foto: obra de Miriam Sweeney
En tiempos en que el gran fracasado académico que es Iceta propone acabar con las oposiciones tradicionales, conviene leer el artículo que ha publicado Adrian Wooldridge en Bloomberg en el que adelanta su libro sobre la meritocracia y a la que describe sometida a ataques desde todos los grupos que defienden la “posmodernidad” pero también desde ámbitos académicos (Sandel, Markovits) y desde las autoridades públicas que han prohibido, por ejemplo, usar tests de admisión en escuelas “concertadas” que atienden a niños de extracción pobre o que han desmantelado programas para niños superdotados. Los exámenes tradicionales están en retirada y la apelación a la diversidad (o a los derechos lingüísticos) justifica la discriminación en el acceso a las plantillas empresariales.
¿Por qué la meritocracia es imprescindible para mejorar el bienestar de la Sociedad? Es muy sencillo: la meritocracia implica asignar los recursos al que puede hacer mejor uso de ellos en beneficio de todos. Poner el quirófano al servicio del mejor cirujano, la tarima del aula en manos del mejor maestro y el coche más rápido en manos del mejor conductor. Wooldridge dice que es uno de los cuatro componentes fundamentales de la modernidad con la democracia, el capitalismo y el liberalismo. Scott Alexander tiene una buena defensa de la meritocracia.
Si tu vida depende de una operación difícil, ¿prefieres que el hospital contrate a un cirujano que haya aprobado con matrículas de honor la carrera de medicina o a uno que haya tenido que haya sacado las asignaturas en sexta convocatoria? Si prefieres lo primero, eres meritocrático con respecto a los cirujanos. Si generalizas un poco, ahí está el argumento para ser meritocrático en todas partes
Wooldridge dice que no querríamos asignar el puesto de piloto de un avión por sorteo, pero no creo que ese sea el argumento de los antimeritocráticos. El sorteo está muy bien para asignar los puestos una vez que estamos seguros de que todos los que participan en el sorteo están cualificados para realizar bien las tareas asignadas.
En relación con la política y el Estado, dice Scott Alexander
"El Estado está para resolver problemas; buenos funcionarios son los que imaginan soluciones y las ejecutan eficazmente; por tanto, queremos gente inteligente y competente; meritocracia significa promover a los más inteligentes y competentes, ergo, es una tautología. El único problema concebible es que nos equivoquemos al juzgar la inteligencia y la competencia”
El argumento de Wooldridge es conservador: la atribución meritocrática de los recursos sociales es preferible a cualquiera de las alternativas-realmente-disponibles. Este punto es extremadamente importante y explica por qué tanta gente inteligente es conservadora. Cuando se comparan alternativas, es muy importante que el que rechaza el status quo argumente no sólo que la alternativa es mejor sino que la alternativa realmente disponible es mejor. Si la alternativa a que Kunkel explique Derecho Romano es que un piernas indocumentado explique Derecho Constitucional, los estudiantes estarán sin duda mejor estudiando Derecho Romano aunque sea mucho más razonable que estudien Derecho Constitucional en una facultad de Derecho del siglo XXI. Pues bien, con la meritocracia ocurre algo parecido: la alternativa-realmente-disponible frente a la meritocracia no es una distribución de los recursos y de los puestos basada en la igualdad y la “diversidad”, sino el nepotismo y el clientelismo.
Wooldridge lo ve en términos de oposición entre “capacidades” o cualificaciones individuales vs “identidades grupales” o tribales. Se te asignarían recursos por el grupo al que perteneces, no por tus méritos individuales: “la idea de mérito es uno de los inventos más exitosos de la humanidad para acabar con los privilegios”. Pero, en todo caso, “la meritocracia promueve la prosperidad y renunciar a ella supondría reducir el bienestar”
La señal más segura de que un país tendrá éxito económico no es la salud de su democracia… o lo limitado de su gobierno.. sino su compromiso con la meritocracia. Singapur es una potencia autoritaria blanda. Pero se ha transformado en pocas décadas de un pantano asolado por la pobreza a uno de los países más prósperos del mundo, con un nivel de vida más alto y una esperanza de vida más larga que la de su antiguo amo colonial, porque es quizás el principal practicante de la meritocracia en el mundo.
