esta relación proviene, no solo del contacto en que el ser inteligente y libre se encuentra con las cosas ú objetos que componen la naturaleza no libre que le rodea, sino de los recíprocos servicios que para obtenerlas se prestan los hombres, no generosamente sino movidos por su particular interés” (p. 12). No generosamente, sino movidos por interés particular. Dejemos en este punto importante la obra escolar de Martí-Durán para observar la doctrina de los usos según otro escrito, igualmente destinado al público universitario.
Me refiero al Tratatto di Diritto Commerciale del italiano Cesare Vivante, cuyo primer volumen se ocupa de las costumbres mercantiles… pero siempre en el sentido culturalmente limitado de unas “norme di diritto costituite mediante l’osservanza giuridica dei mercanti” (p. 44). Fuente supletoria, último recurso antes de desencadenar la aplicación del derecho civil común en un asunto de comercio, las costumbres que presenta Vivante sólo son normas de derecho penetradas de la economía política y la ley codificada (un auténtico sistema de “leggi commerciali, che contengono gli usi generali consacrati dal legislatore”, p. 47). “Perciò non contribuiscono alla formazione di un uso gli atti di mera tolleranza, di liberalità, di condiscendenza che non si compiono coll’intenzione di riconoscere un diritto altrui”, enseña aún el famoso privatista, “come tutti gli abbuoni, le dilazioni, i favori conceduti alla propria clientela” (p. 46). Vivante refuerza su descripción con una larga muestra de actos que no engendrarían un uso al no ser de obligado cumplimiento (“i doni inviati pel capo d’anno, i ribassi fatti a chi paga puntualmente, le proroghe concedute a chi fa nuovi acquisti, le provvigioni esorbitante concedute alle guide di piazza, le informazioni comunicate ai propri corrispondenti, i grossi campioni donati ai sensali, l’invio delle merci alla casa del compratore”), actos todos caracterizados por su condición graciosa (“doni”, “ribassi”, “campioni donati”) y su vocación de amistad (“proroghe”, “informazioni”). Y si el empresario tuviese el hábito “di pagare le provvigioni ai commesi invecchiati al proprio servizio” – los colaboradores más próximos y antiguos de su casa de comercio – se trataría de “usanze continuate per semplice favore” que nunca podemos construir como prestación exigible en derecho (p. 47). Tampoco lo fueron los auxilios de Manuel Rivero a la flota francesa malparada en Lagos, pero sabemos que “en ocasiones de honra es menester portarnos con las garbosidades precisas”. Ni los doblones de Lantery para el entierro de un colega empobrecido; al menos, el saboyano comprendía que “cuando el mundo no me lo pague, Dios me lo pagará a su tiempo”. Y de prórrogas y otras concesiones ya nos hablaron nuestros polvorientos tratados para huir de pleitos y honrar comerciantes y letras – los Malynes, Peri, Defoe, Savary y compañía. Eran textos que condensaban una práctica de escritorio donde siempre estaba recomendado (y aun se exigía, tratándose de un perfecto negociante) corresponder con fidelidad e informaciones a los amigos y colegas del comercio. Aceptando como tales a los comisionistas, sobre todo a los factores cuando éstos habían “envejecido al propio servicio” (Vivante), el mercader estaba a un paso de concluir con ellos un contrato que uniría sus vidas y haciendas… “como si fueran hermanos”. Con el Trattato de Cesare Vivante a la mano, “queste usanze continuate per semplice favore dipendono del beneplacito di chi le osserva”. Seguramente así es. Seguramente, más seguramente todavía, así no fue.