Huelga de obreros en Vizcaya, Vicente Cutanda
Salvo que seamos libertarianos à la Robert Nozick (o à la Juan Ramón Rallo), creemos que
los Estados tienen una responsabilidad primaria en asegurar que todos los ciudadanos se beneficien de los frutos de la cooperación social
Esa es la manera de respetarles en su igual dignidad, de la que es expresión su consideración de sujetos de derechos básicos. Garantizar esos derechos sería, así, la condición necesaria de un orden político justo. Ello podrá implicar, por ejemplo, la puesta en marcha de una maquinaria pública que garantice la asistencia sanitaria a todos los ciudadanos, independientemente de su capacidad de pago.
Si las prestaciones sanitarias garantizadas incluyen la cirugía de trasplantes,
nadie discutirá que, siendo la necesidad clínica el criterio para asignar los recursos, el paciente necesitado de un órgano recibirá aquel que primero esté disponible sin importar de dónde venga. Así, de acuerdo con
los datos oficiales correspondientes al año 2017,
los pacientes de Cataluña recibieron 208 órganos provenientes de otras Comunidades Autónomas, habiendo donado sus habitantes 57 al conjunto del sistema
En ese saldo negativo (¿balanza de órganos?), Madrid es la primera, con 274 recepciones por 52 entregas, pero eso no importa, mientras que sí importa, en cambio, en el funcionamiento de la cooperación transnacional europea para el trasplante de órganos, sistema que privilegia el elemento «estatista-nacional» frente a la necesidad individual.
Durante años, los ciudadanos de Gibraltar acudían a los hospitales andaluces para ser trasplantados, una situación irregular que se aceptaba por «costumbre y generosidad» hasta que el Servicio Nacional de Salud británico tomó cartas en el asunto y
empezó a garantizar a sus pacientes gibraltareños los mismos derechos que al resto de ciudadanos británicos
(en términos de expectativas de trasplante, un mal negocio para los gibraltareños dadas las cifras españolas de donación de órganos). Pues bien,
no es «costumbre» ni «generosidad» –más allá del altruismo del donante− lo que hace que un individuo de Cornellá reciba un hígado proveniente de un cordobés, sino la ciudadanía común, la que también permite la existencia de sistemas públicos de pensiones y tantas otras instituciones propias del Estado social de derecho…
En la conclusión de su ensayo, Sánchez-Cuenca se apoya en Guillem Martínez para sostener que
el procés fue un simulacro,
algo que no había que tomarse en el fondo muy en serio. Yo mismo, si echo mi vista atrás, pienso en los meses, años incluso, en los que me martilleaba la recomendación de buenos amigos catalanes, bienintencionados, sesudos, muy bien informados, de no tomarnos demasiado en serio «en Madrid» nada de lo que institucionalmente ocurría en Cataluña: estrategias, decisiones, iniciativas legislativas, normas, anuncios o pronósticos que nos alarmaban, o, cuando menos, sorprendían. Todo eso debía ser pasado por alto. Y es que, se decía, «en Madrid no entendéis, os falta la perspectiva de estar aquí»; «tranquilos, Jordis, tranquilos». Lo peor que podía hacer el gobierno, cualquier gobierno, era «alimentar al independentismo», verbigracia, aplicar el Derecho vigente, o instar a los tribunales a hacerlo, todo lo cual resultaba enormemente contraproducente, la odiosa «judicialización» de la política. ¿Cuántas veces no reaccionaron airados los portavoces del independentismo ante las tibias insinuaciones de la Fiscalía General del Estado de que se estaba bordeando la rebelión o la sedición?
Claro que también estaban «los otros», los otros amigos catalanes, a los que apenas hacíamos caso –tal vez, en nuestro subconsciente, no queríamos afrontar la cruda realidad que, amenazante, iba abriéndose paso−, que nos reprochaban justamente lo contrario: no tomarnos en serio algo que iba muy en serio: «Que sí, que sí, que están dispuestos a todo, a la independencia por las buenas o por las malas». Para estos catalanes, los del «ADN franquista» o los epigenéticamente «fachas», en Madrid vivíamos en Babia, tan pichis que somos, mientras ellos cada vez más como cristianos de primera hora en las catacumbas. Y en estas llegó el acelerón, allá por el verano de 2017, el juego de la gallina:
«Que no, que saltan del coche, ya verás, repetían los terceristas»;
luego el del ratón (la Generalitat escondiendo sus cartas y buscando cualquier resquicio posible para colársela al Estado) y el gato (el Gobierno en guardia permanente para acudir al Tribunal Constitucional).
Y entonces se planteó un dilema, nada fácil, que tiene que ver con la actitud estratégica y normativamente debida del Gobierno ante el cenit revolucionario del procés, es decir, ante
esas disposiciones aprobadas por el Parlament que suponían el pórtico del nacimiento de un nuevo Estado.
Tales leyes son, a ojos de cualquiera que simplemente sepa leer y contrastar normas jurídicas vigentes, burdamente, flagrantemente, incuestionablemente contrarias al ordenamiento jurídico; hasta el punto de que, dada su abrumadora ilegalidad, cabría decir que ni siquiera deberíamos tomarlas en consideración. De otro modo, es decir, reaccionando mediante los recursos correspondientes –como finalmente hubo de hacerse−, pareciera que sí atribuimos a las disposiciones una cierta «juridicidad», un marchamo que, en ningún caso, tendría la proclamación del nacimiento de la República catalana que pudiera hacer un loco en un escenario teatral (el ejemplo es de Josep Joan Moreso, gran filósofo del Derecho catalán),
al modo en el que el genial Albert Boadella se presenta como presidente de Tabarnia. ¿A que nadie se tomaría la molestia de acudir a los órganos jurisdiccionales correspondientes para que declare la nulidad de tales declaraciones?
Pero, ¿y si resulta que una parte importante de la población, de las instituciones asentadas en ese territorio, las fuerzas del orden, un número significativo de jueces, y no digamos ya otros Estados, sí se lo tomaban en serio, y, ante la inacción del Estado, las nuevas instituciones y normas comenzaban a ser eficaces y ganar la adhesión de los destinatarios? En el fondo, no se trataba de locos, sino de individuos que ocupaban cargos institucionales y adoptaban sus decisiones en el ejercicio de esos cargos.
Pablo de Lora, Demos gracias a la ley. La confusión nacional de Ignacio Sánchez-Cuenca, RdL julio 2018
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