Los países escandinavos tienen algunos de los gobiernos más grandes del mundo y los estados de bienestar más generosos. Pero mantienen sus posiciones en la cima de las tablas de clasificación internacional de prosperidad y productividad en gran parte porque están comprometidos con la educación de alta calidad, el buen gobierno y, debajo de su barniz comunitario, la competencia; en otras palabras, la meritocracia.
Por el contrario, los países que se han resistido a la meritocracia se han estancado o han alcanzado sus límites de crecimiento. Grecia, sinónimo de nepotismo y "clientelismo" (utilización de los puestos de trabajo del sector público para recompensar a sus allegados), ha tenido problemas durante décadas. Italia, patria del nepotismo, disfrutó de un auge de posguerra como Francia y Alemania, pero se ha estancado desde mediados de los años noventa.
La meritocracia favorece la movilidad social y la movilidad social promueve el crecimiento en sentido simétrico a la corrupción. Las pruebas de que las empresas y las organizaciones públicas que seleccionan a sus gestores meritocráticamente crean más riqueza son abrumadoras. Wooldridge cita dos estudios recientes según los cuales “un 20 % del crecimiento económico de los EE.UU entre 1960 y 2020 puede explicarse por la mejor asignación del talento, en particular, por abrir las profesiones altamente cualificadas a nuevos depósitos de talento”, esto es, abrir, por ejemplo, el ejercicio de la medicina a los judíos o a las mujeres o el ejército a los negros… Basta comprobar, en el caso español la extraordinaria feminización del ejercicio de la medicina. Hoy, casi el 70 % de los que acceden a la más prestigiosa facultad de medicina de España – la de la UAM – son mujeres. Tratándose de profesiones altamente cualificadas, hay que suponer que un acceso meritocrático a las mismas (es decir, sólo dependiente de los resultados académicos y no de las características personales o identidad) beneficia a la sociedad mejorando la calidad de los servicios que prestan esos profesionales si la oferta de puestos en las facultades es inferior a la demanda. La historia se repite con la independencia de los bancos centrales – más éxito en la lucha contra la inflación – o en la selección meritocrática de los jueces – más independientes y mejores sentencias –.
Cita también el trabajo de Pellegrino y Zingales sobre “la enfermedad italiana” (no aprovechar las tecnologías de la información para mejorar la productividad de las empresas) que estos autores explican como falta de meritocracia – predominio del nepotismo – en la selección de los gestores empresariales por parte de las empresas italianas. Y, de nuevo, en ese ranking, los países escandinavos están a la cabeza en respeto por la asignación meritocrática de las posiciones de gestión. Señal, sin duda, de su individualismo y su capacidad para tratar por igual (imparcialmente) a parientes y a extraños. La meritocracia proporciona un criterio mucho más aceptable para asignar recursos o puestos imparcialmente que la pertenencia a un grupo dentro de la Sociedad.
Cuando una organización política – un Estado – o educativa – una universidad – abandonan la meritocracia y la sustituyen por el nepotismo, el declive económico está asegurado. Wooldridge recurre al caso histórico de Venecia y a su peculiar sistema de gobierno electivo en lugar de hereditario que he contado aquí resumiendo un trabajo de Puga y Trefler. Pero esto no es más que una “historia”. Como concluyen estos autores, en el caso de Venecia
“El comercio internacional condujo a una mayor demanda de instituciones inclusivas para aumentar el crecimiento, pero también condujo a un cambio en la distribución del ingreso que finalmente permitió a un grupo de comerciantes cada vez más ricos y poderosos capturar una gran fracción de las rentas del comercio internacional.
La clave, pues, es que la meritocracia puede maximizar el crecimiento pero si los ingresos producidos se acumulan en pocas manos, los beneficiados estarán en condiciones de restringir la competencia y gobernar la ciudad. La misma historia de Venecia se repitió en las otras ciudades-estado italianas y, si hay que atender a Van Bavel, se repite siempre que las ganancias del comercio (mercado de productos) se trasladan a mercados de los factores de producción (tierras y capital) que no funcionan – no pueden funcionar – competitivamente: el mercado competitivo se transforma en uno dominado por muy pocos – “empresas dominantes” diríamos hoy – que utilizan su poder financiero – financian la ciudad – para apoderarse del poder político lo que, a su vez, les permite acaparar una mayor parte de las rentas etc.
