Este texto (redactado por Copilot-ChatGPT 5 a partir de prompts que tienen el contenido recogido en esta entrada) me lo ha sugerido un par de historias personales.
En la primera, el hijo preadolescente de un conocido mío se levantó de la cama, como cada mañana hacía, fue a la cocina de su casa y se encontró a su madre ahorcada. La madre venía padeciendo problemas psicológicos desde hacía años y los que no querían bien al marido y padre difundieron la malvada historia según la cual era el maltrato de su marido la causa del suicidio de la esposa. La causalidad era plausible, porque los que conocíamos a la pareja y a la familia sabíamos del comportamiento chulesco y dominante del marido. La verdad, sin embargo, es que la madre padecía un trastorno psicológico muy grave y no era la primera vez que intentaba suicidarse. Solo lo consiguió a la tercera. Las dos primeras veces, su marido le salvó la vida.
La segunda historia es mucho más leve. Mi abuela, que vivía con nosotros, veía con desmayo pero con desidia que la vida de mi madre era muy trabajosa. Éramos muchos hermanos y mi madre no podía parar ni descansar. Así que mi abuela, que siempre reprochó a mi madre que hubiera tenido tantos hijos, cuando mi madre caía enferma, nos acusaba a nosotros. "Entre todos la mataron y ella solita se murió" solía decir. "¡Cuánto castigo le dais!". Ahora lo cuento como una más de las ocurrencias de mi ingeniosísima abuela, pero cuando uno tiene siete u ocho años y le acusan de hacer enfermar a la madre de uno, la acusación se toma en serio y causa dolor.
El suicidio adolescente es un fenómeno difícil de encajar en una sola causa. Se mezclan factores internos, historia psicológica, dinámicas familiares y circunstancias externas, como conflictos escolares o, a veces, acoso. En el caso de Sandra, lo más probable es que nunca sepamos con certeza qué combinación exacta la llevó a tomar esa decisión. Y esa imposibilidad debería hacernos prudentes. Pero no ocurre así: la incertidumbre se rellena con certezas morales, y la complejidad se sustituye por relatos simples. El resultado es conocido: se fabrican culpables, muchas veces menores, y se crean nuevas víctimas entre las niñas señaladas, los profesores y los compañeros.
¿Por qué pasa esto? Porque necesitamos explicaciones que nos permitan soportar el golpe. Cuando ocurre algo que nos desarma, buscamos causas claras, alguien a quien mirar y decir: “fue por esto”. Esa búsqueda no es racional, es humana. Nos da la ilusión de control. Y cuando esa necesidad se comparte, se convierte en una corriente social. Las redes y los medios la amplifican: premian la afirmación rápida, la indignación moral, la historia sencilla. Penalizan la duda y la complejidad. Así nacen cascadas de opinión que confunden consenso con verdad. En ese clima, la hipótesis del acoso deja de ser una posibilidad y se convierte en dogma. Cuestionarla se interpreta como traición a la víctima.
Hay otro motivo, más íntimo y más duro: la explicación más plausible puede ser emocionalmente inaceptable. Admitir que tu hija se suicidó porque sufría psicológicamente lo indecible, sin que nadie la empujara, es insoportable. Para muchos padres, esa hipótesis no solo duele: amenaza la narrativa que les permite seguir viviendo. El autoengaño no es un fallo moral, es un mecanismo de supervivencia. Necesitamos relatos que nos protejan del vacío, y la sociedad los fabrica para ayudarnos a soportarlo. Culpar a otros —aunque sea injusto— ofrece sentido donde solo hay caos.
Pero esa necesidad tiene costes. Señalar públicamente a menores como “causa” del suicidio los marca para siempre. Les roba la tranquilidad, los expone a la ansiedad, al aislamiento, incluso al riesgo de autolesión. Extiende sospechas sobre profesores y compañeros que nada tienen que ver con los hechos. Envenena el clima escolar, que pasa a gestionarse por el miedo y el señalamiento, no por protocolos eficaces. Y hay un daño más sutil: la cobertura sensacionalista de suicidios con culpables identificados aumenta el riesgo de imitación en jóvenes vulnerables. Es lo que se llama efecto Werther: cuando el suicidio se presenta como inevitable o se rodea de dramatismo, otros lo ven como una salida. El efecto Papageno, en cambio, funciona al revés: cuando se cuentan historias de personas que superaron una crisis suicida gracias a ayuda profesional, apoyo social o estrategias de afrontamiento, el riesgo disminuye. No es cuestión de optimismo superficial, sino de cómo se construye el relato: uno convierte el suicidio en un guion disponible; el otro lo presenta como una situación reversible.
Aquí conviene desmontar otra ilusión: la idea de que basta con aplicar “reglas simples” (protocolos bien diseñados de acoso en cada escuela) para actuar con racionalidad en alta incertidumbre. Eso es caer en la falacia del Nirvana: comparar la realidad con un ideal inalcanzable y declarar insuficiente todo lo que no lo cumple. El suicidio adolescente es un fenómeno donde confluyen factores que no podemos controlar ni siquiera aproximadamente: vulnerabilidad biológica, historia afectiva, dinámicas familiares, azar. Pretender que protocolos y comunicación responsable eliminarán el riesgo es tan ilusorio como creer que podemos diseñar entornos sin tragedias.
La verdad incómoda es que shit happens. Podemos reducir probabilidades, pero no garantizar resultados. Incluso los sistemas más sofisticados fallan porque la causalidad es distribuida y opaca. Lo que sí podemos —y debemos— hacer es minimizar daños agregados: evitar falsos positivos que destruyen vidas, reducir el contagio narrativo que aumenta el riesgo de imitación y diseñar entornos menos vulnerables a errores sistemáticos. Esto no es perfección; es gestión del riesgo.
La cuestión de fondo es reconocer que la reacción dominante es “racional” para quien busca estatus dentro del grupo —señaliza adhesión, otorga prestigio moral, proporciona relato—, pero es irracional desde la perspectiva de la verdad y del cuidado de todos los menores implicados. La sociología normativa y las ideologías identitarias convierten lo que deseamos que sea la causa en la causa oficial, y los incentivos de la economía de la atención transforman esa preferencia en consenso. Si aceptamos que probablemente nunca sabremos con certeza qué combinación exacta de factores llevó a Sandra a su decisión, entonces la única respuesta compatible con el conocimiento disponible es la prudencia y la reducción de daños. No es una concesión retórica: es una exigencia para no multiplicar la tragedia.

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