En realidad, meritocracia es a conocimientos técnicos lo que competencia es a reducción de costes. Recurrimos a la competencia cuando queremos averiguar quién puede satisfacer las necesidades de los consumidores al menor coste. Y recurrimos al mérito y la capacidad (art. 23 CE) cuando queremos averiguar quién es el que tiene los conocimientos técnicos superiores para ejecutar las tareas asignadas al puesto. Y, del mismo modo que los mercados pueden funcionar muy mal – no ser competitivos –, también la meritocracia puede degenerar y seleccionar a los candidatos que, simplemente, hacen mejor los exámenes o pruebas correspondientes. Pero, hay que repetirlo, no caigamos en la falacia del Nirvana. Hay que examinar cuál es la alternativa-realmente-disponible y qué posibilidades hay de que su implantación tenga éxito.
La segunda parte del artículo de Wooldridge está dedicada a China. China está aplicando criterios meritocráticos en ámbitos como la educación (desde la guardería hasta la universidad) hasta la política (en el acceso y ascenso en el seno del Partido Comunista): “gobernadores provinciales y rectores universitarios son elegidos y evaluados en función de su éxito en lograr determinados objetivos”. Que un sistema meritocrático pueda enraizar en China es muy discutible, dadas las características de su capitalismo. El análisis de la evolución de la democracia y la economía de China y Rusia que sigue no tiene tanto interés. Afirma Wooldridge que
“la idea de que hay una relación necesaria entre democracia y crecimiento se basa en un falso positivo. La relación realmente robusta es la que existe entre meritocracia y crecimiento”
No creo que nadie con reputación sostenga hoy que hay una relación necesaria entre democracia y crecimiento. Si acaso, la que se extendió hace algunas décadas era la contraria: que la democracia y el crecimiento económico sólo podían coexistir en sociedades desarrolladas. Y tampoco creo que sea correcto decir que “occidente ha prosperado materialmente en el último siglo en buena medida porque consiguió fusionar democracia y meritocracia”. No. La democracia fue arrancada por una población individualista y cada vez más levantisca a la oligarquía que gobernaba todos los países occidentales cuando el crecimiento económico sacó de los niveles de subsistencia a enormes masas de población cuya voz y participación en los asuntos públicos no podía dejar de escucharse salvo que esas oligarquías decidieran imponer un régimen totalitario como el fascismo o el nazismo. Por el contrario, las ideas liberales que se habían extendido por Europa desde la Ilustración facilitaron la transición desde un régimen censitario pero participativo a un régimen democrático. No hay más misterio. Esta falta de vinculación entre democracia y meritocracia explica – en contra de los que dice Wooldridge – que Singapur sea un ejemplo de lo segundo. Y que países más o menos autoritarios puedan – si desarrollan suficiente capacidad estatal como sería, por ejemplo, Vietnam – implantar una administración pública meritocrática sin poner en peligro el poder del partido comunista. Como digo, es más discutible que China lo logre.
Es cierto que aplicar criterios democráticos – que deben reservarse para elegir a los legisladores y a los gobiernos – a la toma de decisiones “técnicas” es una mala idea. Por eso, en todos los países occidentales se produjo una revolución entre 1850 y 1950 que llevó a separar la Administración Pública del Gobierno político y a seleccionar meritocráticamente a los funcionarios públicos aislándolos de la influencia política – haciéndolos inamovibles e independientes –. Eso ocurrió en Alemania – en Prusia –, ocurrió en Inglaterra y, más tarde y de forma incompleta, en EE.UU, en Francia y en el resto de Europa. Incluso en España donde la Constitución de 1978 reforzó las tendencias “meritocráticas” que existían bajo Franco. Lástima que el desarrollo de las Comunidades Autónomas y la “antiselección” que hemos sufrido en el liderazgo político (al frente de los partidos están situados individuos que carecen de cualquier mérito) haya reducido el papel de la meritocracia en la cobertura de puestos que requieren conocimientos técnicos para su buen desempeño. Como avanzaba más arriba, lo que ha sustituido a la meritocracia no ha sido la igualdad y la diversidad o la mejor “adaptación” del individuo al puesto, sino pura y simplemente el clientelismo político y el nepotismo. Lo que cabía esperar.